¿Se puede pensar la matemática desde una dimensión épica? La pregunta, en todo caso, sería cómo no hacerlo. La imagen de un hombre o una mujer esforzándose durante horas, desafiando los límites de su propia inteligencia en busca de la resolución de un problema es, casi por definición, la imagen de la pasión y la épica modernas.
Desde Pitágoras, en el siglo VII antes de Cristo, la matemática avanza a fuerza de demostraciones. Es una disciplina objetiva: no hay dogmas ni subjetividades ni criterios de autoridad. Toda proposición matemática debe ser comprobada y, una vez que se acredita la veracidad, se convierte en un teorema a partir del cual pueden deducirse otros teoremas.
La matemática es un edificio que se levanta con la razón.
Una demostración verdaderamente maravillosa
¿Quién fue el matemático más importante de la historia? ¿Fue Leonhard Euler, que desarrolló el método algorítmico que le sirvió a los marineros para ubicar su posición exacta en el mar? ¿Fue Sophie de Germain, quien, para poder estudiar —ya que como mujer no le estaba permitido— se ocultó tras la identidad de un tal Monsieur Le Blanc y llegó a despertar la admiración de Carl Gauss? ¿Fue el propio Gauss, que ya de niño tenía destellos de genialidad y a los 21 años escribió un tratado sólo comparable con los Elementos de Euclides?
Ninguno de ellos, sin embargo, ni los que vinieron después, como Cauchy, Lamé, Kummer, Bertrand Russell, Gödel, pudieron comprobar un teorema de una notable sencillez que un jurista francés del siglo XVII, matemático aficionado, aseguró haber resuelto.
Todos conocemos el teorema de Pitágoras: en un triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. La demostración de Pitágoras fue un evento tan memorable que sacrificaron un centenar de bueyes en un acto de gratitud a los dioses. Junto con el teorema, Pitagoras definió una serie de "tripletas" conformadas por catetos e hipotenusas enteros. Por ejemplo: x=3, y=4, z=5; x=5, y=12, z=13.
Pero, si en lugar de elevar las variables al cuadrado, se las eleva al cubo o a cualquier otra potencia, ya no se pueden encontrar soluciones con números enteros. Existía la conjetura de que no las había —una conjentura es infinitamente más débil que un teorema, cuya demostración es una verdad incontrastable—, pero fue recién en 1667 que el juez Pierre de Fermat afirmó haber encontrado la demostración. En un volumen de la Aritmética de Diofanto, anotó: "Tengo una demostración verdaderamente maravillosa de esta proposición, pero este margen es demasiado estrecho para contenerla".
Aunque matemático sólo en sus tiempos libres, Fermat era brillante. Autodidacta, había aprendido todos sus saberes, justamente, del libro de Diofanto. Tenía una capacidad asombrosa para resolver desafíos y podía ser tremendamente pedante, incluso frente a matemáticos profesionales. Consideraba los problemas como acertijos lógicos y muchas veces escribía apenas lo necesario para convencerse de que entendía la solución y ya no se molestaba en continuar con el resto. Su motivación era descubrir los misterios ocultos detrás de los números.
Lo irónico fue que él mismo, con aquella anotación que encontró el hijo después de su muerte, dejó el misterio más grande para la matemática moderna.
La aventura matemática
"Este es el mejor libro que leí en mi vida", dice Adrián Paenza en el prólogo de El último teorema de Fermat (Cía. Naviera Ilimitada Editores), de Simon Singh.
Periodista científico, ganador —como Paenza— del prestigioso premio Leelavati, Singh se viste aquí con el traje del detective que sigue las huellas que las grandes mentes de la historia fueron dejando atrapadas en la matemática: migajas de pan que marcaban el rumbo para avanzar en la demostración del teorema de Fermat, pero que nunca alcanzaban a llegar a destino.
¿Y si Fermat se hubiera equivocado? ¿Y si hubiera mentido? ¿Y si no hubiera solución? Durante más de 350 años, el teorema se mostró esquivo con todos los que intentaron descrifrarlo. Hasta que a principios de la década del noventa, un joven inglés, Andrew Wiles, que trabajó en el teorema durante más de 7 años completamente aislado de la comunidad científica para reducir las distracciones, dijo haber encontrado la solución.
El libro de Singh es un relato atronador, el trabajo de un apasionado que se dejó contagiar por la pasión de otro. Es casi increíble decir esto de un libro de divulgación matemática, pero se llega a las últimas páginas con el corazón en la mano. Singh tiene una gran destreza para mostrar la vida oculta del matemático: el drama, la tensión y los fantasmas de quien se dedica obsesivamente a encontrar una verdad.
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