Se pueden decir muchas cosas de Estás muy callada hoy, la novela de Ana Navajas (Rosa Iceberg), y eso, en principio, significa que es una gran novela. Se la puede tomar desde el género de autoficción, de la crisis de pareja, desde de la discusión acerca de la maternidad; y en este punto cómo hace sistema con otras historias, como Matate Amor, de Ariana Harwicz, Distancia de rescate, de Samanta Schweblin, Transradio, de Maru Leonhard. Estás muy callada hoy también da cuenta de cómo los grandes relatos ya no conmueven tanto como las tragedias íntimas.
La escritora Ana Navajas estuvo en Experiencia Leamos, el ciclo que la plataforma Leamos.com organiza como beneficio exclusivo para sus suscriptores, y habló con Patricio Zunini de su novela. Aquí algunos pasajes del encuentro, que puede verse completo en el sitio de Experiencia Leamos.
La novela comienza con la protagonista —que se llama Ana y que se parece mucho a la autora—en el entierro de la madre. Pero la madre había pedido ser cremada. “La verdad que no fui tan consciente de esa transgresión”, dijo Navajas. “Me interesa lo que incomoda un poquito, lo que no es tan políticamente correcto. Me interesa lo que pasa en la vida real: los diálogos que escucho en una vereda, en un bar, en un colectivo, en un avión. Todos esos retazos de conversación me inspiran. El libro se armó de a pedacitos en los que fui registrando cosas que me provocaban escribir. Después, evidentemente funcionan en la lectura, porque me di cuenta que eso mismo que a me llamó la atención le llamó la atención al otro”.
—Con la muerte de la madre y la fuerte presencia de los hijos, un tema que se impone en la novela es la maternidad, que está abordado de una manera, por decirlo así, rara.
—Traté de ser bastante honesta en el libro. Las poses no funcionan. Es gracioso que mucha gente me dice “A ese personaje no le gusta ser madre”. Y otros dicen “A ese personaje le encanta ser madre”. Y son las dos cosas. A veces detesto ser madre y muchas otras me encanta. Todas las madres —y los padres— pasamos por esos lugares. La identidad de madre es la más fuerte que existe y en muchos momentos uno necesita correrse de ese lugar y ser otra cosa. Traté de hablar de eso con honestidad de lo que pude registrar en mí y en maternidades que me rodean. Ni hacer una oda a la maternidad ni tampoco ser una hater de la maternidad: ser madre hoy.
—La figura del hijo menor tiene mucha más presencia que la del marido. De hecho, Si bien el marido es un personaje importante de la novela, es un poco más fantasmático.
—El marido no tiene nombre. El marido es “el marido”. Esa es un decisión crucial al momento de definir y delinear a los personajes. Decidí que los nombres fueran solamente los de los hijos y de algún personaje eventual, pero después los hermanos son los hermanos, el padre es el padre y el marido es el marido: son satelitales a la historia. Voy a entrar en un tema que odio, que es el de la autoficción, porque me infértil hablar de eso. Los personajes fueron tratados como personajes. Las decisiones fueron narrativas en función del texto. Todos los parlamentos de los personajes fueron minuciosamente seleccionados, forzados, manipulados, omitidos. Me inspiro en lo que rodea; de hecho, durante mucho tiempo pensé que no iba a poder ser escritora, porque no podía imaginarme una historia en el África o en esos lugares que leía cuando era chica. Hasta que descubrí que observar, escuchar, mirar, te da la materia prima para contar lo que quieras. El punto en el que se transforma en literatura es la manera en la que uno lo escribe. Con esto no quiero decir que escribo literatura, pero sí que intento escribir literatura.
—¿Por qué nos convocan tanto las tragedias íntimas?
—Es la épica de lo íntimo, de lo cotidiano. No es nuevo. Yo soy muy fan de Natalia Ginzburg y todos sus libros son épicas de lo íntimo: son historias familiares, de mujeres, de hermanos, de parejas. Son historias domésticas —con todo lo positivo que tiene lo doméstico—. El interés no es solo en la literatura; también en el cine, en las series. Es un aire de época. Que también es peligroso, porque las cosas que van tan bien con una época quedan viejas rapidísimo.
—¿Se puede contar la maternidad desde un lugar que no sea íntimo?
—Yo creo que sí, aunque no creo que sea tan elocuente. Porque hay cosas que solo las podés mostrar o universalizar a partir de una experiencia puntual. Volviendo a Natalia Ginzburg, que nunca fue contemporánea mía, que escribió en otro continente: por qué me convocan tanto esos problemas, esas preocupaciones, esas historias, esas infancias. Creo que atraviesan las problemáticas universales y ese es el truco de la buena literatura.
—La protagonista está muy callada, pero a la vez escribe mucho: ¿qué representa la literatura es qué respecto de ese silencio de la voz?
—Si uno está hablando, no presta atención. Si uno está callado, está mirando, está escuchando, está pensando y todo eso sirve para escribir. Si uno habla no escucha al otro. Tenés que estar callado y realmente atento para tener un buen diálogo, para escuchar lo que te están diciendo. Para procesarlo y devolver algo que tenga sentido y que no sea algo prehecho que vos ya sabías que ibas a contestar antes de escuchar al otro. Para escribir es lo mismo. Si tenés ruido, aunque sea mental, no podés registrar. Y el registro es clave: los tonos de voz, las formas de vestir, el pelo, los gestos, las conversaciones los paisajes, los cambios en el clima de la ciudad y el campo. Todo se puede recrear en el papel.
—La novela comienza con el entierro y termina con una resolución de una crisis. Como si fuera un paréntesis que se abre y se cierra. ¿La escritura también es una manera de resolver una crisis o, porque se supera una crisis, se puede escribir?
—Yo creo que la aparente resolución de la crisis a lo largo del libro es una puesta en escena del acto de escribir. Es un elemento narrativo más que tomé para esa especie de ficción. Es como el viaje del personaje. Es un artificio. Escribo este libro y el personaje se transforma.
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