El libro tiene uno de los mejores títulos del año: El amor es una catástrofe natural. Y tiene algunos de los cuentos más logrados del 2018. Su autora es Betina González, escritora que inauguró su carrera con el Premio Clarín por Arte menor (2006) y siguió con las novelas Las poseídas (y otro premio, el Tusquets: fue la primera mujer, y por ahora la única, en recibirlo) y América alucinada, entre otras.
Este mes, tras varios años de trabajo, publica su primer libro de relatos. "Necesité volver a los cuentos", dice González en diálogo con Grandes Libros, "volver a una forma más contundente". Son trece historias que alternan entre textos breves y otros más largos, en donde lo que se destaca es, justamente, esa sensación: la contundencia.
"No sé si el cuento tiene que ganar por knock out pero sí tiene que tener una condensación", sigue González, "tiene que cerrar sus propias apuestas". Con esa premisa, hay relatos que enganchan por la historia —por ejemplo, el de una mujer que escapó del campo de concentración y fue criada por una loba—, y otros por el ritmo —como el del médico que responde un llamado de auxilio ante la muerte de un niño. El ambiente general de los cuentos está determinado por aquella palabra del título: la catástrofe.
"Cuando uno va escribiendo distintos relatos", dice González, "hay un sedimento de sentidos que se empiezan a compartir. Y la idea de la catástrofe, el temporal, la tormenta se fue filtrando de distintas maneras. En algunos está más en primer plano, en otros está más en el trasfondo. Hay un par de cuentos donde lo que se narra es una caída. Hay que saber caer."
EL CENTRO DEL MUNDO
—Una característica que tiene el libro es la deslocalización. Incluso en el cuento que narra la crisis del 2001 no queda muy claro en qué país sucede.
—La deslocalización es una decisión clara. Los argentinos tenemos tan claro esa crisis que, cuando un relato te la presenta como un relato de ciencia ficción o distópico, la mirás con otros ojos. El procedimiento fue exagerar algunas cosas y borrar otras. Pero es un procedimiento que también está en los otros cuentos. De ahí viene el epígrafe de Alejandra Pizarnik, que está tomado de un poema pero que ella repite mucho en los diarios, hablando de la infancia y el cuento infantil.
—Ese epígrafe dice "Ese jardín es el centro del mundo, es el lugar de la cita, es el espacio vuelto tiempo y el tiempo vuelto lugar".
—En ese cuento, el espacio vuelto tiempo es importantísimo. La sensación de que la crisis no se acabó nunca, de que la caída no se acaba nunca. La razón por la que elegí ese epígrafe es porque Pizarnik se está refiriendo al cuento infantil: qué pasa en ese cuento maravilloso que no tiene espacio ni tiempo y ocurre en un entorno en el que cualquier cosa puede pasar. Incluso lo siniestro, porque sabemos que la poética de Pizarnik es bastante sombría. Para mí, este libro fue una vuelta a lo más puro del relato. La narración más pura en los espacios dislocados donde lo que importa es el choque de fuerzas entre personajes o lo que está pasando.
—Hablemos del lenguaje, que también da cuenta de una deslocalización. ¿Cómo se trabaja con una lengua que no es "pura" lengua argentina?
—Alguien me dijo que es una lengua familiar pero que no es local. Me gusta eso. No es un proceso tan consciente. Sí sé que me empezó a pasar en los años en los que no viví en Argentina, donde empecé a ver mi propio lenguaje, el dialecto rioplatense, con otros ojos, porque hablaba en otras versiones del español y en inglés. Cuando empezás a pensar en otra lengua aparece con otra luminosidad, y lo que usás cotidianamente ya no es tan natural. Empezás a pensar por qué usás tal palabra y no otra. Fue un proceso largo que atravesé durante los 10 años que viví en Estados Unidos, donde me di cuenta de que cualquier escritor crea su propio lenguaje. Por más que nos parezca que es el rioplatense más puro, ahí hay un artificio. Está bueno ser consciente del artificio que estás creando. Y si el relato no necesita de esa verosimilitud, por qué ponérsela. Incluso los relatos de la pampa, en los que por supuesto está el voceo y los personajes hablan como argentinos, tienen esa lengua que suena familiar pero a la vez es lejana. Eso es parte del proceso de distorsión que hace la ficción.
—¿Por qué es tan narrativa la catástrofe?
—Fitzgerald decía que siempre es interesante narrar una caída, pero que es más interesante narrar una caída lenta, un desmoronamiento. Hay una matriz narrativa muy fuerte: la sola palabra catástrofe te dice que hay un antes y un después y vos querés saber qué pasó en el medio.
—¿Cuál es la voz más difícil en una narración: una nena, un hombre, una mujer, una tercera persona?
—No sé si las voces son lo más difícil. Para mí, porque hasta hace relativamente poco me consideraba novelista antes que cuentista, es que el cuento no se me dispare y se me vaya por las ramas. A veces me enamoro demasiado de los personajes o de ciertas situaciones y me doy cuenta de que se va ramificando. Entonces, por el tipo de historias que a mí me interesan y por mi acercamiento, lo que más me cuesta es el desafío de condensación y contundencia. Escribir es también tomar decisiones y a veces te querés quedar con todo. Los momentos de mayor parálisis y frustración tienen que ver esa intención de querer conservar todo.
La entrevista completa se puede ver en la fan page de Grandes Libros.
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