¿Es El hijo judío el mejor libro de Daniel Guebel? Ante un autor tan prolífico —entre novelas, cuentos, obras de teatro y guiones tiene casi treinta títulos publicados—, una afirmación así puede ser un poco temeraria. Él seguramente pensará en El absoluto, novela que le tomó largos años de trabajo, por la que recibió el premio de la Academia de Letras y que se ha vuelto una suerte de manifiesto estético de su obra. Pero esta nueva novela breve, que fue escrita en apenas dos meses, tiene la sencillez —nunca la simpleza— de los libros perfectos.
El hijo judío es una novela autobiográfica que se lee como una memoria, en la que Guebel desanda la relación con su padre: desde la infancia del chico que es educado a fuerza de castigos físicos hasta el giro copernicano en que un hombre debe hacerse cargo de un padre indefenso. En el pasaje del odio al amor, del miedo a la ternura, se dirime más que esta relación y el orden familiar. Guebel abre el juego y relee con sutileza la "Carta al padre" de Kafka —y con eso a todo Kafka. El hijo judío tiene un crescendo de intensidad, que, sin embargo, lejos está de perder elegancia. Y se llega al final con los ojos húmedos.
Como si se refundara con cada título, Daniel Guebel evita las repeticiones y las zonas de confort. Persigue la utopía de ser el autor que nace y muere para cada libro porque, de hecho, lo es. Así hay pocos puntos de contacto entre, por ejemplo, El caso Voynich, La carne de Evita, Tres visiones de Las mil y una noches y El hijo judío. Uno de esos puntos es, sin duda, la religión.
—La cuestión de la religión —dice Guebel en diálogo con Grandes Libros— va, más que del lado de la creencia, del lado de la mística. Por eso mi literatura está entramada con la mística de la política o la mística del amor. La mística de la religión en tanto religión aparece desde una lectura crítica o desde la oposición entre judíos y cristianos. Lo lamento por el pueblo judío, pero no veo figura más interesante de la historia de las religiones que Cristo.
—¿Tampoco en el budismo? El budismo también te convoca.
—Bueno, mi hermana es budista. En una época yo era bastante devoto de los textos zen. El budismo parece ser sólo ley moral, un principio de conducta y de orden para la vida. Parece una práctica ateológica y solitaria. En cambio, no veo una operación literaria más fascinante que la transubstanciación: el modo en que algo se convierte en otra cosa. Es la operación literaria por excelencia.
La escritura propia es una causa por la que vivir
—¿Hay en la literatura algo de la dimensión religiosa?
—Una amiga mía psicoanalista me contó que Freud decía que, después de los cuarenta, uno tenía que tener algún lenitivo, algo que le suavice las dificultades de la vida: el alcohol, las drogas, la literatura, el sexo, lo que sea. Mi mundo es la lectura y la escritura. Si es una mística o una práctica puramente terapéutica, no puedo distinguirlo. Creo que se convierte en una mística porque uno lo abraza como una salvación o una trascendencia. La escritura propia es una causa por la que vivir. En el fondo, cuando un libro se publica no es más que un objeto en el mercado. Sin embargo, para uno, es algo precioso y quisiera que todo el mundo lo lea por un motivo que no tiene que ver con la construcción de un nombre, si no con la idea compartida de un goce que vivió en el momento de la escritura: si yo he gozado con esto, ¿por qué los demás no?
El hijo judío y el padre de Kafka
—En El hijo judío, y yo lo haría extensivo a tus otros libros, hay una suerte de búsqueda por una idea y su relación con su opuesto.
—¿Estás seguro? No tengo nada para decir respecto de eso.
—El péndulo judaísmo-cristiano y el de padre-hijo terminan por construir este libro.
—Hay otro, también: Guebel-Kafka. Si yo hubiera escrito El hijo judío sin ser padre, el texto hubiera sido más cercano al punto límite de Kafka. En el sentido de que él, al no ser padre, sólo piensa en una relación familiar hacia el pasado, no hacia el futuro. En Kafka se patentiza, de manera hiperbólica, buena parte de las imposibilidades de un neurótico judío tradicional.
—¿Pensás en cómo lo va a leer tu hija?
—Mi hija no quiere leer este libro, me dijo que no lo iba a leer. Mi hermana me dijo que tampoco lo iba a leer, pero me preguntó cómo quedaba ella. Mi madre lo leyó y me llamó llorando, y yo le dije: "No te preocupes, que es un texto de reconciliación".
Yo sí se lo puedo decir a Kafka: “Mi padre me trataba peor que a vos”
—Decís que es un texto de reconciliación y comienza con el odio. Ese es otro pasaje.
—Del odio al amor, sí, sin duda. Yo no habría publicado este libro si ese movimiento no estuviera presente. Además, hay una diferencia formal: mientras voy trabajando el odio —y cuento los motivos por los que mi madre no me protegió, mi padre me pegaba, la alianza entre ellos, todo eso— hay una lectura y una interpretación de la escena familiar violenta y desagradable; pero cuando el mundo de la infancia desaparece y voy contando el declive de mi padre, la transformación, las historias de mi familia en un sentido amplio, ya no hay una lectura, sino que sólo hay escenas. El odio es una línea de hierro que exige ser machacada para sacarle toda la costra. En cambio, en la parte siguiente, donde ya soy un escritor —o el narrador es un escritor— sólo hay escenas narrativas. Mezclado con eso, está la cuestión de la tradición judía y la lectura de Kafka como el gran autor judío de todas las épocas. Y otra cosa, yo sí se lo puedo decir a Kafka: "Mi padre me trataba peor que a vos".
La autobiografía imposible
—El hijo judío se puede leer en línea con Derrumbe. Aunque mientras en aquella, con un final que decanta hacia el absurdo, se rompe la primera persona, esta se lee, o al menos yo la leí así, como una memoria. De hecho, la pregunta sobre la memoria aparece continuamente: cómo se cuenta, cómo se imagina, cómo se recuerda.
—Sí, la memoria y la tradición. La memoria, como acto más o menos consciente es, para mí, una mezcla de tópico reiterativo y de imposibilidad de decidir. Por eso, la escena central del libro es aquella en la que el narrador se pregunta cuántas veces el padre lo sometió a su golpiza. Yo no lo puedo afirmar en términos de estricta realidad. ¿Cuántas veces ocurrió esa escena? ¿Una vez, cinco, diez, mil? Recuerdo los golpes de mi padre, la intervención de mi hermana, el fin del castigo, pero no sé cuántas veces ocurrió. Es más: llega el momento en que me pregunto si ocurrió de verdad. Y luego: ¿de verdad le tenía terror a mi padre? Si me encontré con fotos en las que voy de la mano con él corriendo por un parque o estoy al lado de él plácido y cómodo.
—¿Se puede pensar a la literatura como una búsqueda de la verdad?
—Creo que hay una zona en donde se apuesta a la construcción de la esa verdad. Si uno piensa en las memorias, en los diarios, en En busca del tiempo perdido, en los libros de Knausgaard, hay un impulso poderoso por narrar toda la verdad y nada más que la verdad. Al mismo tiempo, en el acto mismo de la escritura, uno ve la lógica del desvío. Cuando me senté a escribir Derrumbe, que tenía que ver con el mismo impulso desesperado que cuando escribí El hijo judío, lo que me aparece es decirlo todo. Y a la media página, ya me aparece el impulso de reescribir el Escritor fracasado, de Roberto Arlt, y veo que el impulso emocional que me lleva a escribir tiene tantas facetas que es imposible narrarlo todo, que yo sólo voy a poder dejarme llevar por la fuerza de la escritura y no de una verdad subyacente. Hay hechos que aparecen y entran en la novela, hay relatos que se reconstruyen y que forman parte de una escritura que incluye lo autobiográfico y al mismo tiempo lo camufla, lo convierte en otra cosa, lo exacerba, lo hiperboliza.
Sólo la exageración es realista
—En El hijo judío decís que la hipérbole hace más creíble una verdad.
—Sólo la exageración es realista. No sé si esa frase la tomé de alguien o la dije yo. En un mundo de sentidos saturados, sólo la más extrema exageración puede producir un efecto de verdad, porque, si no, se pierde en el susurro. Comparando Derrumbe con El hijo judío, el objeto narrativo es otro pero los dos hablan sobre la pérdida: en uno es la separación y la pérdida de la convivencia con mi hija, en el otro es la figura del padre como figura hegemónica en la infancia y el modo en que el tiempo la lima y la convierte en una figura indefensa a la que tengo que proteger y cuidar.
La batalla televisada
Desde hace algunas semanas, Daniel Guebel conduce un nuevo programa de literatura en el canal de la Ciudad: "Campo de batalla" sale todos los sábados a las 20 y por allí pasan diferentes escritores que defienden, aguerridos, su manera de entender e interpretar el mundo. Dice en la presentación: "La mayoría de las personas imaginan que el mundo de las letras es un territorio donde las bellas almas arrojan el producto de sus espíritus sobre el papel: eso es puro cuento".
—¿Por qué pensar la literatura como un campo de batalla?
—La literatura es un campo de batalla donde la palabra propia aniquila la existencia ajena. El programa se llama así porque me acordé de cuando Borges perdió el Premio Nacional de Literatura y sus amigos le organizaron un acto en desagravio. Hoy no sabemos quién le ganó a Borges, pero sí podemos pensar que aquel acto fue un hecho de justicia porque en el siglo XX no hubo en Argentina un escritor mejor que Borges, y, al mismo tiempo, fue un acto de insolencia, una grosería y un agravio para quien efectivamente se había ganado el premio. El nombre de Borges hizo desaparecer del recuerdo y la conciencia a un montón de lectores el nombre de escritores perfectamente respetables e importantes. Borges es un serrucho que elimina un montón de ramas del árbol de la literatura. Al mismo tiempo, es inevitable que en el acto de la publicación haya nombres que desaparezcan solos. Por supuesto todo desaparecerá, Borges también. La literatura es un cementerio como cualquier otro. Y las lápidas se caen.
Borges es un serrucho que elimina un montón de ramas del árbol de la literatura
—Me diste el título de la nota: la literatura es un cementerio.
—Es feo… Además, en otro reportaje dije que cuando uno publica un libro entierra a los anteriores. Es demasiado fúnebre, demasiada muerte.
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