La canción se llama "Beautiful boy" y está en "Double fantasy", el que sería el último disco de John Lennon. Es una canción hermosa. Le canta a Sean, el hijo, que está ansioso por verlo crecer y acompañarlo en ese tránsito. "La vida", le dice, "es eso que pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes". Probablemente, esa sea una de las más grandes enseñanzas que un padre puede decirle a su hijo.
Casi cuatro décadas después —la canción es de 1980—, Diego Golombek reformula aquella frase para señalar que no sólo la vida es eso que sucede sin que nos demos cuenta: lo mismo pasa con la ciencia. Doctor en Ciencias Biológicas, periodista, escritor, profesor, Golombek es, también, un gran divulgador científico, algo que se evidencia en la profusión de títulos que ha escrito a lo largo de los años: Las neuronas de Dios, El parrillero científico, Sexo, drogas y biología (y un poco de rock and roll), muchos más.
En La ciencia es eso que nos pasa mientras estamos ocupados haciendo otras cosas (Siglo XXI), Golombek reúne diferentes artículos que ha publicado en los últimos tiempos y les da un nuevo lustre para mostrar la vida privada de los científicos, los criterios necesarios para realizar experimentos, las diferentes disciplinas que estudian nuestra vida cotidiana —la cocina, el baño, la política, el amor.
"En cada cosa que hacés hay una mirada científica", dice, ahora, en diálogo con Grandes Libros, "pero la dejamos pasar por costumbre, por tradición, por aburrimiento. La propuesta del libro es que no la dejemos pasar. La gente por ahí piensa que uno, como científico, se va a poner a hablar de los taninos del vino o de los rituales de la danza en lugar de disfrutar del vino o de la danza. No, no es eso: la ciencia puede ser profundamente bella y mágica. Entender algo es muy bello y de eso se trata la ciencia".
—En Diez preguntas que la ciencia (todavía) no puede responder, Nora Bär dice que una ciencia se hace fuerte a partir de su capacidad de relato. Al leerte, parecería que lo más importante que querés transmitir es que todos podemos formar parte de ese relato.
—Porque primero me lo estoy contando a mí. Yo soy científico, pero la ciencia está muy compartimentada. Yo estudio un pedacito del cerebro; del resto, más o menos, puedo tener alguna idea. Lo primero que hago es contarme las historias y fascinarme con ellas, y después trato de fascinar a otro con la ciencia que tiene alrededor.
—¿Por qué hoy nos interesa más el científico que la ciencia?
—Nos importan las dos cosas. La ciencia no tiene intereses, no es buena ni mala. La ciencia no es nada: es una mirada sobre el mundo. Pero la hacen científicos y científicas. Tenemos que reflexionar sobre ellos, porque son los intermediarios entre la naturaleza y nosotros. Tenemos que entender cuál es el oficio del científico, que es alguien que también vive de contar historias profesionalmente.
—¿Cambia mucho tu rol como divulgador científico que como investigador? ¿Son dos discursos distintos?
—No completamente. Pero cuando le hablás a tus colegas, lo hacés ante una cofradía que le encanta hablar con un lenguaje propio que nadie entiende. Un congreso de neurociencias es un grupo recortado del mundo. Sin embargo, soy consciente de que el contar de otra manera, lo que llamamos "divulgación", e incluso dar clases, ayuda muchísimo, diría infinitamente, para contarle a los colegas. Contás de otra manera, sin perder el rigor, sin dejar de ser técnico, buscás analogías y metáforas. Eso me ha ayudado mucho.
Cuando uno piensa en el tabú dice “La ciencia no se puede meter con Dios, con la moral, con el sexo”. La verdad es que se puede meter con todas esas cosas porque todo permite una mirada científica
—Pienso en el programa que tenías en Encuentro, que tenía rigor pero no dejaba de ser televisivo.
—Ese es el desafío. Primero hay que asegurar el rigor. Que las cosas estén bien porque sos un experto en el tema o porque consultaste a los expertos. El rigor científico no puede comprometerse. Pero, una vez que eso está asegurado, todo vale dentro de un formato. Si estás haciendo un programa de tele, hacé un programa de tele. Si estás haciendo un programa de radio, hacé un programa de radio. Si estás haciendo un libro, hacé literatura. Si estás haciendo teatro con contenido científico, que sea una obra de teatro. Ese es el gran desafío.
—En uno de los capítulos, creo que es el que habla de la ciencia del baño, decís "Para la ciencia no hay tema tabú". Uno podría pensar que esa idea está más vinculada con una cuestión ética, pero vos la pegás a una cuestión escatológica.
—Absolutamente. Cuando uno piensa en el tabú dice "La ciencia no se puede meter con Dios, con la moral, con el sexo". La verdad es que se puede meter con todas esas cosas porque todo permite una mirada científica. Pero mi juego es hablar de lo que pasa en el baño, que no es la típica charla de los amigos. Pero: ¿por qué no? Por qué tendríamos miedo de hablar de lo que pasa en el espejo, de cantar en la ducha y… de otras cosas que te puedo ahorrar.
—Las preguntas que la ciencia no puede responderse —por ejemplo, aquellas que tienen que ver con el origen de la vida o del universo— son las mismas que se hace la filosofía.
—Es que no hay tanta diferencia. De dónde venimos, a dónde vamos, qué está pasando. Hay muchos puntos de contacto entre la filosofía, la física, la neurociencia. Son preguntas fundamentales: qué es la mente, qué es la muerte. Nosotros elegimos contarlo de una manera natural, haciendo experimentos, tratando de entender a la naturaleza. Los filósofos lo piensan, lo discuten, lo teorizan de otra manera. Son caminos absolutamente complementarios, no tenemos por qué pelearnos.
—¿Y con la religión?
—Lo mismo. Cuando se mezcla ciencia y religión suele ser para mal. Son caminos completamente diferentes: la realidad de la ciencia se basa en evidencia, la de la religión en la fe. Pero no quita que puedan mirarse y acompañarse. Desde la ciencia se puede estudiar la religión, se puede estudiar el concepto de Dios y la creencia en lo sobrenatural. ¿Por qué en pleno siglo XXI el 80% de la gente se asume como creyente? Esa es una pregunta científica.
¿Bolsonaro cree de verdad en las gansadas que dice? Esa es una pregunta absolutamente científica
—La política es una variable que se entromete en las ciencias sociales. ¿Cómo afecta a las ciencias duras? Nora Bär y vos publicaron Neurociencias para presidentes.
—Lo mismo que decíamos de la religión: la neurociencia puede estudiar la política, puede estudiar la toma de decisiones de personas con distintos tipos de ideología. Es una intersección directa: estudiar el cerebro de una persona que piensa de una determinada manera. ¿Bolsonaro cree de verdad en las gansadas que dice? Esa es una pregunta absolutamente científica. Y no es de las ciencias sociales sino de las ciencias naturales. Las ciencias sociales lo ponen en contexto. Obviamente, van a estudiar la política en la sociedad que le da cabida. Pero nosotros podemos estudiar qué pasa con la empatía, con la toma de decisiones. En Inglaterra hay un grupo de científicos que estudian la economía del comportamiento, cuyo rol es básicamente asesorar al Primer Ministro y al Senado en temas que tengan que ver con políticas públicas. No podés hacer política pública sin evidencia y la ciencia es la que te da la evidencia.
—¿La sociedad pide más intervención de los científicos? Lo pregunto, por ejemplo, en relación al debate de la ley de la interrupción voluntaria del embarazo, donde la figura del científico fue protagónica.
—Ojalá lo pidieran más, tanto la gente en general como el poder y el Estado. Todavía es poco. Es raro que un Estado se apoye en la ciencia y pida un asesoramiento. El caso de la ley de la interrupción voluntariamente del embarazo fue paradigmático, pero porque hubo una intervención muy celebrada, que fue la de Alberto Kornblihtt, que es uno de los mejores científicos que tenemos. Después, no hubo más. Y también pasaron algunas falacias sin que nadie dijera "Eso que estás diciendo no tiene sentido". Todavía es muy relativo el rol de la ciencia. No nos llaman, pero no podemos quedarnos con eso. Tenemos que exigir que nos llamen: es parte de nuestro trabajo.
—¿Cómo se logra?
—Haciendo lobby, como hacen las sociedades científicas en Estados Unidos y en Europa. Cuando está por salir una ley, la sociedad científica se junta y estudia y hace un informe. Y con ese informe podés llamar a tu representante en el Congreso y decirle "Cuidado con lo que vas a votar". Estamos un poco lejos de eso, pero soy medianamente optimista en que lo vamos a lograr.
En los últimos 20 o 30 años supimos mucho más sobre el cerebro que en toda la historia. Hoy tenemos la tecnología y tenemos las preguntas
—Creo que a partir del proyecto de Obama de analizar el cerebro, la neurobiología pegó un gran salto. ¿Cómo hacen los científicos para seguir trabajando por afuera de la moda?
—Es imposible. Lo que decíamos hace un rato: la ciencia no tiene modas, los científicos sí. La primera mitad del siglo XX fue el momento de la física, después irrumpió la biología molecular y ahora el cerebro y la neurociencia. Pero son modas lógicas, no caprichos. En los últimos 20 o 30 años supimos mucho más sobre el cerebro que en toda la historia. Hoy tenemos la tecnología y tenemos las preguntas. Es lógico que eso se derrame a una mayor comunicación de la neurociencia.
—Cuando se comenzó a descifrar el ADN se pensaba que iba a tomar varias décadas; lo que finalmente no fue así. ¿Con el mapeo del cerebro va a pasar lo mismo?
—No tanto. Sí vamos a ser exponenciales porque la tecnología avanza aunque no nos demos cuenta, aunque estemos ocupados haciendo otras cosas. Pero el cerebro tiene un orden de complejidad muy grande. Hay quienes dicen que es el órgano más complejo del universo y hay quienes dicen que nunca lo vamos a entender. Yo creo que sí, que la zanahoria está lejos pero que vamos a llegar. Y vamos a tardar menos de lo que pensamos, pero pensamos en mucho tiempo.
—¿Por qué la Argentina, pese al desmantelamiento de la investigación científica que los diferentes gobiernos han hecho, sigue siendo tal semillero?
—Sospecho que tiene que ver con que partimos de una cima muy alta. La edad de oro de la ciencia argentina, hasta 1966, fue realmente muy alta en física, en química, en neurociencias. Hubo muchísimos vaivenes, muchísimos éxodos, pero mantenemos parte de esa mística, particularmente en la universidad pública. Los chicos salen bien formados en ciencias. Salen con criterio, pueden ir a cualquier laboratorio del mundo y se van a sentir cómodos. Tenemos que mantener esa chispa a toda costa.
—¿Cómo se hace para evitar que los científicos se vayan del país?
—Yo creo que los científicos argentinos se tienen que ir del país para continuar su formación. El problema es que no vuelven. Acá uno está limitado por dos cosas: por las ideas y por los recursos. Por ahí tenés una idea maravillosa y no la podés hacer. Pero si vas a un buen lugar, pujante de ciencia, sólo estás limitado por tus ideas. Insto muchísimo a mis estudiantes a que se vayan a hacer un "posdoc", una estadía, e, idealmente, que una buena proporción de los que se fueron vuelva. Ahí está el problema: no los estamos recibiendo bien, no estamos federalizando el sistema científico, no estamos dando los incentivos adecuados. El éxodo solamente es tal si no vuelven.
—¿Por qué Darwin es tu científico favorito?
—Darwin, sí, pero no cualquier Darwin. El que me fascina es el pibe que a los veintipocos salió casi por primera vez de su casa y se fue a dar la vuelta al mundo y no le entraban las cosas en los ojos. Ese pibe que estaba estudiando para ser clérigo y se le vino la naturaleza arriba. Leés al pibe Darwin cuando llega a Río y es cualquiera de nosotros diciendo "El mercado, las frutas, la playa, las garotas". Después anda por acá y cabalga con los gauchos, ¡y cruza los Andes! Me maravilla que fue alguien que quiso ver y se animó a ver.
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