“¿Son estos libros infantiles?”, se preguntó Lola Rubio la primera vez que llegó a una biblioteca y comprendió que siempre debía haber estado allí. Con el tiempo sabría, además, que poco le importaba esa “etiqueta”: esos libros eran infantiles solo en la medida que habían sido pensados para un determinado público lector. Pero nada de ello hablaba –más o menos, mejor o peor– de lo que podía decirse de los libros “para adultos”.
Desde entonces, y a través de una vida en la que se cruzaron las artes plásticas, la bibliotecología, los estudios de edición y la docencia, es decir, en la riqueza de las interdisciplinas, Lola Rubio se dedicó a pensar y hacer libros para niños, niñas, niñes. Es difícil, al escucharla, no intuir esas muchas fibras desde la que se vincula a los libros, esos “museos portátiles”, tan diferentes unos a otros como autores, historias, ideas se quieran plasmar.
En conversación con Natalia Ginzburg, Rubio –que en la actualidad es editora del catálogo infantil y juvenil de Fondo de Cultura Económica en la Argentina y presidenta de ALIJA (Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina) y ha sido jurado en importantes premios internacionales– expuso un panorama amplio y detallado de lo que se incluye en ese gran universo de la literatura (y los libros) infantiles y juveniles: “la LIJ”. Abordó los desafíos, debates, y un cúmulo de experiencias sobre este nicho del mercado que, desde hace décadas, puja por un espacio de autonomía de la mano de contenidos diversos y cuidados, una creciente comunidad de lectoras y lectores, y un interés general por estos libros que dejaron hace mucho más de ser una “moda” o particularidad, para ese parte de nuestra construcción –imaginario– como sociedad.
Los siguientes son fragmentos de la entrevista que puede verse completa en Experiencia.Leamos.com.
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—¿Cómo definirías un libro infantil? ¿Solo por oposición a un libro de adultos? ¿Cuál sería su especificidad?
—Yo creo que sí hay una especificidad, y está en que vos –creador, editor– estás imaginando un universo, un recorte. Y ahí vos podés ser una persona de bien (o no). Puede ser que ese recorte trace un puente entre ese lenguaje tétrico o un lenguaje plástico, haciendo una curaduría; o podés hacer una infantilización. Ahí se juegan los dos polos de la actividad de la LIJ (literatura infantil y juvenil). Ahí está la grieta en la LIJ. El ecosistema de la LIJ es un ecosistema subsidiario de la literatura; todavía no logramos el estatus de autonomía que quisiéramos. Yo creo que el problema es que no todos los libros para niños son literatura, ¡y eso no está mal!, el problema es que muchas veces los tomamos como sinónimos.
—Como en los libros para adultos... pero parece que a la literatura infantil se le pide algo más...
—¡A la LIJ se le pide de todo! Se le pide que sea funcional a la escuela, que apoye en la crianza, que haga educación en valores o “autoayuda”, se le pide que sea iniciación a otros consumos culturales (como ir al museo, al concierto)... Y en realidad hay muy buenos libros de adultos que muchos niños y jóvenes podrían disfrutar perfectamente, y a la inversa, muchísimos libros para niños y jóvenes que los adultos disfrutamos muchísimo. El problema es que LIJ es una etiqueta pequeña para englobar tanta cosa.
—¿Se puede hacer resistencia a lo que demanda el mercado? ¿Hay espacios para experimentar? Sabiendo, claro, que todos participamos de un modo u otro de ese mercado...
—[Risas] Pero claro... Creo que hay unos fenómenos muy interesantes. En la Argentina, nuestra vida siempre está en alguna crisis, y a pesar de ello, desde hace 20 años, la LIJ no para de crecer. Siempre hubo, pero con la democracia comienza la LIJ como la conocemos ahora, con esta demarcación de colecciones, autores. Desde 2003, además, con las compras ministeriales sostenidas, los planes de lecturas sostenidos… Así, hoy día te va a costar un adulto que te diga que no es bueno que los chicos lean, o que dispongan de libros. ¡Hay muchas cosas ganadas! En cuanto al mercado, paulatinamente, la participación de la LIJ en las ventas y en los catálogos, y el espacio en las editoriales, el crecimiento es sostenido e importante. Más de una editorial termina viviendo de lo que vende la LIJ. De hecho, si a la sigla le cambiamos la “L” de “literatura” por “libros” le va muy bien. El problema es la confusión con la calidad estética de los libros, no solo o a lo gráfico y visual; lo textual, también.
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—Hablemos un poquito de tu trabajo en Fondo de Cultura Económica. ¿Cómo es editar en una editorial tan emblemática de Argentina y América Latina, que tiene en su catálogo autores como Oliver Jeffers, Isol (Marisol Misenta), Juan VIlloro, Pablo Bernasconi...
—En realidad, yo vivo de prestigios ajenos [risas]. El área de infantiles y jóvenes de la editorial tiene cerca de 30, 35 años. Fue obra de Daniel Goldin, una persona fuera de serie, en todo sentido, que impuso una mirada sobre los libros de niños y jóvenes diferente a la que circulaba. Porque libros buenos hubo siempre... pero un catálogo implica una concepción sostenida: un estilo, una calidad, unos preceptos; fijás un marco y lo cumplís. Y en el caso de Fondo, el marco es: que el libro busque el formato que precisa para esa historia que se está contando. Estos son nuestros museos portátiles. Entonces tiene que haber estilos plásticos diferentes, no pueden todos los ilustradores ser parecidos. La vida no es toda pareja... ¿Cómo va a ser el arte todo parejo? Lo mismo en relación con los textos: entran todos los temas. Lo que no entra: es el discurso antidemocrático o el libro de “recetas” que te dice lo que tenés que pensar.