Dramaturgo, traductor y director de teatro, Rafael Spregelburd tiene, además, la particularidad de que su cara es conocida, ya que, como actor, lo hemos visto destacarse, entre muchas otras, en El hombre de al lado (Duprat y Cohn), Historias extraordinarias y La Flor (Mariano Llinás), Zama (Lucrecia Martel). Autor prolífico, sus obras se han estrenado en Londres, París, México, Roma y Montevideo (por seleccionar algunas ciudades) y traducido al inglés, alemán, francés, italiano, portugués, polaco, checo, ruso, griego, eslovaco, catalán, neerlandés, croata, turco y sueco. Cultor de los bordes y el cruce entre las artes y las ideas, muchas de sus obras problematizan esos materiales suyos: los del teatro, los de la ideas, y lo performático.
Invitado al ciclo Experiencia Leamos, Rafael Spregelburd conversó sobre El fin de la salud, una comedia delirante que forma parte de un conjunto de obras mayor –El fin de Europa–, que se completa con El fin del arte y El fin de la historia, que se plantean en una zona “pseudoapocalíptica”.
Los siguientes son fragmentos de la entrevista que puede verse completa en el sitio de Experiencia Leamos.
¿Cómo estás llevando este año, la pandemia?
Bueno... estamos como podemos. En este momento, trato de ver el vaso medio lleno. Pero esto que sucede es una catástrofe para el arte, y para el teatro en particular: de esto no hay retorno. Hasta hace unos meses, antes de la pandemia, la discusión que nos preocupaba era si “drama” o “posdrama”, y ahora solo queremos ver gente actuando en el teatro frente al público. Lo malo ya lo sabemos, ahora estoy tratando de dilucidar si –y qué– hay de positivo.
¿Pudiste producir en la cuarentena?
Naturalmente, al principio dudé si debía escribir obras de teatro virtual: esta suerte de experiencias “pseudoteatrales”. Me negué bastante poco, en realidad, quince días [risas]. Al poco tiempo ya estaba escribiendo para un teatro en Suecia que me pidió una pieza para ser actuada en un teatro vacío, filmada, y luego difundida, con la consigna de que fuera escrita en tres días. Me pareció interesante como experimento: se llamó Dejando Midgard. Yo no me hubiera puesto a trabajar con los toscos materiales que nos dejó esta situación, sin embargo, hay que hacerlo; encontrar los límites de la especificidad que hemos elegido. A la semana siguiente estaba escribiendo otra en colaboración, y decidimos incluso actuarla. Son piezas cortas y provisorias, que es lo único que podemos responder en este momento. Tengo otros proyectos, en gateras, para sólo para cuando los teatros reabran. Porque ¿cómo hago yo para escribir una obra, que se estrenaría en un año, si yo no tengo claro a qué humanidad le voy a estar hablando? ¿Saldremos más tontos o fortalecidos? ¿De qué cosas podremos reírnos, y de cuáles no?
¿Cómo fue, entonces, la experiencia de las obras para zoom?
Mi última obra, Pongamos por caso, fue pensada para el FILBA cuando iba a ser presencial, pero tras la cuarentena, se convirtió en una obra audiovisual. En ella intento contarle a la gente que no traduce, de qué se trata el oficio de la traducción. Escuchar la lengua cuando se la traduce. Es también una experiencia performática, una suerte de documental filmado a lo largo de cinco meses con varios traductores de del mundo, sin “continuidad”. ¿Qué me pregunto ahí? Por ejemplo, si en la traducción siempre prima la lengua imperial sobre la otra. En guaraní, por ejemplo, las cosas se cuentan con las manos. Si algo suma más que diez, ellos dicen “muchas”, o “bastante”. Porque ¿existe en realidad una traducción del castellano al guaraní, o es un mero gesto político? En los hechos, nadie va a ir a pedir trabajo hablando guaraní. Detrás de las reglas y la gramática de una lengua, hay sistemas políticos, creencias, formas de apropiarse en el mundo. Solo el esperanto intentó algo diferente: y resultó un disparate y a su vez es algo de una nobleza que no se puede creer.
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