Edmundo Paz Soldán visita con tanta frecuencia nuestro país que, como nos pasa con muchos de los grandes escritores de países vecinos, uno ya los considera un poco argentinos. (¿O no decimos que Juan Carlos Onetti era argentino?). Paz Soldán vino a Buenos Aires por primera vez a mediados de los ochenta para estudiar Relaciones Internacionales en la Universidad de El Salvador y, mientras estudiaba leyes y protocolos, llegó a fantasear con probarse en la primera de Boca. Eran tiempos en que brillaba Milton Melgar en el mediocampo xeneize. Pero el fútbol le tenía preparado otro camino y, gracias a la destreza con la pelota, pudo continuar sus estudios en la Universidad de Alabama con una beca deportiva.
Por entonces ya había empezado a escribir con dedicación y antes de recibirse ya había publicado un primer volumen de cuentos, Las máscaras de la nada. Hace poco, la editorial Metalúcida compiló una selección de relatos a partir de sus textos más tempranos con el título Las dos ciudades. Entre sus libros se pueden mencionar, entre otros, Dochera (premio Juan Rulfo), El delirio de Turing (Premio Nacional de Novela de Bolivia), Norte (finalista del premio Hammett) y Las visiones (finalista del premio de narrativa breve Ribera del Duero; ese año ganó Samanta Schweblin).
Referente de la literatura latinoamericana, Paz Soldán es uno de los escritores que le dio forma a la generación del post-Boom. Desde hace más de 25 años da clases en la Universidad de Cornell. Este año ha formado parte del consejo asesor del festival de literatura Filba; justamente es por el Filba, que comenzó el miércoles y continúa hasta el domingo, que Paz Soldán está en Buenos Aires.
—¿Es consciente del lugar que ocupa en la literatura de América latina?
—A veces. Me sorprende cuando me invitaban a ser jurado de un concurso o que me inviten a ser asesor de Filba. Ahí me doy cuenta de que los años han pasado.
—Pero usted habla de edad y yo le hablo de una obra que podría ser mascarón de proa de una generación de escritores de América latina en general y de Bolivia en particular.
—En el caso específico de Bolivia, sí. Me impresiona la generación que viene atrás, que es muy potente y muy diversa y muy ecléctica. Tengo la suerte de que esa generación no haya cometido un parricidio.
—¿Usted sí lo hizo?
—El más grande escritor boliviano en ese momento era Jaime Sáenz, pero la paradoja era que sus obras no eran fáciles de conseguir. Cuando empecé a escribir, Sáenz era un escritor secreto. Me acuerdo que un amigo me llevó por diversas librerías a buscar sus libros. Teníamos curiosidad por conocer al padre de la literatura boliviana que estaba desaparecido. Por entonces mis referentes eran argentinos o peruanos. Me acuerdo del impacto que me causó leer Ficciones a los 14 años.
—¿Llegó a conocer a Borges?
—Justo murió el año en que vine a Buenos Aires. Pero me compré las obras completas y hubo amigos que me decían "¡Por qué compraste a ese fascista!" Había discusiones sobre si leerlo o no por la cuestión política, por su cosa conservadora. Era algo que me sorprendía, porque yo no tenía ni idea de las políticas internas de la Argentina. Para mí, Borges era el más grande. Me acuerdo también de una columna de José Pablo Feinmann en la que se preguntaba si la izquierda debía leer o no a Borges.
—¿Quiénes se leían en ese momento?
—Osvaldo Soriano y Mempo Giardinelli. En ese entonces Planeta estaba lanzando una nueva narrativa, que el puntual era Juan Forn. Yo lo fui a entrevistar y él me dijo que no leía ni a Soriano ni a Giardinelli, que prefería leer a un chico que se llamaba Rodrigo Fresán.
—El paisaje de sus libros es antes latinoamericano que boliviano. Creo que la generación de ustedes estaba más preocupada por dar una nueva identidad literaria al continente.
—De hecho, cuando llegué a Estados Unidos, le dije a mi director de tesis que quería escribir algo sobre literatura boliviana, porque reconocía que no la había leído bien. Recién en el doctorado hice una tesis sobre Alcides Arguedas y descubrí la literatura boliviana. Pero en ese entonces, reconozco que cuando comencé a escribir no tenía el peso de la tradición local. Mis referentes eran, sobre todo, los del boom.
—Lo que pasa es que le Boom es de finales de los sesenta, principios de los setenta, y usted escribía más de 15 años después. Tal vez la pregunta que se formulaba en el 86 no se podía responder con una narrativa del 69.
—Había un nuevo paisaje que aparecía en Latinoamérica. Yo quería hacer cuentos como las fábulas kafkianas, más alegóricas. Descubrí lo latinoamericano cuando Alberto Fuguet me pidió un cuento para la antología McOndo y me dijo que los que le mandé no tenían color local. Yo no tenía una gran capacidad descriptiva y entonces trataba de saltarme eso y meterme directo en las historias. Por eso, mis primeros cuentos eran muy cortos. Incluso en el lenguaje no quería que hubiera marcas coloquiales del español de Bolivia, porque me leían chicos argentinos y amigos venezolanos. Pero en Estados Unidos me di cuenta que era al revés y comencé a extrañar ese sonido del español.
—Es llamativo cómo los escritores bolivianos más jóvenes abrevan en la literatura norteamericana, sobre todo en la literatura del sur.
—Es casi como una lengua franca. Puede que no conozcas al siguiente narrador joven ecuatoriano, pero llegas a Ecuador y de pronto te pones a hablar de Lucia Berlin o de Lorrie Moore y todos las han leído. Después de Bolaño, los escritores latinoamericanos se han atomizado y ahora se está intentando construir un nuevo canon post Bolaño, pero todavía está muy disperso. En cambio —y supongo que habrá una influencia de las grandes editoriales y sus distribuciones—, hay algo de la literatura norteamericana que siempre nos ha servido de referencia. La literatura latinoamericana, ¡por suerte!, siempre ha tenido la tendencia a mirar afuera. Antes era a Francia, ahora es Estados Unidos. A veces, lamentablemente, eso se traduce solamente en leer norteamericanos, que tampoco debería ser la idea. Hay que leer a japoneses, a asiáticos.
—¿En qué momento empezó a escribir ciencia ficción? En Latinoamérica hay género fantástico, pero casi no hay lugar para la ciencia ficción.
—Yo era un gran lector de ciencia ficción, pero me cohibía mucho mi relación con el mundo académico. Había una jerarquía que hoy se va borrando y lo genérico, el horror, el policial, la ciencia ficción, tenían su lugar pero estaban arrinconaditos. El fantástico rioplatense era una especie de anomalía. Pasó que después de una crisis personal, me pregunté qué me interesaba escribir y una manera de reconectarme con la escritura fue volver a mis primeros amores, que era la novela de aventura y la ciencia ficción. De pronto me di cuenta que eso me abría ciertas puertas, que podía llegar a lugares que con el realismo más puro y duro me costaba. Me duró cinco o seis años, y ya siento que estoy en otra etapa.
—Cuando uno piensa en un territorio como Bolivia, que casi contiene dos países en uno, se puede pensar en una Bolivia selvática —a la que tal vez el realismo mágico ya no tenga la potencia para explicar— y en la del paisaje lunar. ¿Cómo da la literatura respuestas a esos dos países en uno?
—Creo que la idea es no hacerte cargo. En el sentido de no sentir la obligación de tener que dar una respuesta; más bien, tratar de narrar tus especificidades y, a partir de ahí, ver cómo se construye el mapa de la literatura boliviana. A mí me preguntaban con respecto a la nueva generación —Rodrigo Hasbún, Giovanna Rivero, Maximiliano Barrientos— dónde está la novela de Evo Morales. Puede ser que esa novela aparezca dentro de 30 años: por suerte la literatura tiene algo anacrónico. La última novela de Maximiliano Barrientos, que salió por Eterna Cadencia, es la ucronía de una ruptura de la región camba y cómo se construye el día después de la posible ruptura. Es una novela política sin que parezca una agenda política.
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