Por su estilo y su timbre de voz, el cantor de tangos Raúl Berón se convirtió en un heredero natural de Carlos Gardel. Dicen que la primera oportunidad fue con Miguel Caló: le tomó una prueba con “El día que me quieras” y fue tan bueno, que lo incorporó en la orquesta sin importarle que tuviera apenas 19 años. Mucho después, Berón seguiría su camino junto a Aníbal Troilo: para Juan Villegas, autor del ensayo Una estética del pudor, allí alcanzaría un ápice. Y, significativamente, lo hizo desde una interpretación controlada, sin caer en excesos, sabiendo que no hay nada peor para el sentimiento que la sobreactuación.
El cineasta argentino —director de Los suicidas y Las Vegas, entre otras películas— lleva bastante tiempo explorando un nuevo perfil de escritor. Hace pocos meses publicó el interesantísimo Diario de la grieta (Galerna) y este también interesante e íntimo sobre Raúl Berón, que es contenido exclusivo de Leamos.com.
Puede que Berón no haya conseguido la fama de otros cantores, pero el camino del arte no se hace sólo con grandes nombres. De hecho, suelen ser los célebres desconocidos quienes dan los pasos necesarios para continuar creciendo. Berón es un personaje importantísimo en la tradición del tango y así lo ve —lo redescubre— Villegas en su libro, que es, a la vez que una apreciación de la tarea del cantor, una suerte de autobiografía sentimental.
Villegas participó en el ciclo Experiencia Leamos y habló con Patricio Zunini de su nuevo ensayo. El encuentro completo puede verse está disponible para los suscriptores de Leamos; publicamos aquí unos pasajes de la charla.
—¿Qué implica una estética del pudor?
—Descubrí que lo que me gusta del tango es cierto ejercicio del pudor como planteo estético: la idea de no decir todo —o no decirlo a toda voz, para pensarlo musicalmente—. Creo que es una tradición que Gardel convierte en un estilo y que Raúl Berón, un cantor no tan conocido, es su principal continuador. Berón lo lleva a tal extremo que prácticamente no pudo haber luego una evolución posible desde el canto. Es una tesis que también sostienen Rafael Filippelli y Federico Monjeau en un artículo que publicaron en Punto de vista hace años. Yo reconozco ese mismo ejercicio del pudor en la literatura de Borges, en ese gusto por no decir las cosas o decirlas lateralmente. En considerar al énfasis como un vicio en la escritura. El énfasis en la música también me repele. Gardel, Troilo y Berón, de alguna manera, ellos sintetizan lo que me gusta del tango. Berón, termina cantando con Troilo entre el 50 y el 55, ya en una época en que el tango estaba haciendo su momento de repliegue, pero, también por eso, llega a un momento de mucha sofisticación.
—¿Borges habilita la zona del pudor?
—En el libro cito la famosa escena de “El sur”: la forma en que Juan Dahlmann tiene un accidente, que remite a un accidente del propio Borges, y es genial cómo lo narra. Es un ejemplo de ese ejercicio del pudor.
—Hablamos de música y literatura: ¿buscás eso mismo en el cine?
—Mi cineasta favorito, diría que es John Ford, que también ejercía ese gusto por el pudor, por no decir las cosas directamente. Lo hacía con esa distancia que se manifestaba en la cámara. Cuando los personajes estaban en un momento emotivo, alejaba la cámara o mostraba la escena medio de costado. Como si dijera que ese es un problema de los personajes y él no se mete. Al contrario de muchos otros cineastas que se meten adentro y que terminan generando un efecto contrario a la emoción posible.
—La cuestión autobiográfica irrumpe desde el comienzo en un ensayo sobre un músico y cambia el eje de la lectura.
—Me di cuenta de que el libro está repleto de figuras paternas. No precisamente mi padre, que está como ausente, pero esa ausencia también es una presencia. Hasta podríamos incluir al propio Borges como una. Estos últimos años empecé a hacer un ejercicio de reflexión sobre mi propia vida. Siempre me gustó escribir, pero la escritura estaba siempre relacionada al cine: a la escritura de guiones, de crítica de cine. Hace dos años empecé a escribir independientemente del cine —aunque está presente porque es algo que me atraviesa como profesión— y empezó a surgir la cuestión autobiográfica y la necesidad de reflexionar sobre mi propia vida y mi pasado. Recién ahora, con la escritura, estoy llegando a algo más íntimo y más personal que no sé si con el cine me he animado a hacer. Igual, creo que el libro trasciende la mirada autobiográfica. Es un libro sobre cómo se construye el gusto. Que se construye medio azarosamente o no; es algo que se elige, pero a la vez se construye por cuestiones biográficas, íntimas, psicológicas, por los referentes que aparecen en un momento de tu vida. Me interesa mucho.
—¿Quintín y Monjeau son dos figuras paternas?
—Quintín y, sobre todo, Rafael Filippelli. Es con quien me siento más cómodo hablando de tango. Me gusta el prólogo de Quintín porque incluso hasta se atreve a corregir algunas ideas que, pensándolas después, posiblemente él tenga razón. Él ve al libro como una forma de hacer casi una reflexión política, porque ve el retrato de un país en el que se podían hablar las diferencias sin que fuéramos enemigos. Me llamó la atención esa mirada porque, salvo alguna mención al vínculo con el peronismo durante mi adolescencia —una especie de rebelión frente a mi familia antiperonista—, no es un libro sobre política. Aunque siempre esté dando vueltas, porque hago una reflexión sobre mi formación del gusto, y es inevitable que aparezca atravesada por el momento del país.
—Pero aparece el contexto social.
—Aparece el contexto social y el contexto político. El libro no llega tan a fondo con eso, pero posiblemente se podría pensar qué pasó con el tango en relación a la Argentina: por qué perdió el lugar de preponderancia cultural. Y hubo varias cuestiones que tienen que ver. En el libro hablo de cómo el tango hegemónico de la época estaba representado por Grandes valores del tango, un programa de televisión que era muy horrible como para pensar un lugar desde donde se podría identificar un adolescente. Pero al mismo tiempo reivindico a otra gente, en especial de la radio: a Carrizo y a Larrea y, sobre todo, a Dolina. Gente que podía explicar el tango, difundir el tango y poner el tango de manera que ahí sí un adolescente pudiera sentirse identificado. Sobre todo, Dolina, que, en mi adolescencia, fue un fenómeno de “trasvasamiento generacional”. Eran personas que te enseñaban desde la radio: no solo pasaban los tangos sino que los ponían en contexto, te explicaban quién era el cantor, por qué cantaba así, cómo era la letra en relación a otras. Ese era el lugar de un aprendizaje y de un cruce generacional.
—En el libro contás también la escena del asado de los domingos. Yo me acordé de mi papá, que durante la semana escuchaba a los Beatles y a Pink Floyd, pero ahí hablaba de tangos con mi abuelo.
—Claro, es que podía convivir el gusto por distintos géneros musicales. Creo que estamos en un momento donde eso vuelve a ser posible. Yo lo reivindico. Si tuviera que decir cuál es la música que más escucho y me gusta: el tango. Pero no es la única que escucho. Para nada. No es el único género que escucho. Puedo disfrutar prácticamente todos los géneros. Mi papá murió cuando yo tenía 4 años y el que hacía los asados era mi abuelo. Para mí, eso representaba un lugar donde podía estar acompañando a otra generación. Era alguien con quien aprendía muchísimo. Es algo rico y que hay que sostener.
—¿Cómo convive el tango, que es una música tan argentina —o que por lo menos se la presenta tan argentina— con su alcance internacional?
—Es interesante ir en contra de la idea del tango como la representación de la argentinidad. El tango sigue siendo algo que de alguna manera representa a la Argentina, pero representa más a la Argentina que a la argentinidad. La idea que representa la argentinidad es algo que rechazo; propone que hay otras cosas que son de la Argentina y que no la representarían. En cierto sentido, soy totalmente antinacionalista. Pero creo que el tango es el producto cultural más importante que creó la Argentina junto con Borges. Y, si incluimos al fútbol como producto cultural: Gardel, Borges y Riquelme. Hace poco revisé una película de Aki Kaurismäki, que se llama Contraté a un asesino a sueldo: la música es de Billie Holiday, Joe Strummer y Gardel. Son tres artistas que admiro mucho, pero, más allá de eso, funcionan muy bien. Se amalgaman muy bien. Paradójicamente, yo creo que, como argentinos, nos cuesta mucho poner un tango de Gardel en una película argentina, porque hay algo ahí que está como subrayado. Está tan relacionado que queda medio empalagoso. Pero en una película de afuera, te das cuenta de lo grande que es.
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