Un viejo chiste dice que, si uno se va veinticinco días de la Argentina, cuando vuelve siente que pasó de todo, pero si vuelve a los veinticinco años todo sigue igual. En la Argentina de 1995, tan distinta y tan parecida a la de hoy, cinco amigos músicos se reunieron y dieron vida a un proyecto que, inspirado en un personaje de Titanes en el Ring, bautizaron Kapanga. Veinticinco años después --si veinte años no son nada, podría decirse que veinticinco sí son mucho--, la banda que canta “Me mata” sigue vivita y coleando, y sus integrantes, más jóvenes que cuando empezaron.
Martín “Mono” Fabio lleva la voz cantante del grupo. Invitado por Experiencia Leamos, el ciclo que la plataforma Leamos.com organiza como beneficio exclusivo para sus suscriptores, el Mono habló con Patricio Zunini de la historia del grupo, de sus expectativas y desafíos, de la manera en que la pandemia hace mella en la industria musical, y hasta se dio el tiempo también para recomendar varios libros: entre ellos, por supuesto, la biografía de Martín Karadagian.
La entrevista completa puede verse en el sitio de Experiencia Leamos. Aquí algunos fragmentos de la charla:
--Algo notable de Kapanga es que en todos los videos vos te estás riendo. No sé si lo notaste.
--Sí, me doy cuenta. Por ahí no tengo una sonrisa plena, pero se nota que me estoy divirtiendo. La risa es una transmisión mutua entre lo que me pasa a mí y lo que le pasa a un montón de personas que nos toman como un símbolo de la alegría, el festejo. Yo también digo que la alegría es para nosotros una forma de resistencia: resistimos a fuerza de alegría. Gran parte de nuestra discografía se basa en el festejo, en la diversión, en el goce de la vida. La primera de nuestras canciones que se dio a conocer fue “El mono relojero”, que es una canción de protesta con un ritmo festivo. Eso es lo que somos: le ponemos un poco de alegría con la música a unas palabras que no dan tanta risa. Tenemos una frase de cabecera que era de Discépolo, que decía que una canción popular es el pensamiento de uno padecido por muchos.
--¿Cómo es la “ingeniería” de un recital? ¿Cómo se hace para que la banda suene sólida y ensamblada pero que a la vez transmita la polenta y la alegría?
--Fuimos aprendiendo. Entre el primero y el último disco hay una diferencia notoria. Desde la ejecución hasta el sonido. Y en el vivo es lo mismo. En los primeros shows, el que hacía el sonido era Mafia, el baterista. Hoy tenemos monitoristas. Es que tocamos mucho en vivo. Hasta antes de la pandemia llevábamos un promedio de entre 80 y 90 shows al año. Eso nos daba poco margen para ensayar. Sólo se ensaya con shows puntuales. Después, como laburamos un montón en fiestas nacionales, provinciales, de pueblos, de ciudades, hay una columna vertebral de siete, ocho o diez canciones y de ahí vamos variándolas. Tenemos shows de treinta minutos, de cuarenta, de cincuenta, hasta de una hora y cuarenta y cinco minutos. Son listas armadas con esos tiempos. En el Cosquín Rock teníamos treinta minutos: hicimos siete canciones. Tocamos 28 minutos y medio. Antes te daban media hora y querías tocar cien temas. Pero entendimos que, a veces, menos es más.
--¿En qué momento de estos veinticinco años pudiste dejar de trabajar y sólo te dedicaste a la música?
--Yo tuve una pizzería en Quilmes tuve veinte años. La tuve hasta hace dos años. El primer disco salió en el 98 y yo trabajaba en la pizzería. Recién dejé de trabajar cuando salió Botánica, nuestro cuarto disco. Después de casi seis años de carrera. Y era todo un tema porque cuando arranqué, mi papá pensaba como pensaban nuestros padres hace años, que algo seguro era mejor que irme de gira a San Bernardo a comer fideos con manteca. Pero yo salía de mi zona de confort. Cuando le dije en el 96 que me iba de gira con los Kapanga, me iba por mi sueño, no para irme de vacaciones. Y hace 22 años no había internet, había que salir con engrudo a pegar afiches, hacer correr el boca a boca, ir a volantear a la salida de los shows. Los primeros años repartíamos volantes y pegábamos afiches. Después, cuando empezamos a ser más conocidos, salíamos de madrugada a pegarlos para que no vieran que éramos nosotros mismos.
--¿Hay una diferencia entre la gente que te escucha por internet y los que van a los recitales?
--Es un poco fantasioso eso. Hay artistas que tienen un montón de seguidores en Instagram y después al show van cincuenta. Spotify es un mundo nuevo donde tenés la discografía de cualquiera a un click, cosa que antes era impensable. Estamos viviendo un cambio tremendo en cuestión musical y en cómo se escucha la música. Está bueno, hay que saber sacar el jugo a las nuevas tecnologías. El otro día, un grupo coreano que hace K-Pop tuvo en diez minutos 35 millones de reproducciones. En diez minutos. Y vos me decís que “El mono relojero” tiene dos millones en veintidós años. Hay algo en lo que que nosotros estamos quedando afuera y no está mal. Hace poco escuchaba una canción de Trueno y decía que son el nuevo rock and roll. Me parece muy bien que los chicos sientan lo que yo pensaba de Kapanga hace veinticinco años. El rock no son solamente Los Redonditos de Ricota y Sumo. El rock es cómo lo vivas y cómo lo sientas. Que un trapero de 18 años diga que es rock, está bien: bienvenida a esa renovación. Tampoco le doy mucha bola a la cantidad de reproducciones en YouTube. Con todo lo que tocamos en vivo no necesito Spotify ni YouTube para saber qué piensa la gente de mi banda.
Los libros del Mono
En el final del encuentro, contó sus libros favoritos: Café, de Nicolás Artusi, como buen Mono eligió dos de “La Mona” Giménez: el de Roberto Mero y la autobiografía, el libro de cuentos Pelota de Papel y la biografía de Martín Karadajian.
--Y también Cita con Videla, de Vanessa Cerone --dijo--. Es una periodista de Quilmes. La conocí cuando trabajaba en la pizzería; ella iba al secundario y cuando salía pasaba a saludar. Empezó a estudiar periodismo y me comentaba que quería hacerle una nota a Videla. Videla no daba notas y ella tendría 17 o 18 años. Y yo le preguntaba: ¿qué te intriga de ese hijo de puta? “Quiero saber qué piensa”. Al tiempo me dejó un borrador. Le tocó el timbre, le dijo que era estudiante de periodismo y Videla le contó un montón de cosas escalofriantes. Que una chica tan joven le haga una nota a semejante nazi, tuvo que tener mucho coraje. Y hace dos años hubo un concurso en la Municipalidad de Quilmes, el libro ganó por unanimidad y Vanessa pudo editarlo. Videla le había puesto como condición:que no se publicara hasta el día que se muera.
Ver la entrevista completa en Experiencia Leamos.
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