Pablo Gianera es un intelectual de una erudición desbordante. Autor de, entre otros títulos, Formas frágiles, La música en el grupo Sur y Componer las palabras, podría decirse, parafraseando el prólogo de Borges a La invención de Morel, que no es una imprecisión o una hipérbole calificar sus ensayos de perfectos.
En cada libro propone una visión del arte, de la música y de la poesía, que revela una ética, una estética, una política, una tensión artística que habría pasado desapercibida o, al menos, no lo suficientemente subrayada. Gianera logra algo que, en general, le atribuimos a los clásicos: una cierta sensación de infalibilidad, de que nada de lo que escribe corresponde al azar o la casualidad.
Como Piglia, como Fogwill, como Chitarroni y tantos otros, sostiene la fe en el diálogo como una forma de verdad; sus libros, de hecho, parecen ser conversaciones en donde el lector se ve obligado —o, mejor dicho: invitado, porque aún con sus “opiniones contundentes” cultiva el understatement borgiano— a tomar posición.
En un encuentro de Experiencia Leamos, el ciclo que la plataforma Leamos.com organiza como beneficio exclusivo para sus suscriptores, Pablo Gianera habló con Patricio Zunini de estas obsesiones a las que vuelve cada vez: la función de la crítica, los límites de la experiencia estética, los proyectos de las vanguardias, el futuro del arte.
La entrevista completa puede verse en el sitio de Experiencia Leamos. Publicamos aquí, algunas de las observaciones de Gianera:
Cómo ponerle palabras a eso que no las tiene
Durante mucho tiempo estuve convencido de que la música no necesitaba palabras. El ejercicio de escribir sobre música se vuelve un poco absurdo, por no decir del todo. Pero hay dos cosas que justifican ese absurdo. La primera es que enfrentarse continuamente con algo que uno nunca va a poder resolver —escribir sobre la música—, nos revela la insuficiencia del material con el que trabajamos, que son las palabras: es una especie de lección de humildad. Cuando creemos que con las palabras podemos hacer casi cualquier cosa, hay zonas de la experiencia que son inaccesibles. Podemos acercarnos al enigma o al misterio, pero nunca vamos a poder ir al corazón del misterio o no vamos a poder contar qué es, precisamente porque perdería su condición misteriosa. Al mismo tiempo, sucede que el músico o el compositor o incluso el ejecutante de un instrumento ve las cosas de una manera distinta porque su material es otro. Cada uno encuentra las insuficiencias de su propio material. Y entonces descubrimos que muchos músicos necesitan escribir sobre aquello que hacen. Eso también me dio que pensar que, después de todo, la palabra no necesariamente capitula ante la música. Hay momentos y circunstancias en que se da una feliz unión entre estas dos variedades de la experiencia estética.
La belleza es verdad y la verdad belleza
La verdad no admite demasiada glosa. En ese punto es que lo bello, lo bueno y lo verdadero, como se creía antiguamente, están juntos. Cuando tenés una pieza de música, la verdad es esa pieza de música. No requiere que uno la empiece a descomponer para que entregue su verdad. Y en un poema pasa exactamente lo mismo: el poema se explica a sí mismo, la verdad se explica a sí misma. Es como si uno quisiera separar la predicación de la verdad de la verdad vivida: es imposible, es un modo de impostura. No hablo de impostura en sentido ético sino también en sentido estético. Una obra de arte auténtica es una especie de manifestación de lo verdadero.
Dónde se produce la experiencia
La experiencia de la obra de arte es una relación entre el observador y la obra misma. Quien la hizo queda en un segundo o tercer plano. No estoy hablando de la vieja idea ya apolillada de la muerte del autor, porque no creo en eso. Pero cuando uno se enfrenta con una obra, la relación es con la obra y no con quien la hizo. Porque, además, la obra está cargada de una cantidad de elementos que pueden ser espirituales, estilísticos, etc., de los cuales quien la hizo no tuvo la menor noticia. Nadie que hace algo tiene la perspectiva completa de lo que hizo. Y porque la experiencia estética en cierto modo es histórica. Nosotros no escuchamos una pieza de Bach como la escuchaban los contemporáneos de Bach, del mismo modo que nosotros tampoco vemos una pintura de Giotto como la veían en el trecento. Lamentablemente la experiencia contraria no solamente es contrafáctica sino que es cronológicamente imposible. Sería interesante saber qué pensaría un pintor del trecento de una pintura del siglo XX, pero eso está fuera de nuestro alcance; pertenece a la ficción científica.
La experiencia estética en tiempos de cancelación
Estos acontecimientos, como lo que sucedió con El viento se llevó —y hubo muchos antes también; por ejemplo, hubo varios casos en la ópera que trataron de cambiar personajes que por razones políticas resultaban inconvenientes o, para usar la palabra de moda, incorrectos—, son graves porque no tienen que ver con un tipo de contemplación o una experiencia o un juicio, si no que hay una tentativa de modificarla obra y pretender que diga algo que no dice. Uno no puede hacerse una obra de arte a su medida. En todo caso, si uno quiere corregir o rectificar una obra de arte debería hacer otra que discuta con la anterior. Las dos tentativas me parecen bastante estúpidas. Lo que pasa que la primera es particularmente severa. Si nosotros no nos regimos por el mismo sistemas de valores, no veo por qué eso debería modificar la obra en sí. Es triste que la discusión estética se convierta en una discusión de una política tan poco imaginativa o tan chata.
El fracaso de las vanguardias
Fue un fracaso básicamente político, porque las alianzas que hicieron fracasaron en un caso y en el otro: el futurismo italiano tuvo una alianza con el fachismo que fracasó del mismo modo que la alianza del surrealismo con el Partido Comunista. Este fracasó incluso antes de que fracasara el comunismo como tal porque provocó una división interna en el propio movimiento surrealista. Para decirlo muy brevemente: Aragón quedó del lado de Stalin y Bretón del lado de Trotsky, y eso partió en dos el surrealismo. Por otra parte creo que cuando un artista cualquiera sea empieza a anteponer sus posiciones políticas a su tarea artística es el beso de la muerte. La política es el beso de la muerte del arte. Esto no quiere decir que una obra de arte no sea política; lo es por su configuración formal, pero no por aquello que nos está diciendo de manera evidente, explícita y manifiesta. La idea del artista comprometido, ¿qué trajo consigo? Yo, más que en el artista comprometido creo en el artista responsable. No es exactamente lo mismo. Cuando hablo de responsabilidad hablo de aquello que hablábamos al principio de esta conversación, que es una responsabilidad con la verdad.
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