Escritor, poeta, actor, Julián López es una de las personalidades más relevantes de la literatura actual. Con novelas como Una muchacha muy bella (Eterna Cadencia) y La ilusión de los mamíferos (Mondadori) puso en palabras la relación entre la belleza y el dolor. Sus libros indagan las relaciones personales, el amor, la condición de ser hijo, la presencia de la ciudad. Hace pocos meses publicó Meteoro, un hermoso libro en el que aborda esos temas desde la poesía.
Invitado en Experiencia Leamos, el ciclo que la plataforma Leamos.com organiza como beneficio exclusivo para sus suscriptores, López habló con Patricio Zunini de sus búsquedas e intenciones, de su manera de entender la escritura y la literatura, del recorrido que ha hecho como autor —en el que no oculta un compromiso político, pero que no olvida que la literatura es un canal por el que se expresa el arte—.
La entrevista completa puede verse desde la web de Experiencia Leamos; publicamos aquí un fragmento.
—La belleza aparece ya en el título de tu primera novela. Pero, ¿cómo se habla de la belleza y cómo esa belleza puede ser también el pasaje para hablar el dolor?
—Mirá qué casualidad, justo un ratito antes de entrar a charlar con vos, vi que alguien había posteado una canción de Eduardo Aute, que para mí fue alguien muy importante, que se llama “La belleza”. Volví a escucharla después de que él se muriera. La belleza tiene mucho que ver con el dolor, porque, por lo menos en mi experiencia, la belleza te pone en el lugar de la contemplación y la contemplación te pone en el lugar de la separación. Vos contemplás aquello que está por fuera de vos. Después podés integrarlo y entender que vos participás de ese río, de ese fluir. Pero, por lo menos en mi experiencia, la belleza fue algo a lo que yo me asomaba. En ese sentido, belleza y dolor son territorios colindantes.
—¿La belleza es un horizonte de llegada?
—Sin dudas. El tema es qué implicancias tiene la idea de horizonte en la parábola de una persona. Cuando sos joven creés que el horizonte es un lugar al que llegar y cuando envejecés empezás a percibir que el horizonte es una manera de estar en el mundo. Que no se llega, que se está. Siempre me impacta la definición del agujero negro que dice que es un horizonte de sucesos. Es el borde, el último borde de la experiencia material.
—Siento a La ilusión de los mamíferos como un libro cercano Manuel Puig. ¿Fue una influencia para vos?
—Puig es una figura magnífica y su literatura es fuente inacabable de alegría. Puig hace una cosa muy curiosa, muy vital, con el dolor y la escritura. Yo creo que mi escritura es más melancólica. Tiene raigambre en otras escrituras. Ojalá Puig fuera una familia posible, me parece una pretensión absolutamente descarada.
—Melancolía y melodrama no están tan vinculados.
—Yo no los veo demasiados vinculados, sobre todo en el ejemplo que traés.
—La casa rota es una metáfora que mencionás en Una muchacha muy bella, pero que uno puede ver en los otros libros también. ¿Qué es una casa rota?
—Escribí las novelas bajo el paradigma del cual traté paradojalmente de escaparme y de quedarme, que es el del buen hijo. Le escribí una novela a mi mamá —no es la historia de mi mamá— y, después, me vi obligado a compensar y le escribí una novela a mi papá —tampoco es la historia de mi papá—. Creo que la idea de rotura de la casa es inherente a la casa. No hay ninguna casa que no esté rota. Uno viene a habitar la herida, dicen. La herida no es un horizonte, es el evento de estar vivo. Por tanto, el reconocimiento de la casa propia —¡ojalá alguna vez podamos tener una casa propia!—, es el reconocimiento de la herida propia.
—Me hacés acordar una frase de Lacan, que voy a citar mal, y es que lo importante de la herida es la cicatriz.
—Me interesa la cicatriz, porque la herida es tan inmaterial como casi todo lo importante en la vida. La cicatriz es cómo encarnamos eso. Además, está ese afán tan alocado de querer ocultarla, porque la cicatriz es el testimonio de la herida.
—Entre la herida y la cicatriz, ¿cómo entra la literatura?
—Me cuesta hablar en términos de literatura, honestamente. Sí puedo hablar de escritura, porque es lo que hago. La escritura, como cualquier actividad a la que no podés resistirte, es la manera en que uno reflexiona sobre la herida y sobre cómo es vivir. En ese sentido, todo el tiempo estoy pensando en la escritura y estoy padeciendo y gozando la escritura. Para mí, es una herramienta. No creo que haya demasiadas más cosas para hacer que leer y escribir. Hay dos cosas superiores a todo: son cantar y bailar. Eso ya es de otro orden. Los que pueden hacer eso son una especie de semidioses. Para nosotros, nuestra máxima aspiración es leer y escribir.
—Tus novelas son de puertas adentro, pero la ciudad siempre se entromete: la intimidad que se muestra a través de ventanas y balcones, y también la nostalgia por una ciudad que está cambiando.
—Siempre quise escribirle una novela a Buenos Aires. Y cuando encontré La ilusión de los mamíferos dije “¡Es acá!”. Es una historia de puertas adentro con fondo de ciudad de Buenos Aires. La melancolía o la nostalgia por la ciudad que ya no es, es el devenir de todas las ciudades del mundo que se están convirtiendo en plataformas de ofertas de servicio cada vez más específicos, cada vez más satisfactorios, cada vez más plenos. En vez de ciudadanos, la ciudad empieza a necesitar consumidores satisfechos. Si ves dónde ponen la plata los gobiernos municipales, hay cada vez menos espacios verdes y cada vez más construcciones que lo tienen todo y te lo ofrecen todo y te prometen mucho más que ese todo. Eso es contrario a la idea de una ciudad con identidad, con costumbres propias y que viva el presente de su historia. Yo creo que es una tragedia que está ocurriéndole a todas las ciudades del mundo.
—¿Podrías hacer una novela con la Buenos Aires actual?
—Sí, supongo que sí. Sin embargo, es clarísimo que yo estoy muy pregnado por una idea de Buenos Aires que hoy es simplemente melancolía. Por eso en La ilusión de los mamíferos está el bar El Balón, que afortunadamente todavía existe. De alguna manera, esos íconos resisten al arrasamiento de Buenos Aires. Cuando era pibe y podía salir a caminar y caminar y caminar hasta alimentar una nostalgia muy porteña; ahora es difícil que no te distraigas con alguna de las maravillas que te ofrece la hermosa e internacional ciudad de Buenos Aires.
—En la ciudad que ofrece satisfacciones, ¿el dolor está mal visto?
—Pero cómo se podría ser alguien sin dolor. No es posible. Y si está mal visto, todos estamos mal vistos. Tal vez sea una buena manera de contactar con una idea de dolor en términos de comunidad. En este momento tan difícil, en este derrumbamiento, no hay mucha alternativa respecto de la posibilidad de sentir el dolor. De alguna manera, hablando en términos de lo poco que comparto de la vida comunitaria, que ahora casi exclusivamente son las redes sociales, las manifestaciones de dolor tienen que ver con los enconos, con los antagonismos, con el nivel de adicción a la polémica que tenemos.
—¿De qué manera te formó el teatro como escritor?
—Algo que me fascina de actuar es una especie de percepción del terreno. El escenario es el campo en el que se manifiestan los cuerpos y, en ese sentido, siempre me resultó muy revelador cómo circulan los cuerpos: por dónde entran y salen, qué tipo de coreografía hacen cuando están vinculados. Eso claramente te da la percepción de cómo entra un personaje, de la transformación que supone el relato para un personaje y de cómo sale de esa conciencia del relato. El escenario es un lugar increíble, un templador de espíritu para la escritura.
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