Néstor García Canclini es uno de los intelectuales más destacados de América latina. Doctor en Filosofía por la Universidad de la Plata, estudió también en París donde fue discípulo de Paul Ricoeur. Hoy es uno de los tantos "argenmex" que van de México al pie: reside en el DF desde el golpe de Estado de 1976, cuando debió exiliarse, pero vuelve con una obstinada frecuencia a la Argentina.
Tiene una larguísima y exitosa carrera como ensayista y crítico cultural. Entre sus libros se pueden destacar Consumidores y ciudadanos, El mundo entero como lugar extraño, La globalización imaginada, Lectores, espectadores e internautas. La mayoría de sus trabajos se han vuelto bibliografía obligatoria en la facultad.
Desde Cortázar, una antropología poética, su primer libro, publicado en 1968, ha escrito casi una veintena de ensayos. El año no es un dato menor: García Canclini lleva ya cinco décadas como autor. Parecería que estos 50 años fueron el tiempo necesario para abrirse a la ficción: Pistas falsas (Ed. Sexto Piso) es su primera novela. Es cierto que es una novela con mucho de ensayística, pero es una ficción al fin.
La historia, corrida unos años en el futuro, está situada en 2030 y protagonizada por un arqueólogo chino que visita Buenos Aires y el DF. "La narración está llena de pistas falsas", dice García Canclini en diálogo con Grandes Libros retomando el título de la novela, "pero no necesariamente falsas en el sentido malintencionado, si no en los equívocos que experimenta un arqueólogo chino con un imaginario —o varios— sobre lo que pasa en América latina".
El pequeño salto al futuro le permite al autor indagar hacia dónde se dirigen los distintos movimientos sociales, políticos y culturales. El mundo del 2030 está atravesado por una extraña globalización; leer Pistas falsas da la sensación de mirar al precipicio: ministerios que funcionan en los sótanos de las multinacionales, embotellamientos que condenan a los conductores a una suerte de "autopista del sur"eterna, el smog oculta montañas y soles.
—El ambiente del libro transmite una sensación de fin de época: ¿eso es lo que piensa que va a pasar en los próximos años?
—De fin e inicio de época. Muchas de las preguntas del libro tienen que ver con hacia dónde vamos, qué está empezando, por qué los jóvenes se asocian de maneras distintas a como la gente se juntaba y conversaba en el pasado. Hay un poquito de presencia de las tecnologías, pero no quise aventurarme mucho porque no soy un especialista en innovación tecnológica. No la veo como una novela apocalíptica. Hay un doble juego: la sensación de fin de muchos tiempos —algunos que persisten y se enredan, otros que no logramos desprendernos y otros que quisiéramos que duren un poco más porque dan más confianza— y también la aventura de tratar de entender lo que están haciendo. Tampoco es una novela nostálgica, me parece.
—Cada país es apocalíptico a su manera, como diría Tolstoi.
—¡O de varias maneras! [Se ríe] Argentina tiene una colección de formas apocalípticas.
—La novela tiene un vínculo muy fuerte con el arte. Creo que la gran pregunta del libro es sobre los límites de la representación, un tema que también ha trabajado en sus ensayos.
—Sí, pero no es sólo sobre arte. También es sobre cómo imaginamos el futuro y las formas de convivencia y las dificultades que ya existen pero que se van a exasperar y van a cambiar de rumbo. El origen de esta narración fue en 2014, cuando me invitaron al coloquio que hizo la Biblioteca Nacional por el centenario del nacimiento de Cortázar. Me puse a releer textos —los cuentos me siguieron pareciendo muy atractivos; Rayuela se me cayó—; en todo caso, se me ocurrió otra cosa para mi participación. Ya en ese momento se habían publicado seis tomos muy voluminosos de las cartas. Y me pregunté qué era lo que estaba pasando. Como fenómeno editorial de relación vida/obra no era, como se decía, solo algo de las viudas. Pasaba algo más que me interesaba explorar. Entonces, se me ocurrió la distancia de ese arqueólogo chino que se extraña que con Cortázar —como con otros autores: Bolaño, etc.— sus obras póstumas son más voluminosas. Hay más páginas publicadas que las que ellos decidieron editar en vida.
—Casi diez veces más.
—Claro. Entonces, en la novela puse a dialogar especialistas en un congreso sobre lo que estaba sucediendo. Pero no sólo en la industria editorial, si no en la experiencia de relación de los lectores con las biografías, con la ficción, con esa otra ficción que son las cartas. Ese juego entre representación y realidades múltiples interculturales en el que, sin duda, las artes y la literatura son referencias e incitadores. El otro día me preguntaban qué autores me indujeron para ir en esta dirección. Puedo citar a Calvino, a Cortázar, a Borges mucho más, a otros más jóvenes que leo con mucha dedicación. Pero son muy importantes Goya y León Ferrari, y el juego de comparaciones un poco intrincadas en esas obras distantes están en uno de los capítulos.
—Goya está al comienzo y al final del libro, y, de nuevo, está el problema de la representación. El libro comienza con la frase: "Goya vio a Hitler antes de que Hitler lo viera a Goya". Pero, si las pinturas de Goya ya estaban, ¿para qué sirve el arte?
—O para qué sirve Hitler, si Goya ya lo había anticipado. Es una cuestión muy amplia que voy a volver a tocar en pocos días, porque voy a dar una conferencia en la reciente maestría de Arte y Sociedad en América Latina en la Universidad del Centro, en Tandil. El arte sirve para muchísimos objetivos. Está la idea romántica de una expresión de una subjetividad, liberarse de los fantasmas, volcar en el papel lo que ya no soportamos en nuestro interior. Otra manera de ejercerlo, como las vanguardias, es cultivar la transgresión y hacer lo que la sociedad censura, descalifica. Construirse identidades a partir de esas transgresiones, facilitar que los lectores y los espectadores se asocien a esas identidades inventadas, encuentren sentido que la realidad no permite. Muchas tareas más.
—Otra idea del libro es la búsqueda global a los problemas locales, como si se intentara encontrar una ley universal. ¿Esa crítica apunta a la antropología, a la actualidad, a la globalización?
—En primer lugar, es una crítica al relato moderno en el que las distintas culturas iban a ir convergiendo, las sociedades y las economías, hacia un sistema mundial, que el capitalismo creía representar. Fue disputado una temporada por el socialismo y otras narrativas, que en realidad eran de cortas miras. Hoy sabemos que hay otros relatos.
—Yuval Harari dice que en el 39 había tres grandes relatos, en el 69 había dos, en el 89 uno solo y hoy no hay ninguno.
—En un libro anterior, La sociedad sin relato, trabajé ese tema específicamente en relación con el arte y la estética. No es que nos hayamos quedado sin narrativas: tenemos muchísimas. A las que mencionaste, tendríamos que agregar el cristianismo, el neoliberalismo que no es lo mismo que el capitalismo, etc., pero no son relatos universalizables ni tienen la credibilidad que en otro tiempo pretendieron los relatos eurocéntricos o euro-estadounidenses, que, aunque fueran parciales, se iban a imponer e iban a ser reconocidos como las formas más altas de vida. Hoy vivimos una disputa entre muchos relatos y muchos imaginarios y realidades y formas de convivencia contradictorias. Es cierto que la misma globalización crea tales tensiones y pone confrontativamente una narrativa contra otras, vuelve insoportable la vida, multiplica las guerras. ¿Tenemos o no una guerra mundial? Tenemos muchas que ya están mundializadas. Con Trump se dice que hay guerras comerciales, que son más bien guerras financieras, y se cruzan en direcciones muy desencontradas.
—Una pregunta que recorre el libro es cuándo terminó en el siglo XX: ¿eso también se puede asociar a cuándo se rompieron los grandes relatos?
—Sin duda. Porque el siglo XX todavía volvía creíble que hubiera formas de contarnos la historia que pudieran llegar a ser compartidas por todos. Los mismos historiadores, como Hobsbawn, que se planteó el tema como marxista, aspiraban a esa unificación o integración. El siglo XXI ya no permite esas ilusiones y vivimos en el desconcierto.
—Hay pasajes de Pistas falsas que se pueden vincular con La intimidad pública, el nuevo libro de Beatriz Sarlo. Pienso en el arqueólogo que escribe a mano para que no lo lean los algoritmos.
—Eso tiene que ver con la censura: los algoritmos están recopilando todo, lo articulan y acaban sabiendo más de nosotros que nosotros mismos. Ese es el sentido que tiene en el texto, pero a la vez es una práctica mía. Escribo todos mis libros a mano. Hay una relación artesanal con la escritura, con lo que puenteamos entre lo que queremos decir y lo que queda escrito que me resulta más accesible —más familiar, diría— cuando no se pierde ese vínculo artesanal.
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Néstor García Canclini presenta Pistas Falsas hoy a las 19 en la librería Falena (Charlone 201), en diálogo con Matilde Sánchez.
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