Nueve años atrás, Cecilia Fanti era atropellada en la calle, un accidente que la tuvo más de un mes internada con pronóstico reservado. De aquella experiencia le quedó una columna de titanio y una novela íntima, sensible, bellísima: La chica del milagro (Rosa Iceberg) es una autoficción que da cuenta de lo inverosímil —y prodigioso— que es seguir vivo, con deseos, con futuro.
Poco después, ese futuro llegó con un hijo y un nuevo —y otra vez hermoso— libro: A esta hora de la noche, que salió por la misma editorial, es una suerte de continuación involuntaria de La chica del milagro. Apoyada en la autoficción, Fanti ingresa en una tradición que podría definirse como “literatura de la maternidad”, un universo en el que también se pueden mencionar a Matate, amor, de Ariana Harwicz, Estás muy callada hoy, de Ana Navajas, Los abismos, de Pilar Quintana, entre otros títulos.
En un nuevo encuentro de Experiencia Leamos, el ciclo que la plataforma Leamos.com organiza como beneficio exclusivo para sus suscriptores, Cecilia Fanti habló de sus dos libros.
—A esta hora de la noche cuenta tu embarazo, pero también es un relato que plantea al embarazo desde un perfil político. ¿Por qué?
—Escribí la novela tratando de resolver ciertos dilemas, conflictos, incomodidades que tenía. Nadie habla de los recursos que hay que disponer para maternar con comodidad en una sociedad como esta de largas jornadas laborales, de inflación creciente. Ni tampoco de las necesidades del bebé: desde la leche de fórmula a los pañales, una prepaga, las vacunas. ¿Por qué no lo hablamos? Se dice que el elemento más olvidado de los feminismos es la maternidad. Vivimos en una época de hiperconectividad donde todo es demanda, pero no hablamos de los recursos que tenemos que disponer para que sea efectivo y concreto y real. Obviamente hablo de recursos monetarios, pero también simbólicos. Si en La chica del milagro, la narradora estaba en manos de la ciencia y se entregaba a los médicos porque, en algún punto, eran su única promesa de salvación, en A esta hora de la noche la protagonista se enfrenta a eso. La escena en que le dice al anestesiólogo que de ninguna manera va a someterse a una anestesia general es la de una mujer haciendo valer su derecho de parir como quiere y como le aseguraron que era seguro. Por eso, los libros son de dos momentos distintos.
—Son momentos distintos no sólo sociales sino también personales: la protagonista de La chica del milagro es una hija, mientras que la de A esta hora de la noche se convierte en madre en el momento en que pierde a la suya.
—Hay algo de pasaje. Pensando las narrativas en continuidad, en La chica del milagro hay una pregunta por la maternidad porque a la protagonista la alojan en el piso de la maternidad y el interrogante es: ¿querré?, ¿podré? En A esta hora de la noche se da un despliegue que, en algún punto, es cómo reaccionan los cuerpos al dolor, como reacciona un cuerpo al duelo. Cómo lo que se sigue moviendo sigue engendrando.
Escribía porque si no me iba a volver loca
—La protagonista de A esta hora de la noche tiene algo de Jo March. En el sentido de que en Mujercitas, Jo le dice a un pretendiente que no se va a casar nunca y luego conoce al amor de su vida, y aquí Cecilia le dice a un novio que no va a ser nunca madre, pero sí lo es.
—El primer texto de A esta hora de la noche es el que se llama “Pedro no se duerme”. Escribía porque si no me iba a volver loca. Eran noches eternas de no dormir o de despertarme cada tres horas. El bebé pedía teta, tenía cólicos, tenía reflujo, tenía cosas que tienen los bebés. En la primera parte de la producción del libro, la escritura está muy pegada a ese puro presente que es la maternidad. Yo escribo de una manera que es un poco desprolija: empiezo a escribir y después hago un trabajo de montaje y veo cómo se ordenan los textos y qué agujeros narrativos quedan en la historia. Cuando empecé a releer los textos, apareció otra dimensión, que era la del pasado y la de la infancia. Y que también era la de mi futuro, porque mi futuro más cercano es la infancia de mi hijo. Esa dimensión me permitió recuperar una serie de elementos como la imagen de aquel novio y de la crueldad de la juventud. Apareció esa dimensión y ese recuerdo muy pregnante: “para ser mi mamá no quiero ser madre”. Todavía me estoy amigando con la idea de madre que puedo ser o que soy.
—En La chica del milagro, ella, que está en la cama del hospital casi sin poder moverse, masturba al novio. Me hizo acordar a una escena de Elizabeth Costello, de Coetzee, donde Elizabeth masturba a un viejo en un hospital. Pero, en todo caso, la pregunta es, al trabajar con tu propia vida como material, cómo hacés el recorte para armar un relato literario.
—Me acuerdo que cuando le di el texto a Marina Yuszczuk, ella me dijo: “Acá falta el cuerpo del otro; hay una pareja joven y acá no la veo”. Esa devolución hizo que me preguntara si yo realmente quería que no tuviera eso el libro o si me estaba haciendo la boluda. Me daba pudor vampirizar la vida propia —y, por lo tanto, la vida de los demás—, pero con pudor no se puede escribir. A la hora de escribir hay que darle una patada al pudor y avanzar. Con pudor no se puede escribir el cuerpo, la vitalidad, ni siquiera la muerte. Pensé en todas esas lecturas y esa literatura que a uno, por momentos, por explícita, lo pone incómodo: Lolita, El lector, Elizabeth Costello. Donde hay una construcción del cuerpo, la sexualidad, el encuentro y, habiendo pasado esa barrera, ahí dije: “Bueno, sí, puedo hacerlo”.
—No se puede escribir con pudor y podés contar una escena en la que interviene una expareja en La chica del milagro. Pero ¿cómo entra tu marido en A esta hora de la noche?
—Son los riesgos de estar casado con una escritora. En la novela, la figura del padre de Pedro aparece un poco desdibujada, porque creo que así funciona el sistema tal como está pensado. En ese sentido, habiendo leído El nudo materno, de Jane Lazzare, que es una reflexión muy lúcida alrededor de qué es lo que pasa en una pareja con la llegada de un hijo, me parecía interesante pensar en esos primeros meses en los cuales la carga, en un porcentaje altísimo, está puesto sobre la madre. Por ahora no tengo quejas de mi marido, si esa es tu pregunta.
Toda la vida nos mandaron a lavar, a planchar, a cocinar, y ahora, cuando escribimos desde adentro de la casa, quieren que escribamos de otra cosa. ¿Ni siquiera podemos escribir sobre lo que queremos?
—Si ninguno de los libros actuales que abordan la maternidad la toman como el modelo clásico de abnegación y felicidad, ¿por qué todavía se la considera de esa manera?
—Hay ciertos silencios históricos y cierta forma de que “callada te ves mejor”. Hay un libro de Anna Stabironets que salió hace poquito y se llama Tienes que mirar. Es la narración de un embarazo donde la vida del feto es incompatible extrauterinamente y ella tiene que hacerse un aborto tardío en Rusia. Habla del sistema soviético, de cómo los hombres quedan afuera de eso y ya no te va a querer si perdés a su hijo, y de cómo las mamis en batón rosa la miran como si fuera contagiosa. Hay algo que se lee como desobediencia. Pero ya Natalia Ginzburg hablaba del capitalismo, de los grandes valores y las pequeñas virtudes, y cómo a los hijos había que educarlos en las pequeñas virtudes. Me enoja mucho cuando critican a la autoficción femenina y cómo las mujeres empezamos a poner nuestras “viditas” en la literatura. Toda la vida nos mandaron a lavar, a planchar, a cocinar, y ahora, cuando escribimos desde adentro de la casa, quieren que escribamos de otra cosa. ¿Ni siquiera podemos escribir sobre lo que queremos? ¿Ni siquiera podemos escribir sobre nuestras madres, nuestras abuelas, de lo que viene como mandato, como legado, como léxico familiar?
—La pregunta por el cuarto propio sigue siendo una cuestión eminentemente femenina. ¿Cómo es un cuarto propio en el 2021?
—Exactamente igual que antes, solamente que quizás con un poquito más de calefacción. Ni te diría con menos miedo, porque en el siglo XX estaba la guerra y ahora hay una pandemia. Hay algo que hice últimamente, que lo hice mucho, que es escribir mentalmente. Lo tenés en la mente y cuando te sentás la historia surge. Me cuesta encontrar los momentos para escribir y cuando lo hago es porque me levanto más temprano o me acuesto más tarde. Mi cuarto propio empieza en el momento en que mi hijo se queda dormido y finaliza cualquier situación de cena. Ahí tengo que elegir a qué le presto atención: o escribo o leo un rato —para mí leer es un poco escribir— o tengo un tiempo completamente ocioso. Es complicado, es más lento, pero también es más real. Me encantaría ser un hombre que se puede ir a Berlín un año y medio para escribir un libro. Me encantaría, sería súper productivo. Pero esa no es mi vida. Escribo en los intervalos que me permite mi vida y me gusta. Porque ahí hay algo que es único verdaderamente mío. Es mi espacio y es un tiempo conmigo misma. Todo lo demás se apaga y lo único que crece es esa historia.
Es muy difícil pensarse hoy por hoy como mujer por fuera de un movimiento que nos consiguió todos los derechos
—¿Se puede decir que la literatura de maternidad es literatura feminista?
—Hay un despertar de la fuerza. Es una pregunta que me hago cada vez más. Al principio decías que la literatura siempre tiene una dimensión política. ¿Qué hago yo con los privilegio de los que dispongo? ¿Qué hago yo con el privilegio de poder sentarme a escribir? La literatura de maternidad visibiliza una serie de contradicciones, una postura y una realidad que, en mí, no es la realidad de la mami de Nordelta que cosecha su espinaca. Y si esa literatura fuera de la mami de Nordelta, también me parece interesante conocer qué preguntas se hace. Es muy difícil pensarse hoy por hoy como mujer por fuera de un movimiento que nos consiguió todos los derechos.
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