“Es inevitable, intento hablar de literatura y me voy hacia la política”, dice Guillermo Saccomanno casi al abrir la puerta de su casa, un departamentito sobre la Avenida Córdoba, tan sobrio y ascético, como el estilo narrativo que practica. Invita a pasar al living y se acomoda en una silla cómoda, pero de oficina. A sus espaldas queda como marco una parte de la gran cantidad de libros que pueblan la casa —un guiño de literalidad a la metáfora del tipo que escribe con toda una biblioteca detrás—.
Saccomanno acaba de publicar el volumen de cuentos El sufrimiento de los seres comunes (Planeta) que contiene más de veinte relatos; algunos brevísimos —como el primero “78”, que funciona como introducción y acápite—, otros bastante extensos. Escritos en los últimos tiempos, todos tienen como denominador común la realidad del país como causa y efecto de las acciones y angustias de los personajes.
Si hace años, Ricardo Piglia había dicho que la novela era el espacio en donde se producía un pliegue entre lo íntimo y lo político, los cuentos de Saccomanno —aún aquellos en donde no se hace mención explícita a la coyuntura— vienen a comprobar la certeza de esa frase. Los efectos de la política se meten en los huesos, y, para Saccomanno, tienen un marcado tono pesimista.
“Los cuentos intentan hacer un paneo social”, dice en diálogo con Infobae, “pero no porque me haya propuesto una intención sociológica. Tomé conciencia de lo oscuro del libro recién cuando lo vi corporizado. El problema es que estamos en manos de miedosos: no hubo ningún otro gobierno tan miedoso como este. Los pobres ya no tienen miedo, porque qué les podés quitar. Pero estos ricos quieren más y más, con una bulimia por el dinero. Y la clase media tiende a identificarse con la clase alta.”
El ruido y la furia
Si el título del libro encuentra una potencia en la simpleza, la portada es simplemente hermosa. Está ilustrada con un dibujo a tinta que Edward Hopper hizo en el dorso de su boletín de calificaciones cuando tenía ocho o nueve años: un chico de espaldas, con las manos cruzadas por detrás, mira la infinidad del mar. Se ha dicho que Hopper es “el pintor del silencio”. Podría decirse que Saccomanno —que pasa la mitad del año frente al mar infinito de Villa Gesell— tiende a ese silencio, pero por el camino inverso: por el ruido y la furia que persigue cada una de sus palabras.
“Estoy leyendo a Wittgenstein”, dice, “y el último aforismo del Tractatus es el famoso ‘De lo que no se puede hablar hay que callar’. Me doy cuenta de que en Wittgenstein había una clave para mi concepción de la literatura, que es la relación del lenguaje con lo concreto. El lenguaje y la verdad. A partir de ahí, me propongo ser lo más preciso y austero posible. Si se puede decir algo en diez palabras, para qué decirlo en once.”
El arte, la filosofía, la poesía son ejes recurrentes de la entrevista. Saccomanno volverá muchas veces sobre estos temas, como también sobre la literatura.
—Me llamó la atención una frase que dijiste en otra entrevista: cuando te preguntaron por la cuestión autobiográfica de los cuentos, dijiste que te interesaba más que los cuentos fueran la autobiografía del lector.
—Es que este es un libro donde estamos todos. Los comentarios que recibí cuando salió el libro fueron: “Yo me vi en este personaje”. A todos nos pasó esto. Pero qué fue lo que nos pasó: fueron los últimos años, fue el neoliberalismo. Más temprano fui al almacén y tuve que ir sorteando pibes en la calle. Pibes: hombres, mujeres y familias. Yo no puedo mirar para otro lado. Esto ocurre y uno no puede escribir distraído. Y si no te deja en la calle, este sistema propicia el burn out y el cáncer. Se cree que uno si es trabajador independiente va a ser más libre, y termina sulfatado. Es mentira que sos tu propio patrón. Yo no quiero ser patrón de nadie y menos mío. La literatura tiene que dar algo más que placer. Qué es lo que hace que uno vuelva a Dostoievski: entender el sufrimiento, entender el dolor.
—¿Los personajes de los cuentos son crueles porque son sobrevivientes o son sobrevivientes porque son crueles?
—El mal está en nosotros. No me voy a amparar en citas, pero la cuestión del mal: ¿es lo dado o es algo que te lo va incorporando esta sociedad? El capitalismo se precia de tener a la familia como célula madre, pero si uno se remonta al trabajo de Engels sobre la situación de la clase obrera en Inglaterra en la explotación de las minas de carbón, con la gente hacinada y los chicos de ochos años que empujaban el carrito en la mina: eso es la destrucción de la familia. Ahí está la reflexión del mal y el daño que les podés hacer a los otros. Lo planteo en el último cuento: ¿daño yo a los otros? Mis conflictos están en línea con la dialéctica y la tensión que maneja Pasolini entre cristianismo y marxismo.
Roberto Bolaño es argentino
Los cuentos de El sufrimiento de los seres comunes se mueven en los bordes de la ficción. Por momentos, los relatos se vuelven inclasificables. Hay un texto sobre el periodista Ricardo Ragendorfer (autor de La Bonaerense entre otros trabajos de investigación) que es un perfil brillante, de una lucidez descomunal. Hay otro sobre la experiencia de dar un taller de lectura en una prisión del sur: “He entrado algunas veces en la U9 de Neuquén mientras escribía Un maestro”, dice Saccomanno, “y creo que son espacios que no se pueden resignar. La literatura tiene que ocuparlos. Hay que ponerse los pantalones largos de una vez y decir: ‘Si me invitan de un penal, voy; si me invitan de un hospital, de un asilo, de un hospicio, de una escuela, voy’. En un mundo en llamas esos espacios no se pueden regalar. De golpe entrás a un penal y ves una biblioteca inmensa. Y los tipos te agradecen. El libro modifica, transforma.”
Tal vez el relato más sorprendente sea “Sensini (una continuación)”. Y lo es porque Saccomanno hace una operación típicamente borgiana: toma un cuento de Roberto Bolaño, incluido en Llamadas telefónicas (1997) y lo prolonga, lo recontextualiza y lo pone en sistema con la sombra de Antonio Di Benedetto. “Es una historia real”, dice, pero también dice que lo real no legitima la ficción. “Habíamos ido con Fernanda García Lao a una feria del libro en Mendoza. El cuento es literal, pero no quería nombrar a Bolaño ni a Di Benedetto. Después de la dictadura, Di Benedetto había quedado estragado. En el cuento Sensini está a la espera: ¿viene el castigo?, ¿viene lo peor?
—La incertidumbre es un estado de los cuentos. Ya que hablamos de Di Benedetto, el subtítulo podría ser “las víctimas de la espera”.
—La incertidumbre es angustia, es el angst. Es el no saber. Tiene que ver con el miedo. Tiene que ver con que es más terrible la espera del castigo que el castigo. Son ideas que vienen de Kafka y del pensamiento judeocristiano.
—¿Por qué el vínculo con Bolaño?
—Bolaño es un escritor que admiro profundamente como cuentista. En las novelas, bueno, tiene ese espacio de consagración “anagramática” —lo dice en relación al sello Anagrama, que lo publica—. Pero Putas asesinas y Llamadas telefónicas son... Sé que suena provocador, pero puedo sostenerlo: Bolaño es un escritor argentino. Bolaño miraba con mucha atención lo que se llamaría el canon o la producción narrativa de la Argentina. Hay un artículo donde nos nombra a todos.
—“Derivas de la pesada”.
—Está Quique Fogwill, estoy yo. Bolaño me escribió cuando leyó El buen dolor y yo me quedé muy sorprendido. Tardé en responderle y en el medio se murió. Le debía a Bolaño este homenaje. Además, “Sensini” es un cuento inequívocamente argentino. Tiene todos los ingredientes.
—¿No te parece Bolaño como el último escritor del Boom?
—Yo creo que hace una cosa mucho más atorrante y pirata, que también es medio argentina, y es la de tocar varios temas y varios modos. Toca el modo novela negra, el modo romántico, el modo ironía, el modo parodia con Literatura nazi en América latina. Bolaño era un desaforado.
El sentido de la literatura
Saccomanno interviene en la literatura argentina no solo desde sus propios libros, sino también desde la formación de escritores. Durante más de quince años estuvo al frente de talleres por los que pasaron muchos de los autores más relevantes de la actualidad. “El asunto es qué lee uno en lo que lee”, dice. “Yo imponía un mapa de lecturas que abarcaba desde La Biblia y Las mil y una noches hasta Beckett; no me olvidaba de Haroldo Conti ni de Faulkner. Eran piezas a discutir, para que cada uno encontrara su voz dentro de un marco lo más amplio posible. Es obvio que hay una perspectiva ideológica política de la literatura. A lo mejor suena cándido pensar que la literatura tiene una función.
—¿No tiene función?
—Sí, yo creo que sí. No voy a volver sobre la palabra mensaje que es un poco retrógrada, pero a mí me enseñaron que un libro te tiene que dejar algo. Sea de Perec o de Aira. Si es Aira te deja la diversión y no me parece mal. Pero la pregunta, en todo caso, no es acerca de la función sino del sentido. La literatura tiene un sentido. Yo estoy en crisis con la ficción hace mucho tiempo. Por eso este libro fue también un experimento con el realismo. Intento jugar con lo confesional y la crónica, con el diario y la literatura introspectiva. No sé qué voy a escribir después de este libro. Estoy en crisis con la ficción, me cuesta mucho leer ficción. Leo más filosofía y poesía.
—¿La ficción ya no explica al mundo?
—No me satisface. Tampoco me satisface la crónica, que está en un pedestal del que se va a caer en algún momento. No tengo ganas de ganarme enemigos de la crónica porque yo también soy periodista. Pero la crónica que quiero leer es la de Victor Hugo sobre la Batalla de Waterloo, que es una crónica de guerra dentro de una novela del romanticismo. Si tengo que leer vuelvo atrás. No puedo leer el presente con la ficción del presente. No me dice nada Don DeLillo. Paul Auster me aburrió. Tampoco puedo agarrarlo a John Irving. Reconozco que son maestros, pero hay algo que no me transmite la ficción. Y sé que en la Argentina hay una gran producción de narrativa y alguna es muy interesante, pero no me engancho.
—¿Tiene que ver con un corte generacional?
—Tiene que ver con que uno ha perdido la inocencia. Ha perdido el “virguito”, la virginidad con la biblioteca. Si sos un tipo que está todo el día con los libros, si sos un tipo de la literatura y la literatura es parte de tu vida y si te la quitaran no sabrías con qué entretenerte —la filatelia no te serviría y hacerte evangelista tampoco—, le ves las cuerdas a todo. Sin ánimo de ponerme derridiano, lo que me interesaba con este libro era hacer una deconstrucción del realismo y ver qué se arma con la deconstrucción. Romper con el modelo de cuento del taller. Estoy harto del cuento de taller.
Un gremio de letras
—Hace poco se conformó una asamblea de escritores autoconvocados que presentaron una suerte de manifiesto y buscan un acompañamiento político. ¿Se puede pensar en un grupo de escritores como un gremio?
—Hace muchos años, en Suecia di charlas en un sindicato de escritores. Era impensable para nosotros. Fuimos con Ana María Shua, Alicia Steinberg, éramos un grupo muy divertido. Llamaba la atención que existiera un sindicato de escritores. La situación del escritor es injusta, pero como es injusta la del que labura con la caña de azúcar. Primero hay que tener conciencia de clase acerca de lo que uno hace, que es un oficio. Y lo que uno hace, por más artista que uno se sienta, no escapa del sistema de la plusvalía. Yo creo que es necesario una ley del libro, etc. Pero de ahí a sindicalizarse, me cuesta pensarlo. Desconfío de la naturaleza de las almas bellas.
—Mi desconfianza, tengo que decirlo, pasa por la percepción de “ser escritor”. Uno no se vuelve escritor por pensarse escritor. Y siento que hay quienes quisieran formar parte de una asamblea para tener la validación de ser escritores. Por ahí mi idea es malvada.
—No creo que demasiado y tampoco creo estar muy lejos de esa postura. Pero quiero ser cauteloso. Es muy difícil que se dé porque cada uno se siente más artista que el otro. Y muchos escritores buscan a través de la participación una consagración que no tienen por su escritura. Como los escritores que organizan encuentros de escritores. Se arman encuentros de novela tal y de novela cual y el que la organiza gana un reconocimiento. Pero ¿cuál es el mérito de eso? Eso no te hace escritor. Eso no te hace Rulfo ni te hace Joyce.
Juan y Antonio
El 2 de noviembre de 2015, hace poco más de cuatro años, moría Antonio Dal Masetto. Con una fuerte impronta en la inmigración —Dal Masetto llegó de Italia a la Argentina a los diez años y aprendió el español leyendo en la biblioteca de Salto—, ha dejado una larga obra que marcó a muchísimos lectores: Siempre es difícil volver a casa, La tierra incomparable, Oscuramente fuerte es la vida. Es autor también de la novela Hay unos tipos abajo, que, situada en los años de la dictadura, fue llevada al cine por Rafael Filipelli en 1995.
Hace algunos meses, Saccomanno publicó un brevísimo libro sobre Dal Masetto. Antonio (Seix Barral) da cuenta de la amistad supieron cultivar estos dos escritores. “Antonio fue una rara mezcla de maestro y hermano mayor, de cómplice. Yo creo que nos cuidábamos mutuamente. Todo lo que yo estaba por publicar se lo daba a leer antes. Él tenía una gran intuición. No era un teórico, pero donde te hacía una marca había un ruido, un nudo, había algo a resolver, algo a profundizar. Pero por algo tanto Soriano como Briante lo consultaban en todo. Tenía esa capacidad”.
—Tenía mal carácter, también.
—Tenía fachada de duro. Era un tipo muy solitario que aparentaba ser hosco. Yo también tengo fama de duro, de andar puteando. Y con los boludos te puteás, qué vas a hacer. Pero el Tano, después de ese aspecto de Lino Ventura, tenía una cosa muy cariñosa y muy tierna. Era un gran lector de poesía: de Montale, de Pavese, de Ungaretti. Y tiene momentos de prosa memorables. Escribí ese libro porque es una ausencia.
Entre las amistades de Saccomanno, hay una que se destaca por ser tan fuerte como tormentosa. Si Villa Gesell tiene dos referentes en la literatura, uno es él, por supuesto; el otro es Juan Forn.
“Nos conocemos hace treinta años”, dice Saccomanno. “Hemos tenido disidencias, peleas y reconciliaciones hasta el cansancio. Hasta que en un momento dijimos: ‘Basta, che’. Mis hijas lo quieren, su hija me quiere. Hemos tenido peleas por boludeces y por otras cosas. Nos conocemos desde los 90. Él era un pendejo pedante que trabajaba en Emecé, y yo tenía 40 y era un pedante insoportable salido de la publicidad.”
Ahora, Forn va a acompañarlo en la presentación de El sufrimiento de los seres comunes. Saccomanno se para, abre La tierra elegida de Forn, y lee la dedicatoria. “Me emociona mucho”, dice. “Para Guille Saccomanno que me hizo entender que estaba escribiendo este libro cuando ni yo lo sabía”.
Hace poco, Saccomanno tuvo un problema lumbar bastante severo y tuvieron que internarlo. Estaba en el Centro Fleni, acostado en una camilla, recibiendo suero. Pensó, entonces, en llamarlo a Forn “para cagarnos de risa”. El otro lo atendió casi al instante. También estaba internado. Estaba acostado en una camilla, recibiendo suero. Una conversación de camilla a camilla. Dos seres poco comunes compartiendo el sufrimiento y la risa: el triunfo de la literatura.
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