En la novela El que tiene sed, de Abelardo Castillo, el protagonista mantiene un diálogo con el parroquiano de un bar mientras los vasos se llenan y se vacían de whiskey. En un momento, el hombre le pregunta si es escritor: se da cuenta por la manera en que el primero habla para sí, por cómo deja que el pensamiento vague en laberintos y recovecos.
Esa imagen del escritor que habla y se habla es una foto perfecta para describir al mexicano Juan Villoro. Estamos en el Malba; en pocos minutos el autor de El testigo y De eso se trata, entre tantos otros títulos, presentará en la biblioteca del museo Mente y escritura, un bellísimo libro dedicado a su maestro, Sergio Pitol. Lo hará en compañía de Silvia Hopenhayn.
Pero ahora, en la intimidad de una oficina despojada, se presta al diálogo que le propone Grandes Libros, aunque lo hace como aquel protagonista de Castillo: cada respuestas parece un largo ejercicio de introspección. De hecho, la mayoría de las veces habla con los ojos cerrados y sólo los abre para señalar que ha llegado al final.
La semblanza que Villoro hace de Pitol está teñida por el cariño del discípulo: "Pitol fue un gran maestro", dice, "fue un escritor que quise muchísimo. Lo conocí cuando tenía veinte años y, con enorme generosidad, me consideró como un colega, sin ninguna evidencia, porque yo había escrito apenas unos cuantos cuentos. Y se propuso la tarea de educarme al contagiarme sus pasiones. Fue alguien que transformó mi vida".
Mente y escritura parte del último encuentro que tuvieron en 2017 en la casa de Pitol en Xalapa, cuando el autor de Nocturno de Bujara y El arte de la fuga sufría una afasia avanzada que le impedía sostener un discurso articulado. "Era el eclipse de esa mente maravillosa", sigue Villoro, "y me llevó al desconcierto, que creo que a todos nos pasa con alguien que padece Alzheimer u otro tipo de deterioro cerebral, que es el de preguntarse si el inquilino de esa mente sigue ahí. Si el cuerpo y las emociones que tuvo siguen siendo fieles a quien las expresó".
Escribir significa no estar seguro
A diferencia de Desarticulaciones, donde Sylvia Molloy registra cómo la enfermedad mental va atrapando a una amiga cercana, Villoro es elíptico ante el cotidiano y elabora una elegante teoría que sitúa a la literatura como instrumento de anamnesis: si para Pitol "recordar es conocer", para Villoro, "lo más interesante [de la literatura] es lo que no sabemos de antemano y sólo surge en el acto de escribir", y, por lo tanto, hay un vínculo entre la mente que se vuelve inestable y el escritor: "escribir significa no estar seguro".
Pitol murió en abril de 2018, en pocos días se cumplirá un año, pero su mal venía evidenciándose desde hacía más de una década. En 2005, cuando recibió el Premio Cervantes, le pidió a Villoro que lo acompañara durante las cenas y cócteles de la ocasión: "No reconozco las caras; se me están olvidando las cosas", le explicó.
Memoria e imaginación son algunos temas que Villoro toca con especial insistencia en sus libros. ¿Será por influencia de los síntomas de su mentor? En La pasión y la condena, un ensayo de 2013, Villoro inicia el "viaje en torno a la mesa de trabajo" de los escritores, con los problemas de vocabulario que tenía Henry James hacia el fin de su vida y pone como ejemplo que "en alguna ocasión quiso dictar la palabra perro y sólo produjo esta vaguedad: algo negro, algo canino".
—En ese libro, usted señala que el origen de la escritura es el reconocimiento de un problema. ¿Es también el origen de la lectura?
—Desde luego. Porque el mundo es un espacio que no te satisface. Todos vivimos, al menos, en dos dimensiones: el mundo de los hechos y la representación que de ellos hacemos en la conciencia. Recordamos eventos del pasado, anhelamos situaciones futuras: no solamente vivimos en la realidad del presente. La necesidad y capacidad de representarnos a nosotros mismos en forma imaginaria hace que tengamos que completar nuestra existencia a través de procedimientos como el sueño, la ilusión, el arte en todas sus ramificaciones y, por supuesto, la lectura.
—En todos sus libros parecería que la gran pregunta es cómo se atrapa el genio de la escritura.
—Nunca dejará de ser un misterio por qué escribimos y por qué alguien cree en lo que escribimos. Por qué al abrir un libro confiamos en eso que se nos está diciendo. La esencia misma de la escritura es un tema inagotable de reflexión. Desde un punto de vista de la supervivencia humana necesitamos historias para soportar el peso del mundo. La realidad es incómoda e imperfecta y justificamos nuestra vida y nuestro destino ordenando lo que nos pasa en anécdotas, historias, cosas que nos contamos para volvernos comprensibles. Pero no deja de ser sorprendente que la gente necesite este tipo de textos que pasan de lo literal a lo literario.
—¿Por qué los escritores mexicanos no caen en la psicología, que es algo tan determinante en la literatura argentina?
—Argentina tiene una larga tradición psicoanalítica, que ha sido muy provechosa. Me parece que simplemente hay un cambio de énfasis en la importancia del psicoanálisis en relación con la Cultura entre México y Argentina. Yo soy hijo y hermano de psicoanalistas, he estado en terapia y he leído bastante sobre el tema. De modo que lo siento cercano, sin haber aplicado sistemáticamente a Freud, Jung o Lacan en mis interpretaciones literarias. Pero es cierto que no hay en México un campo en que sea muy habitual la interpretación psicoanalítica de la literatura. No tenemos figuras como Oscar Masotta, que empieza en la crítica literaria y termina en el psicoanálisis.
La literatura española tiene una concepción granítica de la realidad
—¿Ni siquiera con los "argenmex" de los setenta?
—Bueno, acabo de estar en la Sociedad Lacaniana de México y, de manera típica, los organizadores son argentinos. Ha habido una impronta muy fuerte del psicoanálisis en México a través de los argentinos, pero no es una tendencia dominante. Eso quizá tiene que ver con tradiciones nacionales. Ortega y Gasset se quejaba de que los argentinos eran muy especulativos y decía: "Argentinos a las cosas". En contrapartida, podemos pensar que muchas veces la literatura española tiene una sobredosis de realismo, donde parecería que no existe el lenguaje figurado, que no existen los valores entendidos, que los personajes no tienen inconsciente. La literatura española tiene una concepción granítica de la realidad. Por supuesto, estoy estableciendo tendencias extremas casi caricaturescas. En México, la literatura ha sido ciertamente especulativa, pero por la indagación de símbolos culturales. México es un país de máscaras, de simbología, de representaciones. Es muy barroco. Decodificar la realidad mexicana pasa por decodificar los símbolos.
El México de AMLO
El 1 de diciembre, hace poco más de cuatro meses, Andrés Manuel López Obrador —"AMLO"— llegó a la presidencia de México. Mientras toda América latina abandona paulatinamente los gobiernos de izquierda —o que dicen serlo— México aparece como la alternativa que apuesta al progresismo. López Obrador es el primer presidente en mucho tiempo que corre al PRI del poder.
—¿Cómo ve el futuro de México?
—Imposible predecirlo —dice Villoro— porque la principal característica de este nuevo gobierno es su condición impredecible. Para bien o para mal, y especialmente para mal, podíamos saber lo que iban a hacer los gobiernos anteriores. Estamos padeciendo una polarización muy grande en México y mucha gente considera que todo lo que hace el presidente es bueno y mucha otra considera que todo lo que hace es pésimo. La verdad está en medio. Hay decisiones que toma que son de un desarrollismo capitalista inaceptable, como la creación de un tren maya en la península de Yucatán, que va a desplazar a cuatro millones de turistas, la misma cantidad de Cancún, y va a destruir zonas ecológicas importantes como la reserva de la biósfera de Calakmul, va a atentar contra los pueblos originarios, va a destruir zonas arqueológicas que todavía no han sido descubiertas pero de cuyas existencias se sabe por las pruebas de radar. Es el proyecto más devastadoramente capitalista que uno se pueda imaginar. Al mismo tiempo hay, de manera compensatoria, políticas sociales que son importantes y reparaciones simbólicas muy significativas, como convertir en un centro cultural a uno de los presidios más terribles de México, las islas Marías. O abrir al conocimiento público las actas de la policía política. Tenemos estas contradicciones en el gobierno, que, dicho sea de paso, no es tan distinto a los muchos gobiernos del PRI, que eran gobiernos procapitalistas, pero con un apolítica asistencialista compensatoria.
Una de las paradojas de la realidad es que el mundo ama aquello que lo repudia
—Hablamos de política y, si ningún libro hoy genera un debate en la sociedad como, por ejemplo, lo hizo en su momento Padres e hijos, de Turgueniev, ¿para qué se escribe?
—Yo creo que uno escribe por necesidad. Porque, como decía en aquel librito que mencionabas, es una pasión y una condena. Considerar que un libro va a movilizar a la gente y va a cambiar la historia del mundo es una pretensión excesiva. Uno debe escribir por el gusto de hacerlo. Muchas veces escribiendo de espaldas al mundo te conviertes en alguien más atractivo para el mundo. Es el caso de Roberto Bolaño, de quien fui muy amigo. Una de las paradojas de la realidad es que el mundo ama aquello que lo repudia. No debemos pensar demasiado en la consecuencia última de la obra, porque eso no nos compete. Cuando el Quijote está en una mesa, no es una obra de arte, si no la posibilidad de una obra de arte. Solo cuando alguien lo lee se convierte en una obra de arte.
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