Historiador y novelista, la pasión de Federico Lorenz está enmarcada, sobre todo, en su labor docente. Con una larga experiencia en el aula y un interés cada vez más manifiesto por el hecho misterioso que produce la transmisión y apropiación del conocimiento, desde hace años viene pensando su vocación desde lo académico y lo ficcional. El año pasado, por ejemplo, publicó el ensayo Elogio de la docencia donde, con una calidez muy singular, proponía una suerte de autobiografía docente y se preguntaba cómo seguir avivando la llama de la enseñanza.
Lorenz vuelve al secundario, pero ahora desde la narrativa. Komorebi (IndieLibros) es una bellísima novela que sigue los pasos de un profesor de Historia obsesionado con el pedido de un enigmático fantasma adolescente que ronda las mesas de examen del Colegio Nacional Buenos Aires. Con la Eneida y El barón rampante como hermanos mayores, Komorebi es una novela de aprendizaje al revés: no es el chico de campera y buzo verde el que cambia, sino el viejo profesor quien, a medida que penetra en el secreto, entiende su vida y su tarea con otra profundidad. El título, nunca mejor elegido, es una palabra japonesa que se refiere a la luz del sol que se filtra entre las hojas de los árboles.
El Buenos Aires tiene una tradición literaria propia que se remonta a Juvenilia, de Miguel Cané. En los últimos tiempos, Martín Kohan le volvió a dar brillo con Ciencias Morales. Ahora es Lorenz, quien, desde un perfil diferente, vuelve a situarlo como escenario de los interrogantes más esenciales sobre la identidad, el compromiso, la memoria, la amistad, el amor.
Federico Lorenz habló con Grandes Libros de su nueva novela.
—Recuerdo que el primero de tus libros que leí fue Fantasmas de Malvinas. Desde entonces noto a los fantasmas como una recurrencia. ¿Qué te representan?
—Atraviesan mi trabajo. Son compañeros. No les tengo miedo: aprendí a convivir con ellos y permiten pensar la cultura argentina en distintas capas. Literariamente me gustan mucho porque, tomando una idea de John Berger, están en un pliegue donde conviven los vivos y los muertos. Es un pliegue muy vital.
—En un pasaje de la novela se discute sobre cómo los fantasmas de los 70 están más legitimados que el resto. ¿Podrías profundizar esa idea?
—La memoria de los asesinados y desaparecidos de los 70 tiene mucho peso en la historia del colegio; hay que decir que muchas veces es levantada por miembros de la comunidad, no necesariamente por la institución. Esa discusión que se da en la novela participa en otra más amplia. Muchas veces un dolor muy grande no deja lugar para otros, y, sin querer, se fijan ciertos estándares a la hora de relacionarse con el pasado. Eso hace que perdamos de vista la politicidad que pueden tener otras muertes que no sucedieron en los 70. Yo empecé el secundario en el 84 y el recuerdo de los desparecidos era algo omnipresente. Mi ingreso a la política fue en las marchas por los Derechos Humanos de los 80; me siento más que orgulloso de eso. Pero me pregunto cuánto nos hemos quedados pegados a esa discusión, mientras los daños que la desaparición de esas personas facilitó nos siguen afectando y se siguen produciendo.
—¿Es una manera de pensar también cómo los estudiantes hoy en día se relacionan con el pasado y la memoria?
—Pensando en nuestros jóvenes, tenemos que entender que las generaciones nuevas hacen lo que quieren con lo que para nosotros es vital o esencial. Incluso olvidarlo. Puede ser que el énfasis que nosotros ponemos en nuestras propias pérdidas no nos permita prestarles atención a ellos. Ese es un problema importante que no se puede desatender.
—Sobre este choque generacional hablabas también en el ensayo Elogio de la docencia.
—Cuando digo que aprendo de mis estudiantes, lo digo en serio. Hay algo irremplazable en cualquier establecimiento educativo, que es el contacto humano. En ese contacto, hay que entender que las necesidades de las chicas y los chicos tienen que ver con su contemporaneidad y que, a lo mejor, están lejos de nuestros mandatos y de aquello que nosotros entendemos como importante. Pero esa confluencia es súper positiva; es lo que nos mantiene vivos como sociedad. Me gusta muchísimo más la palabra legitimidad que la palabra autoridad. Siempre respeté a aquellos docentes que, estableciendo la distancia que tenía que ver con una experiencia y una formación, tomaban en cuenta lo que yo tenía para hacer y decir. En definitiva, esta novela es una discusión sobre eso.
—Siendo exalumno y actualmente profesor del Colegio Nacional Buenos Aires, sos muy afectuoso con la institución, pero también muy crítico.
—Yo estudié en el Colegio, doy clase en el Colegio y mis hijos fueron, van o van a ir al Colegio. Egresé en el 88 y volví como profesor en 2009. Para bien y para mal, el Nacional te deja una marca muy grande. Pretendo que el para bien sea mucho más grande que el para mal. En todo caso, lo que me interesa confrontar amorosamente en la novela es el peso inercial que tiene, y tratar de entender cómo se traduce esa visión que hay sobre el Nacional, que no necesariamente coincide con lo que sucede adentro. Cuando das clases en un lugar como el Colegio, el peso de la historia es tangible. Es el lugar ideal para problematizar la transmisión, la relaciones entre las generaciones. Pero no creo en los mandatos incuestionables. Por supuesto, tengo mis convicciones y creo que quien sale del colegio tiene un deber social, porque es un privilegio ir por múltiples motivos. Pero a la vez es un privilegio muy costoso en términos personales y eso no se ve. También quería contar eso.
—La novela tiene la estructura de una historia adentro de otra historia: el narrador encuentra el diario del profesor mientras ordena la casa en medio de la cuarentena y el aislamiento. ¿Cómo se lee hoy el aislamiento? ¿Cómo nos construye como personas este momento tan particular?
—Me gustaría decir “cómo nos podría construir”, y eso ya es una respuesta. En el mejor de los casos, estamos forzados a una introspección y, por supuesto, las lecturas que podamos hacer en este momento nos ayudan mucho. Yo voy a cumplir 50 años y hace tiempo que me encuentro volviendo a lecturas —que no es lo mismo que releer— antes que leyendo cosas nuevas. Encuentro libros que siguen siendo faros, como El barón rampante. Pero fundamentalmente encuentro que el aislamiento produce, por lo menos en mí, la necesidad de mantener lazos y construir otros. El aislamiento refuerza la constatación de que somos con los demás. El aislamiento es un gran ataque al ego en una época muy hedonista y muy individualista. Creo que recuperar la grandilocuencia —pero no lo hiperbólico— de imaginar lo colectivo es potencialmente lo mejor de esta situación, que es fea; por supuesto que es fea. Realmente muestra la importancia del lazo. Después habrá que darle una forma estética, política, pero no somos nada sin lazo.
—¿Por qué tomaste la palabra japonesa “komorebi” para una historia de fantasmas?
—Acepté la sugerencia de un gran amigo, una persona muy generosa y culta. Esa palabra es una síntesis de lo que la novela busca transmitir, que es la idea de que, si bien nos parece que vivimos de manera plana, casi como si fuéramos fotografías, todo lo que hacemos tiene muchísima densidad y hay ciertos momentos en donde eso se percibe. La novela tenía otro título que ya ni recuerdo. Apareció este nombre exótico y calzaba justo en el sentido de ese momento transicional, esa luz que te obliga a dirigir la atención a un punto determinado o a un estado de ánimo particular. Si tuviera que imaginármela en colores, la novela tiene ese tono de melancolía optimista. La melancolía no es única, tiene tonos.
—Un personaje de la novela se llama Pave y, al final, hay una dedicatoria especial en memoria de Sebastián Pavessi.
—Sebastián Pavessi. Fue compañero mío en el secundario.
—¿Escribiste pensando en tus amigos del secundario?
—Dar clases en el colegio tiene eso de que a veces uno no sabe bien en qué tiempos se está manejando. Ves a los chicos repitiendo situaciones que protagonizaste como estudiante. Por eso usaba la palabra legitimidad hace un rato. Desde dónde se para uno para pedirles un esfuerzo que lleva tiempo. Hay un sentido profundo de la empatía, de decir “Yo los puedo acompañar porque hice este camino antes”. Un poco como Dante y Virgilio, sin que eso signifique que el colegio sea el infierno. Estoy dando una clase y los bancos son iguales a cuando yo iba. Para alguien puede ser un anacronismo, pero, hoy por hoy, en una temporalidad tan chata y aplastada, el anacronismo es revolucionario. No el anacronismo de sostener jerarquías sino el de apostar al conocimiento, al vínculo personal con el conocimiento y a los afectos que se construyen a partir de eso.
—Es lo que le pasa al protagonista, cuando toma en serio a ese chico que en verano tiene puesta una campera y un buzo verde.
—En un lugar donde el tiempo tiene capas, cómo no va a tomar en serio una cosa así. Lo que puede parecer irrisorio en otras partes, aquí es perfectamente posible. Yo recuerdo a muchos profesores como personas que lanzan botellas al mar. Cuál es la función docente ahora: ¿cumplir con un programa o mantener un vínculo humano en un contexto de aislamiento? No hay discusión. Lo mismo debería pasar en condiciones normales. ¿Por qué tenía que venir una pandemia para pensar en eso? Ahora hay que pensarlo en emergencia y sin recursos. Por eso, creo que esta pandemia es realmente una posibilidad para cambiar.
Komorebi salió en formato e-book y es contenido exclusivo de la plataforma Leamos.
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