Federico Lorenz: “No me imagino un aula donde no se haga política”

Profesor de Historia y académico, durante años estuvo a cargo de la dirección del Museo de Malvinas. En esta entrevista, que se realizó en el auditorio de Ticmas, habla de su nuevo ensayo, Elogio de la docencia (Paidós), en el que reflexiona sobre cómo mantener viva la llama en el aula.

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Federico Lorenz en un aula
Federico Lorenz en un aula del Buenos Aires

Historiador y profesor de carrera y vocación, Federico Lorenz —autor de Todo lo que necesitás saber sobre Malvinas y Los muertos de nuestras guerras, entre otros títulos— acaba de publicar un ensayo en el que cuenta en primera persona su experiencia en el aula. Elogio de la docencia (Paidós) es un texto cálido y sensible de alguien que reflexiona sobre su oficio con ideas, saberes y vivencias.

Para los docentes es también una suerte de guía, pero no de cómo realizar actividades y dinámicas, si no sobre cómo mantener viva la llama por la función del maestro. Una idea urgente y necesaria para cualquiera que esté al frente de un aula. Federico Lorenz visitó el auditorio de TICMAS y habló de su libro.

"Elogio de la docencia surge de una ilusión y un enojo", dijo. "Lo empecé cuando presentaba mi proyecto para ser candidato a rector del Colegio Nacional de Buenos Aires, que no quedé. No podía armar un proyecto para dirigir una institución educativa si no reflexionaba sobre mi oficio, en el que, sacando cuentas, ya iba para 25 años. Esa es la parte de la ilusión. La del enojo tiene que ver con la exigencia desmesurada sobre los docentes en relación con el conocimiento simbólico o la experiencia acumulada que tienen. Por eso, la opción de la palabra oficio y la calificación de que el nuestro es un oficio artesanal. Cada una de nuestras piezas es única y así trabajamos."

“Elogio de la docencia”, de
“Elogio de la docencia”, de Federico Lorenz (Paidós)

¿Esto significa que puede haber 25 o 30 alumnos en el aula, pero el trabajo es en singular con cada uno?

—Yo tengo la suerte de combinar mi trabajo de investigador con el de dar clase. De algún modo, eso me permite entrar y salir del aula, reflexionar sobre mi práctica. Lo que planteo en el libro es que un docente al frente del aula está en contacto con lo que Hannah Arendt llama "los nuevos": los que van a crecer, los que van a ocupar nuestro lugar, los que se van a ocupar de nosotros. Esa reflexión me hace ver nuestro trabajo muy importante a nivel social porque es donde capilarmente, a una escala muy pequeña —la escala de aula—, se puede trabajar para recuperar ciertos espacios básicos para las personas.

Como exalumno y profesor del Colegio Nacional de Buenos Aires, es frecuente que tengas trato con quienes más adelante ocupen cargos políticos. Entonces, les estás dando clases a algunos de los futuros dirigentes del país.

—Sí, aunque podemos decir que no estamos orgullosos de todos los dirigentes que salieron del Colegio Nacional de Buenos Aires. [Se ríe] Pero es cierto. Probablemente uno esté trabajando con gente que va a ocupar lugares importantes. Cuando me recibí de profesor, mi primer trabajo como docente fue en la escuela de adultos del Sindicato de Sanidad. Todos mis alumnos eran más grande que yo. Creo que eso me terminó de formar. No en el sentido de que después no me seguí formando, sino que me encontraba con gente que, en términos de experiencia vital, más allá de los contenidos que uno transmitía, sabía muchísimo más que yo. El alumno que menos años me llevaba tenía cinco años más que yo. Es decir, había ingresado al mercado laboral bastante antes que yo y eso me hacía pensar en el sentido del trabajo. Elogio de la docencia es un libro que se pregunta también por el sentido político del trabajo. Nosotros, como docentes, no nos podemos correr de esa pregunta.

En el aula, tenemos la posibilidad de dignificarnos entre todos

Perdón por la nota personal, pero yo también di clases en un secundario para adultos. Fueron dos años, pero nunca me sentí tan digno como en ese tiempo.

—Hay una cosa de asignarle al estudio un valor de superación, de herramienta para crecer, para la cual uno tiene que ser digno. Es al revés. No se trata de que uno dignifica a los demás con su trabajo sino que, en el aula, tenemos la posibilidad de dignificarnos entre todos. En el sentido de reconocer pares.

Federico Lorenz en un aula
Federico Lorenz en un aula del Colegio Nacional de Buenos Aires

¿Eso sucede también con adolescentes?

—La relación asimétrica docente-estudiante nunca se pierde, pero eso no quiere decir que esa relación sea autoritaria. Se supone que uno está al frente de un curso porque tiene algo que transmitir. Hay un primer trabajo que es establecer una relación de confianza; no puedo trabajar en un lugar donde no sienta que quienes compartimos cierta cantidad de horas por semana estamos comprometidos en algo. Es un compromiso más elemental: reconocerse capaces de hacer cosas y ser felices en ese reconocimiento. El Nacional tiene una fama en relación con la exigencia y demás. Esa fama vale bien poco si mis alumnos no egresan felices. Antes que ser especialista en tal o cual cosa, tenés que ser una persona feliz. El trabajo en el aula le permite a uno dar señales y construir espacios para que cada persona se pueda preguntar quién quiere ser y para qué.

La pregunta es cómo ver al ser humano que está del otro lado del pupitre.

—Marc Bloch, que es un historiador que me gusta mucho, decía que los historiadores son comos los ogros: van donde huelen sangre humana. El vínculo en un aula no debería ser diferente. Eso te obliga a correrte del lugar de autoridad tradicional y estar más atento a la demanda de quienes coyunturalmente son tus alumnos y están a tu cuidado. Eso también es importante: actualmente hay un corrimiento de lugares en términos de adultos, adolescentes y niños. No lo digo desde una reivindicación de una supuesta época dorada, donde todo estaba mucho más claro. Afortunadamente ahora todo es bastante más flexible. El problema es que, mientras esas cosas son más flexibles, hay condiciones estructurales de desigualdad, de explotación, de injusticia, que siguen funcionando como en su mejor época. La cuestión es cómo esa flexibilidad, que puede ser virtuosa, me permite construir herramientas para modificar esa situación que parece inmodificable. Ese es el contexto en el cual trabaja cualquier docente hoy en la Argentina.

¿Se puede, y si se puede, es válido hacer política en el aula?

—Si entendemos por hacer política bajar una línea partidaria concreta, no. Porque hay una relación de poder. Pero, si entendemos por política hacernos preguntas políticas, por supuesto que sí. De hecho, el primer texto que les doy a leer a mis alumnos de quinto años es un poema de Wisława Szymborska, una poeta polaca premio Nobel, que se llama "Hijos de la época". Lo que ella plantea es que todo es político. Aunque vos digas que no te interesa o que no te involucrás, la consecuencia de eso también es política. En ese sentido amplio, no me imagino un aula donde no se haga política.

Desde los 16 años es
Desde los 16 años es posible votar (DYN)

Hoy los chicos que terminan el secundario, ya votaron por primera vez. ¿Cambia tu forma de dar clases?

—No lo asociaría exclusivamente a la cuestión del voto, aunque tiene muchísimo que ver.

El Colegio Buenos Aires tiene una tradición política muy importante. De hecho, hay estudiantes que desaparecieron en la década del 70. Pero voy a que la votación, el acto democrático por naturaleza, que para nosotros se daba recién al salir del secundario, hoy lo viven los alumnos de tercer o cuarto año.

—Tiene dos partes, la respuesta. Dar clases hoy es incomparablemente mejor que cuando a mí tocó ser alumno. Es mucho más libre. Tal vez sea una generalización excesiva; hablo del clima que muchas compañeras, compañeros y yo tratamos de instalar en nuestras aulas. Cuando nuestros estudiantes encuentran eso, probablemente esa experiencia más temprana que lo que tiene que ver con nuestra generación, proponga un mayor clima de discusión, que es lo que uno busca. Historia, por antonomasia, debería ser una materia en la cual se discute. No siempre sucede. Porque también estamos en una época en que las incertidumbres son mucho mayores que cuando nosotros salíamos del secundario en términos de alternativas políticas antagónicas, modelos sociales posibles y demás. En un aula abierta, eso repercute y uno lo lleva a discusión.

Dar clases hoy es incomparablemente mejor que cuando a mí tocó ser alumno

Siendo un investigador de Malvinas, ¿cómo entrás la historia reciente de la Argentina en el aula?

—Yo tengo primeros, segundos y quintos. Es decir que, curricularmente, el tema que vos mencionás entraría en quinto. Desde mi formación como investigador, trabajo la noción de Memoria e Historia. No puedo no hablar en torno a la fecha de Malvinas con los alumnos del curso que sea del tema. Porque la sociedad lo trae, los diarios lo traen, ellos lo traen o yo quiero traerlo. Si tuviera que hablarte en términos de armar una planificación, el objeto de trabajo sería la experiencia de las personas en guerra. En el caso puntual de los temas que tienen que ver con la historia reciente argentina, empiezo el programa al revés. Yo debería empezar por 1916, con las presidencias radicales y demás, pero traigo un texto de Pacho O'Donnell, que se llama "Democracia argentina. Lo micro y lo marco", que trabaja las condiciones que hicieron posible la instalación del terrorismo de Estado. Él dice que la dictadura no hubiera sido posible en la Argentina sin una base social importante. Con eso yo puedo trabajar la dictadura militar del 76, pero también la década del 30 y esto que está apareciendo ahora en la discusión pública, que es la asociación que se hace de la contemporaneidad con cierta vuelta de los tiempos del fascismo y el nazismo.

Cementerio de Malvinas (Lihueel Althabe)
Cementerio de Malvinas (Lihueel Althabe)

Tras su manto de neblinas

A lo largo de los años, Federico Lorenz ha publicado distintos trabajos acerca de la guerra y la posguerra de Malvinas. Los muertos de nuestras guerras (Tusquets), Unas islas demasiado famosas (Capital Intelectual), Fantasmas de Malvinas (Eterna Cadencia), etc. Esa investigación lo llevó a formar parte del Museo de Malvinas, organismo que dirigió entre 2014 y 2018.

En 2012, al cumplirse 30 años del conflicto, hicimos una entrevista pública en Eterna Cadencia y en aquel momento te pregunté cómo saldar la deuda con Malvinas. "Hay que discutirle los símbolos y las banderas a la derecha", me dijiste. Pasaron siete años y dos gobiernos. Me pregunto si esos símbolos siguen estando en poder de la derecha.

—Hubo una disputa por los símbolos y en algunos casos el progresismo se pasó de rosca. Pero diría que algo muy importante fue el trabajo del Equipo de Antropología Forense, que fue creado para identificar a las víctimas de la dictadura, y hoy es el principal responsable de la identificación de los soldados enterrados como desconocidos en Malvinas. Esa es una síntesis de lo que nos falta desentrañar hasta que esos símbolos no sean ya capital ni de izquierda ni de derecha, sino democráticamente de la sociedad argentina. Hay algo en que coinciden izquierdas y derechas, y lo digo con disgusto. Todo el tiempo declamamos que las Malvinas van a volver a la soberanía argentina mediante la vía diplomática. Pero si la democracia es la construcción de acuerdo a partir de disensos, negociar quiere decir estar dispuesto a ceder. Entonces tenemos una cosa muy esquizofrénica, que es hablar todo el tiempo de diálogo, pero pensamos Malvinas en clave de a todo o nada. Eso es muy dañino, a nivel individual para los que fueron afectados por la guerra, y es contraproducente socialmente porque lo deja en un punto muerto. Las disputas, para volver a la charla de 2012, siguen siendo solamente por las banderas. El reclamo es más profundo.

¿Cuando dirigiste el Museo de Malvinas lo planteaste como una manera de abrir discusiones?

—El Museo es una fotografía, tanto cuando me tocó asumir la dirección como cuando la dejé, de lo que son los sentidos comunes fuertes argentinos sobre Malvinas. En Malvinas convive la idea de gesta patriótica incuestionable con soldados víctimas de sus propios jefes. Entre esos dos extremos hay una cantidad de situaciones intermedias. Lo que intentamos hacer en el Museo fue introducir matices en la discusión. Si la idea es el diálogo, el diálogo implica negociación. Y la negociación implica la posibilidad de revisar tu propia posición. A título completamente personal, me encontré con una enorme dificultad —y esto tanto de izquierda como de derecha— para que mis compatriotas se corran de lo que son los sentidos comunes fuertes sobre Malvinas. Cualquier intento de mover el "malvinómetro" era una claudicación o una traición. En el punto muerto gana el más fuerte, y, claramente, Argentina no es el país más fuerte.

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