Mi amiga finlandesa se alegró cuando vio que estaba leyendo El libro del verano, de Tove Jansson. Se alegró, digo, aunque no alcanza para reflejar la sorpresa, la atención, la devoción con la que agarró el libro. Por un momento pensé que se lo iba a meter en la cartera con una sonrisa impúdica. Los libros tienen esa cualidad de llevar a la luz ciertos rasgos que solemos ocultar —y ocultarnos— bajo capas y capas de reglas, prejuicios, experiencias más o menos exitosas, fantasmagorías, mandatos, miedos, deseos: esa personalidad que se oculta por debajo de la personalidad que creemos tener.
Para entender la emoción de Eevamaija —Eeva, o más argentino: Eva—, habría que decir que Tove Jansson es la María Elena Walsh de ellos. En 1945, publicó Los Mumins y la gran inundación, dando origen a la saga de unos seres fantásticos que sería exitosísima y, aunque extrañamente todavía es desconocida en la Argentina, se tradujo a cincuenta idiomas, tuvo adaptaciones en historietas, obras de teatro y hasta se hicieron dibujos animados con la producción de un prócer del animé.
El libro del verano es la primera novela de Jansson para adultos, pero, como María Elena, trafica infancia en cada página. Está compuesto por una serie de viñetas o cuentos —así lo leí yo— protagonizados por una abuela, su nieta y el paisaje. No se puede leer El libro del verano sin sentir el viento de los fiordos, de la misma manera que no se puede leer Sudeste, de Haroldo Conti, sin sentir el calor del Paraná.
Hace muchos años, más de quince, vi la película coreana “Todos los caminos llevan a casa”. La busco en Filmaffinity y veo que es de Lee Jeong-hyang y que filmó otras dos películas que no vi. Veo también que se estrenó en octubre en Buenos Aires, por lo que no pude haberla visto en el Bafici: quién sabe cómo llegue. La trama es más bien simple: un verano, una mujer recién separada —o viuda— necesita trabajar y no sabe qué hacer con su hijo de siete años, por lo que lo deja al cuidado de la abuela en un pueblito perdido. Los días pasan demasiado lentos para el nene, que se desquita impaciente con la abuela. La película avanza, la trama se va desarrollando morosa, dando tiempo para que abuela y nieto terminen unidos, y desemboca en un happy ending que me hizo llorar con hipo y moco.
No es el tono de El libro del verano. Aquí tampoco hay padres: la madre ha muerto, el padre aparece como una figura marginal, fantasmática, pero la diferencia es que no hay evolución ni enseñanza. O, mejor dicho, lo que Sophia y su abuela aprenden —porque el aprendizaje en Tove no tiene un sentido único— tiene bordes ásperos y está exento de moralina y sensiblería.
Paradas en los extremos, abuela y nieta se aman aunque no se entiendan, aunque a veces se peleen. Pero, como si la vida fuera una herradura antes que una flecha, se miran de cerca y se reconocen iguales.
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