Los libros de Fernanda García Lao son siempre incómodos. Ese adjetivo, de hecho, suele ser la mejor manera de explicarlos. Son cuentos y novelas incómodas: textos en donde lo siniestro que se agazapa en lo cotidiano salta a la luz y provoca un cambio, una subversión de la realidad.
“Si el arte no incomoda es un poco inútil”, dice la escritora, y parecería que esta idea es una de las que rigen de su narrativa. Para demostrarlo, alcanza con mencionar algunos títulos de su muy profusa obra: Muerta de hambre (que recibió el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes), La perfecta otra cosa (ganadora del Tercer Premio Cortázar), Nación vacuna. También escribió junto a Guillermo Saccomanno el falso epistolario erótico-romántico Amor invertido, que está en proceso de convertirse en podcast con las actuaciones de Valeria Lois y Javier Lorenzo, y Los que vienen de la noche. Todos son libros incómodos.
Ahora, como contenido exclusivo para la plataforma Leamos.com, García Lao ha publicado Ardillas de Jáuregui, un texto breve muy provocador. Narrado en primera persona por una adolescente que recibe una ardilla como regalo de Navidad, la historia podría ser una suerte de “novela de aprendizaje” al borde de lo perverso, donde ella, al tiempo que se aleja de unos padres fantasmagóricamente presentes, se deja seducir por un primo del campo que la introduce en el mundo del erotismo y la adultez.
“Me interesaba descubrir algunos tabús familiares en relación al deseo”, dice García Lao en diálogo con Infobae a través de Zoom, “como también a la gente trasplantada que ha venido a la capital y perdió cierto sentido de la naturaleza y cómo esa naturaleza irrumpe desde lo erótico. Además, me preguntaba sobre la maternidad. Pero no me hago esas preguntas previamente. Si no, sería como escribir sobre un esquema y no tendría nada para descubrir. Desconfío del proyecto antes de sentarme a escribir. Yo tenía la imagen de una adolescente amamantando a una ardilla y a partir de esa imagen empecé a preguntarme cómo llegó la ardilla hasta ahí, quién era ella, cómo habilitar ese encuentro sin que resultara forzado”.
—¿De dónde traés esa imagen?
—La verdad que no lo recuerdo. Yo soy bastante lectora de Wilcock y de sus monstruos; de Marosa Di Giorgio y sus metamorfosis. Ahí hay un territorio, que es el de pervertir cierto estado de aparente normalidad. Como lectora me interesa también otro tipo de escrituras, pero no me nace el relato en los márgenes del realismo o de la verosimilitud. Tampoco en los márgenes de la identificación. ¿Quién se puede identificar con esta muchacha? Yo creo que si te identificás con el protagonista de una historia es porque estás leyendo algo un poco atrasado.
—¿Lo atrasado es lo escrito o lo leído?
—Lo que está atrasado es la idea, en el sentido de que ya ha sido pensada previamente. Ricardo Bartís decía que si la gente aplaudía demasiado en el estreno de una obra, la obra había fracasado porque ya estaba aceptada social o cultural o estéticamente. Se la podía ordenar dentro de un esquema previo.
—Qué difícil la vanguardia.
—La voluntad es instalar algo que toque alguna esfera de lo prohibido o de lo no previsto. Yo soy la primera que se sorprende frente a estas irrupciones, que también tienen un origen en mis primeras lecturas surrealistas. Está el permiso de embarazar el consciente de algunas penumbras que acontecen en el inconsciente; me gusta rescatarlas y ponerlas en evidencia.
—Pasaron quince años desde la publicación de Muertas de hambre. ¿Cómo se hace para seguir adelantándose a la idea?
—Yo fui la primera sorprendida de que esa novela ganara el premio del Fondo Nacional de las Artes. Pero, pensándola hoy, estaba trabajando con algunas ideas que son casi como la conversación recurrente de estos días en relación a los discursos del cuerpo, la incomodidad y la inconformidad con el rol asignado al cuerpo femenino. Era una crítica a las formas y a las ideas que irradian esas formas, pero con bastante irreverencia. Al principio hubo malos entendidos y en alguna radio me preguntaron sobre la obesidad como si yo fuera una experta. O si yo era gorda. O si era una autobiografía. Lo cierto es que yo soy bastante la protagonista, María Bernabé, pero mentalmente. Ella es una muchacha punk y había una anarquía en su comportamiento que yo sentía bastante próximo. Cuando uno se despreocupa de ser original y simplemente es fiel a lo que piensa, sucede que se adelanta a sí mismo. No soy ensayista y en todo caso tampoco me interesa hacer ese trabajo, pero alcanzo las ideas a partir de la escritura. Hay mucha fidelidad a mi deseo cuando escribo.
—¿Cómo es ese deseo?
—Primero, debo sentir la necesidad de continuar. El deseo es como el hambre. Se me aparece y no termino de entender qué tocó. Hay un vínculo entre lo que escribo y mi cabeza. No es que voy a buscar un tema ni tampoco que el tema me busque a mí: lo que encuentro son cuerpos y voces y después les imagino un contexto y un procedimiento de escritura y un punto de vista y los agito. Es como un encantamiento. Es el deseo, es la necesidad de saber. Y hay una voluntad de poner en cuestión el lugar, la lengua, las creencias, las lecturas.
Hay mucho narrador que se pasa a dramaturgo y tiene la necesidad de decir de más. Los personajes hablan y entonces los tenés que sentar porque el actor se cansa de estar parado. Yo odio el teatro textual.
—Una característica de tus libros es la brevedad filosa de las oraciones. Tu libro de cuentos se llama Cómo usar un cuchillo y uno piensa que en realidad es Cómo usar las palabras como un cuchillo. En Ardillas de Jáuregui las oraciones son breves, casi sin subordinadas. ¿Por qué la intención de adelgazar al máximo la palabra y la oración?
—Ardillas de Jáuregui es casi una obra de teatro. Están las escenas, que son los momentos numerados. Hay elipsis, no se explica qué pasa entre un momento y el siguiente. Todo lo que sucede está claramente anclado en un paisaje, en un lugar de la casa. Todo acontece en un departamentito. Lo que viene a interrumpir la monotonía de estos personajes es la animalidad de la ardilla y el deseo del primo, como algo desbocado. Yo trabajo con la impunidad de la primera persona y con la impunidad de cierta carencia. Cuando doy taller siempre digo que somos latinoamericanos, no podemos hacer una superproducción. La síntesis también viene de la poesía, pero también del teatro. Hay mucho narrador que se pasa a dramaturgo y tiene la necesidad de decir de más. Los personajes hablan y entonces los tenés que sentar porque el actor se cansa de estar parado. Yo odio el teatro textual. El teatro es una combinación de cuerpo, espacio y voluntad de molestar. Porque, en definitiva, el teatro es molesto. Y por otro lado es estar sin red: el actor puede morir en el medio de una frase, entonces hagámoslas cortas.
—Hay un verso de Fabián Casas que dice: “Todo lo que se pudre forma una familia”. Ese verso después lo tomó Ariana Harwicz en Matate amor. Yo creo que se puede armar una familia entre Casas, Harwicz y García Lao. Una familia...
—¡Disfuncional!
—… con ciertas proximidades. Quería preguntarte qué te propone esa frase.
—Qué triángulo curioso armaste. Es interesante. Prácticamente en todos mis cuentos aparece la dificultad de lo familiar. Básicamente ahí está lo siniestro, aparte de lo doméstico. El horror domiciliario. Pero la putrefacción me hace pensar en Baudelaire y la carroña. A mí me interesa encontrar belleza en la putrefacción. A veces pasa.
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