Si tu educación sentimental estuvo atravesada por los misterios que resolvían Hercules Poirot y Miss Marple, he aquí una novela para disfrutar. Como si fuera uno de aquellos icónicos detectives, Gabriela Margall devela en Huellas en el desierto la pasión que vivió Agatha Christie al conocer al joven arqueólogo Max Mallowan durante una expedición a Irak.
Educada bajo estrictas normas victorianas, era todavía joven —y ya divorciada— cuando viajó al Oriente Medio en compañía de un matrimonio de exploradores y de Mallowan, con quien, a pesar de todas las barreras —su estado civil, la diferencia de edad, la timidez—, terminarían enamorándose. Huellas en el desierto (Vergara) habla de esta "segunda primavera" —así es como se refiere la propia Christie al hablar de Mallowan en su autobiografía—, que aparece como una fuerza incontenible en medio del páramo.
Gabriela Margall es licenciada en Historia —durante años dio clases en la Universidad de Buenos Aires— y una de las referentes de la literatura romántica en Argentina —entre sus libros se puede mencionar: Lo que no se nombra, El Secreto de Jane Austen, Ese ancho río entre nosotros, La princesa de las pampas. En esta novela, que tiene a El paciente inglés como influencia, combina sus dos vocaciones y desarrolla una trama que parece haberla estado esperando desde siempre. Imperdible.
Margall habló de Huellas en el desierto con Grandes Libros.
—Pasaste de Jean Austen a Agatha Christie.
—Creo que tengo que asumir definitivamente que la literatura inglesa tiene una influencia bastante fuerte en mí. Me encantó hacer el salto hasta Agatha, pero no es tan raro, porque, aunque quizá muy disociada de sus novelas, ella se piensa como muy victoriana. A veces se dice que era una adelantada, pero está en tensión con su época.
—Tal vez la tensión es lo que hace que se la vea como una adelantada.
—Sí, pero creo que es algo que se da en esa generación de mujeres marcada por la Primera Guerra Mundial. Después de la guerra se da una primera liberación femenina y hay algunas que no logran dar ese salto. Me parece que ella es una de las que no lo logra. Y, sobre todo, tiene que divorciarse. El señor Christie, a quien le debemos el apellido, aparece un día con la noticia que tiene una amante y quiere divorciarse. Hacia 1925, por más que el divorcio estuviera establecido en Inglaterra, no era algo bien visto. Agatha se deprime mucho y tiene su famosa desaparición de diez u once días, que yo no la trabajo en la novela, pero a la que sí, obviamente, hago referencia.
—El amor en Jane Austen, en Mariquita Sánchez, en Agatha Christie: ¿el amor es siempre transgresión?
—El amor es revolución. El amor llega y se presenta como algo que te va a dar vuelta todo. Sobre todo, el amor tal como yo lo trabajo. Por eso cuando escribía El secreto de Jane Austen me costaba muchísimo cómo trabajar el amor ahora. El amor en 1930, con Agatha o Jane Austen, tenía ciertas características y ahora tiene otras.
—Me interesa ir por ese lado: ¿cómo se cuenta algo que pasó hace 100 años? ¿Cuál es el límite de la novela romántica?
—Creo que es el cliché. En el momento en que empezás con el cliché —a menos que lo tomes como irónico—, con la rosa roja, con la declaración de amor, con los compartimientos estancos que los personajes tienen que ir atravesando para desarrollar la historia de amor, ahí es donde, me parece, la novela romántica empieza a volverse otra cosa. El límite también es repetirse. Por lo menos para mí. En tanto no me repita, en tanto sienta que escribo cosas nuevas, aunque siempre trabaje el tema que a mí me interesa, que es el amor, creo que voy a estar bien. Intento experimentar, salir del perímetro: "¿Y si muevo este elemento qué pasa?" Ahí me sale El secreto de Jane Austen: una novela directamente contemporánea. Es más, redoblo la apuesta y me pongo a mí casi como protagonista. Ahora, con Agatha Christie, a qué apuesto: a que todos leímos algo de ella y que es una autora está asociada con el crimen —es "la reina del crimen"— pero no con una mujer deseante.
—¿Por qué, siendo historiadora, elegís tomar estas historias desde la ficción?
—Es que en realidad no hay una división: soy historiadora y novelista. Hay gente que se dedica a inventar; a mí no me sale. Cuando buscaba la historia de amor de Jane Austen y no la encontraba, Hugo Salas me dijo "¿Por qué no inventaste?" ¡Porque soy historiadora! No puedo inventar. Este año, sin embargo, voy a poner un pie en la investigación más profunda: estamos en trabajando con Gilda Manso en una colección que se llama "La historia contada por mujeres".
—¿Cómo entra la literatura en una novela histórica? ¿Se pone de manifiesto como artificio, borra la frontera de lo real?
—Yo digo que la historia es para mí como si fuera un lienzo para un pintor. Es el elemento que utilizo para escribir. En este momento casi no puedo disociar la historia de la literatura. En ese sentido, y como soy historiadora, la historia está siempre presente y la trabajo así.
—¿A qué otro personaje histórico te gustaría encontrarle el secreto?
—Hay alguien a quien estoy rondando hace un tiempo, que es Alfonsina Storni. Me parece que me está esperando. Silvina Ocampo me encantaría, pero creo que es demasiado para mí; Victoria quizás. También Emily Dickinson. Cuando encuentro una mujer interesante la ficho como una "chica Margall". Pero también quiero seguir escribiendo ficción completa, donde pueda crear el universo sin tener que seguir cronologías. Donde pueda decir: "Acá mando yo".
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