Luciano Lutereau: “Mi generación es la de los que han tenido hijos sin dejar de ser hijos”

El psicoanalista especializado en terapia infantil habla de su nuevo libro “Más crianza menos terapia” (Ed. Paidós) y de los desafíos de ser padre en el siglo XXI.

Luciano Lutereau, autor de “Más crianza, menos terapia”

Desafío, alegría, conflicto, amor, temores, tensiones, crecimiento, responsabilidad, trascendencia. La maternidad y la paternidad no se pueden definir con una palabra; ni siquiera con todas. Tampoco es posible definirlas como lo hubieran hecho nuestros padres y madres, abuelas y abuelos. El nuevo siglo trajo un nuevo mundo, una nueva vida, una nueva perspectiva, una nueva forma de entablar relaciones que, por supuesto, significó un vínculo diferente con los hijos.

Luciano Lutereau es psicoanalista y se dedica a la terapia infantil. Con más de quince años de experiencia en la disciplina, ha publicado una veintena de libros. Escribe con frecuencia en medios —especializados y masivos— y da conferencias, tanto en la Argentina como en el exterior. A fines del año pasado publicó Más crianza menos terapia (Paidós), el primer libro de una serie de tres que, en pocas semanas, se continuará con Esos raros adolescentes nuevos.

En Más crianza menos terapia desarrolla, usando con un lenguaje abierto y trayendo anécdotas y ejemplos, los conflictos más frecuentes —o más cruciales— de esta época: el destete, los miedos, los retos. Lutereau habló con Grandes Libros de este trabajo.

Más crianza, menos terapia: ser padres en el siglo XXI (Paidós, 2018)

¿Hasta qué edad se trabaja con chicos?

—Creo que me lo preguntás en el sentido de si se llega hasta la pubertad o la adolescencia, pero te propongo contestarte desde qué edad. Cuando empecé a trabajar, lo más frecuente era que se consultara por chicos de seis o siete años, niños que ingresaban en la escuela. Los síntomas que surgían eran principalmente las disfunciones de un espacio escolar. De un tiempo a esta parte es más frecuente que se consulten por niños más pequeños. Para mí era impensable que me consultaran por un niño de un año, pero muestra algo significativo de nuestro tiempo: que las consultas se adelantaron mucho y que los síntomas cambiaron. Ya no se da tanto el caso típico del niño al que le cuesta aprender sino que son más bien cuestiones relacionadas con lo alimenticio, con el dormir, con los temores nocturnos, con la dificultad para quedarse solo.

¿Cómo es una consulta típica?

—Los niños no consultan, salvo en algunas ocasiones, quizá por alguna identificación con los padres que van a algún dispositivo terapéutico. Por lo general son los padres quienes consultan. Y para que un padre consulte, algo de su lugar de padre tiene que estar conmovido. Eso genera mucha culpa. Imaginate ir a ver a un extraño para que te diga qué le pasa a tu hijo. Es una herida fuertísima. Entonces, es muy importante, más allá del motivo de consulta, que el terapeuta tenga presente el factor de la culpa y que no la refuerce, por ejemplo, cayendo en la deriva típica de explicarle a los padres cómo tienen que hacer para ser padres.

¿El padre o la pareja de padres que llega a terapia viene con la guardia muy baja?

—Sí, y es un acto de responsabilidad enorme que uno, como terapeuta, acompañe a esos padres para que puedan volver a ocupar su lugar como padres. Yo siempre le digo a los padres de mis pacientes que no soy un especialista en niños. No soy el que sabe de los niños. En todo caso, me considero alguien que acompaña a que esos padres puedan volver a ser los mejores interpretantes de aquello que le pasa al hijo. En ese sentido, algo típico en la consulta de nuestro tiempo es el trabajo para restituir la parentalidad de quienes nos vienen a consultar.

Luciano Lutereau

¿Hay sesiones con padres e hijos?

—Al trabajar con niños más pequeños se impone armar una escena de juego donde estén los padres. Además es muy útil, en el sentido de poder descubrir cómo juegan. Y se puede ver otra cosa típica de nuestro tiempo es la consulta generalizada: que ante cualquier cosa, se piensa en llevar al niño a un psicólogo, "total, mal no le va a venir". Yo soy de la idea contraria. Cuando el psicoanálisis no está correctamente indicado, si sobra, daña. A veces hay momentos de transición, momentos de angustia, de conflicto, pero lo que evalúo cuando me encuentro con un niño es, en principio, si efectivamente ese niño está creciendo. A veces, con acompañar en ese momento es suficiente. Vivimos en una época muy poco tolerante a los conflictos, a lo que implica crecer con conflictos. Los terapeutas tenemos que ser conscientes de lo que implica la decisión de tomar en tratamiento a un niño.

En el libro rescatás el conflicto, incluso decís que una relación crece o se fortalece con el conflicto.

—Absolutamente. Creo que ese es un punto desarrollado en el libro y que es una idea central en mi práctica como psicoanalista. El valor del conflicto como motor. Muchas veces se ve en las relaciones personales, ¿no? A veces uno necesita pelearse con un amigo y pasar por un momento de suma tensión, y después sale fortalecido ese vínculo. Con los niños tenemos la expectativa de que crezcan al modo de las plantas, y el crecimiento es vaivén, es ida y vuelta, es desestructuración. La infancia tiene conflictos típicos. Por ejemplo, una consulta frecuente tiene que ver con las dificultades para dormir y los miedos nocturnos. Esa etapa es central en la infancia e implica un crecimiento muy grande.

Me llamó la atención que en el libro dijeras que los miedos se van desarrollando como una manera de descubrir el amor.

—En la serie que arman se van personalizando. Primero es el miedo a lo oscuro, que es absolutamente indeterminado. Después al monstruo, que, tarde o temprano, se antropomorfiza. Después se transforma en el miedo a los ladrones y a la pérdida de los padres. Recorre una serie que va humanizando la relación con un otro personal. En general, los miedos aparecen en un momento en que el vínculo con los padres se empieza a inscribir en la posibilidad de la ausencia de los padres. Eso es muy importante. Si un niño no atraviesa esa fase de miedos va a tener una relación, no quiero decir simbiótica, pero en la que le va a costar mucho separarse de los padres.

¿Cuál es el síntoma de los tiempos, qué es lo que más se consulta hoy?

—Hay tres experiencias que desarrollo en el libro. El destete es central. Como psicoanalista, mi práctica me llevó a acercarme a espacios de crianza, conversar con mujeres que tienen una dedicación especial a la lactancia, no quedar ubicado en el saber pediátrico tradicional. Creo que nadie puede decirle a una mujer hasta cuándo dar la teta. Cómo criar a un niño es una pregunta y una respuesta absolutamente personal. Otra experiencia es la del control de esfínteres. Sorprende mucho hoy en día que haya niños cada vez más grandes que siguen usando pañales. La cuestión no es ponerse en el lugar adaptativo: hay que entender qué quiere decir el control de esfínteres, que no es meramente la capacidad de controlar las heces. Y la tercera cuestión tiene que ver con un trabajo que vengo a haciendo en relación a cómo retar a un niño. Cuando a niños pequeños se los pone en penitencia, la pregunta siempre es sobre cuáles son las condiciones para que pueda entender un acto y sus consecuencias. Más que dar consejos acerca de cómo hay que retar a un niño, lo que quiero subrayar es cómo evitar que, por impotencia, los adultos terminemos siendo sádicos con los niños, queriendo que entiendan cosas que no pueden entender.

¿Por qué somos padres tan distintos a cómo eran nuestros padres?

—Seguramente ni nuestros abuelos ni nuestros padres se preguntaron jamás qué era ser buenos padres. Hace tres generaciones los niños ocupaban un lugar marginal en la casa; hoy no hay lugar de la casa que no pueda ser ocupado por los niños. De hecho, quienes se dedican a la publicidad, notan cada vez más que el consumidor ideal es el niño. Yo creo que esta pregunta va de la mano con los próximos dos libros que saco con Paidós. En Esos raros adolescentes nuevos, que sale en abril, desarrollo la idea de una generalización de la adolescencia, una adolescentización de los vínculos. Un punto en el cual a los adultos nos cuesta ser adultos. Mi generación es la de los que han tenido hijos sin dejar de ser hijos, y eso implica una severa dificultad para ocupar lugares de autoridad.

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