Por Paula Tomassoni.
Habrá sido por el 2010 o 2011 que escuché por televisión que el gobierno español había advertido a sus ciudadanos que iba a ejecutar las hipotecas morosas de los créditos de vivienda, confiscando las propiedades.
Al enterarse de la novedad, un hombre que vivía con su mujer en una casa comprada con un crédito hipotecario, del que estaría adeudando algún número de cuotas, se suicidó. El caso es que, no recuerdo bien si al otro día o a los pocos días, ante el rechazo social que provocara el anuncio de tan drástica medida (y la certeza de que mucha gente quedaría sin vivienda) el gobierno se echó atrás con la resolución, y los endeudados vivieron la amnistía de poder seguir morando bajo sus techos.
Mi primer pensamiento entonces, recuerdo, fue para el muerto. Su muerte inútil me llenó de tristeza. Una muerte a lo Benjamin. Una muerte con moraleja: nunca te mates hasta no estar seguro de estar muerto. En este punto creo que cabe una aclaración: la noticia no decía que el gobierno había retrocedido con la medida por haberse enterado del suicidio del señor (eso lo convertiría en un héroe), sino que había reaccionado ante el reclamo popular. La muerte de este hombre, por demás dramática, no había servido para nada.
Una pena enorme que, en cuanto se despejó, derivó en mi segundo pensamiento: su mujer. La conmiseración fue mutando a bronca, rayando el desprecio: gauchito el compañero que deja a su esposa en quiebra y sin casa. Hasta que la muerte (o las deudas) nos separen.
De ese hilo empecé a tirar y fue apareciendo esta historia cuya primera escena fue, en mi mente, la que es primera en la novela: Maine frente a su esposo muerto.
El comienzo de un relato siempre es material y aleatorio. En el caso de Indeleble fue esa noticia menor, casi una curiosidad, contada como ilustración de la crisis económica en Europa. La situación es la que daba razón de ser a esa historia que daba cuenta de la desgracia de un matrimonio anónimo en España. Era una noticia con función literaria, simbólica. Una metonimia, una parte por el todo. Y con cosas que me encantan: muertos, secretos, sinsentidos.
Escribir una novela es una experiencia maravillosa. Todo el tiempo que dura ese proceso (que en mi caso siempre es mucho) vivo paralelamente en dos mundos, el cotidiano y el de la historia que estoy siguiendo. A veces se retroalimentan, casi siempre funcionan de refugio el uno del otro.
La instancia de escritura propiamente dicha (algo así como el período en que la historia fluye, toma forma) está signada por la curiosidad y el asombro. Las y los personajes se muestran, me sorprenden, me tienen en estado de alerta tratando de ordenar las lógicas de sus acciones. Soy la primera lectora de ese relato que se va construyendo, sobre todo, lejos de la computadora. Acopio imágenes, sentidos, pequeñas narraciones, que luego van a enredarse en el entramado que dará cuerpo a la novela.
Asumir la pérdida de alguien querido es poder entender la ausencia en el orden de lo presente, de lo material. Transitar la muerte es regalar la ropa del muerto, ocupar su cuarto, o tirar su cepillo de dientes. Maine avanza en el reconocimiento de esa ausencia y en ese recorrer va encontrando, paradójicamente (o no) su propia existencia.
En ese recorrido, en ese aparecer de Maine y sus preguntas, descubrí que estaba escribiendo una historia que hace rato quería escribir, sobre la mujer de clase media y sus mandatos sociales. Una historia ligada al machismo visceral y paralizante ejercido por un ejército de mujeres que le pusieron el cuerpo a los valores tradicionales morales y el deber ser. Mujeres que entienden la rebelión como una clase de gimnasia o un Martini.
Maine pertenece a un colectivo que deposita históricamente sus deseos y ambiciones personales en el otro (hombre), que entiende el pedir permiso como una virtud, la obediencia como un valor moral.
Escribir Indeleble me enseñó a entender e indagar a ese modelo de mujer, bajo cuyos parámetros me construí y con cuya constitución tuve que negociar para asumir mi lugar como integrante de una generación bisagra entre las unas y las otras, ya no dispuesta a ni arrepentida de.
Un recurso formal me sirvió para poder entrar y salir de la mirada de Maine, tratando de abrir el relato a otros modos de pensar las mismas situaciones. Alternando puntos de vista y tiempos verbales, yendo y viniendo en el tiempo, la historia fue abriendo interpretaciones posibles, generando ambigüedades, contradicciones, vacíos, con la esperanza de que las y los lectores tomen la posta en el armado de estas singularidades.
Me interesa especialmente que el texto no ahogue las lecturas, no las clausure. Dar espacio al lector para que se apropie de la historia, para que de algún modo sea él o ella quien la cuente. Por eso me obsesiono en el trabajo con los silencios, con lo no dicho. Es un poco el oficio del escultor: la pieza se construye con lo que quito, no con lo que añado. Sacar, vaciar, hasta quedar al límite del sentido, es la idea.
Si bien Indeleble sucede en un tiempo no muy lejano (fines de los noventa y 2001) parte del trabajo fue recuperar datos y ordenar recuerdos sobre el momento político, la devaluación, los acuerdos con el FMI, el corralito, la sucesión intempestiva de presidentes. La novela daba cuenta de un pasado de la historia reciente que se resignifica cuando, al correr de este año y en los últimos tramos del proceso de edición, vuelven a aparecer en los medios algunos nombres y palabras, y la historia se vuelve brutalmente contemporánea. Contando el pasado estoy hablando, sin querer, del presente: la capacidad de asombro sigue intacta.
Indeleble fue primero entonces una noticia, al pasar, entre tantas. Enseguida un personaje, una forma y una historia que se fue entretejiendo en función de dar paso a algunas preguntas que me ocupan. Ojalá encuentre sus lectores y estas preguntas se multipliquen.