Sergio Olguín es uno de los escritores más relevantes de la actualidad. Con una trayectoria de casi 20 años, ha ensayado historias para distintos públicos y en todas ha tenido éxito. Como autor infantil, su novela Cómo cocinar un plato volador es de las más disfrutadas —he aquí un gran consejo para la Navidad que se acerca—, El equipo de los sueños se lee en las escuelas secundarias; en la literatura para adultos ha brillado con Lanús y Oscura monótona sangre, que ganó el premio Tusquets en 2010, y su personaje Verónica Rosenthal, que protagoniza La fragilidad de los cuerpos, Las extranjeras y No hay amores felices, fue llevado a la tv en la piel de Eva Di Dominici, gracias a una coproducción de Polka y TNT. En estos momentos, un nuevo proyecto lo vincula, esta vez, con la pantalla grande: está trabajando en la adaptación de su novela más reciente, 1982.
Olguín, además, fundó dos revistas culturales que han alcanzado la categoría de "míticas". La primera fue "V de Vian", que salió entre 1990 y 1999. Era la revista de un dream team: junto a él escribían, entre otros, Pedro Rey, Karina Galperín, Claudio Zeiger, Christian Kupchik y Elvio Gandolfo. "V de Vian" fue una revista que, aún con una pequeña tirada y un presupuesto todavías más limitado, intervenía fuertemente en el debate literario. La segunda revista fue "Lamujerdemivida", donde Olguín era el jefe de redacción y Ricardo Coler el director. "Lamujerdemivida" salió entre 2003 y 2014.
Con estas credenciales, la reedición de Filo (Alfaguara) es una grata noticia. La novela está situada a mediados de la década del 90 en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Escrita como un coro de personajes, se destaca, sin embargo, uno de ellos: Santiago. Santiago, vale aclararlo, es el segundo nombre de Olguín. El Santiago de la novela es un espejo del Santiago Pazos que escribía la columna terriblemente mordaz "Cuanto vale tu silencio" en "V de Vian". De más está decir que Santiago Pazos era el seudónimo que usaba Olguín y que les pegaba a todos; a veces, incluso, a sí mismo.
Como en la mayoría de sus novelas, si no en todas, hay una trama policial que crece a medida que la narración avanza, pero lo que más se destaca en Filo es el ambiente de la facultad, los lazos de los estudiantes que pendulan entre fascinaciones y disputas, el erotismo joven a flor de piel, y las caracterizaciones de profesores icónicos como David Viñas o Enrique Pezzoni. Con esto podría pensarse que Filo es una "novela de nicho" para un público que comparte saberes específicos y cerrados; muy por el contrario, es una novela que invita a compartir la pasión por la literatura y la confianza en que, a través de ella, se puede alcanzar el sentido de la vida.
En esta entrevista, Sergio Olguín habla de Filo y de sus años de facultad, pero también de sus intereses actuales y anticipa que va a seguir escribiendo episodios de la saga de Verónica Rosenthal.
—¿Fuiste alumno de David Viñas?
—Sí, claro. Yo tengo el apunte que Lucrecia le regala a Santiago en la novela. Fue mi primera clase en la facultad. Cursé con Viñas en el 86, cuando volvió del exilio, y la primera clase fue casi un acto cultural, porque había venido mucha gente, no solo quienes cursábamos, a verlo. Recuerdo que al comienzo de clase dijo que a él le habían dicho que a la facultad se iba para aprender cosas que no sirven para nada y que, en ese contexto, había que plantearse si tenía sentido aprender cosas inútiles y que él iba a demostrar que no y que no se iba a aprender cosas inútiles. Cursar con Viñas y Pezzoni, que eran tipos muy carismáticos, muy buenos docentes y muy distintos entre sí, fue fascinante. Creo que no falté a ninguna de las clases teóricas de Viñas, fue fundamental para mi formación literaria.
—Si tuvieras que elegir entre literatura y vida, ¿con cuál te quedás?
—No hay una dicotomía entre la literatura y la vida. Nada es tan importante como los afectos. Yo soy bastante partidario de la gente que quiero, incluso de aquellos con quienes no comparto ciertas cuestiones. En segundo lugar, debajo de los afectos, entran los oficios. Me encanta escribir, me encanta el periodismo, pero nunca una cuestión profesional o literaria va a ser más importante que lo que vivo. Por eso, para mí, no hay una dicotomía simplemente porque no hay una decisión entre una cosa y la otra. La literatura siempre va a estar debajo de todo lo demás.
—La pregunta venía en referencia a Viñas y también a la vitalidad de los personajes en la novela.
—Me parece que tiene que ver con la típica vitalidad de un veinteañero que quiere arrasar con todo, que quiere escribir y quiere vivir y quiere ser el mejor y el más importante. O todo lo contrario: no quiere ser ni el mejor ni el más importante pero pone el mismo esfuerzo que pondría para conseguirlo. Esa vitalidad es una cuestión más generacional que otra cosa. Y a Viñas, lo que más le interesaba era la mirada sociológica sobre la literatura, vinculándola a lo político, al entorno, al contexto: entender la literatura como un emergente social. Una mirada superadora de lo que podía ser la lectura marxista de los sesenta.
La literatura forma parte del contexto social y político de un país; el libro está rodeado de indicios que hablan de tu época
—Que también había sido propia de Viñas.
—Sí, pero ya estaba en otro lugar. Digo: no sé si él estaba en otro lugar, pero quienes lo leíamos podíamos mirar eso con cierto cariño, sin atarse demasiado a aquella concepción anticuada de la literatura. La literatura forma parte del contexto social y político de un país; el libro está rodeado de indicios que hablan de tu época. Esa mirada vinculada a lo social me gustaba. Me gusta.
—¿Cómo habla Filo de su época? ¿Es una novela menemista?
—Puede ser, en tanto que el menemismo tendía a borrar las marcas de lo político y los personajes no hablan de política ni tienen ningún compromiso especial por la política. Los únicos son la madre de Santiago, que es una militante de los setenta, y el padre de Lucrecia, que es militar. Sin embargo, no se presenta ningún conflicto entre ellos. Al contrario: hay un punto de encuentro, porque ni a Santiago ni a Lucrecia los dejaban leer las historietas de Larguirucho, porque eran estúpidas. Si la novela hubiera transcurrido en los 2000 y pico, seguramente se habría planteado la discusión, que es el aporte del kirchnerismo.
—Uno de los temas que atraviesa Filo es la búsqueda de una vida "menos común". ¿La literatura es un vehículo para eso?
—Sí, seguramente. Cualquier actividad artística te permite llevar una vida distinta. La vida que lleva un escritor es muy distinta a la de un empleado administrativo. No te invitan a Feria del Libro de otras partes del mundo si sos contador. Si sos escritor, pintor, director de cine, siempre tenés la posibilidad de una vida menos común. La literatura me dio esa opción. No tener horarios, conocer gente que tal vez nunca hubiera conocido, ir a lugares donde no hubiera ido si no fuera por la literatura.
No terminé la carrera, no tenía ganas de ser evaluado por determinados profesores a los que no le tenía respeto
—Martín Kohan decía que hay una diferencia en la manera en que se nombra a la Facultad de Filosofía y Letras: "Filo" habla de una relación más afectiva, "Puan" la usan quienes toman distancia o incluso le tienen inquina. ¿Cómo es tu relación con la facultad?
—Para agregar un nombre, yo empecé en la sede de la calle Charcas. O sea que llegué a Puan con la carrera comenzada y cargando con juicios y prejuicios. Yo fui muy antifacultad. No terminé la carrera, la abandoné en el 92. Fue en consecuencia a la posición que teníamos en "V de Vian" en contra de lo que entendíamos que era la Academia. No tenía ganas de ser evaluado por determinados profesores a los que no le tenía respeto. Con los años me di cuenta de que cometí varios errores. El primero: pensar eso. Tendría que haber terminado la carrera; ahora me arrepiento. Por otra parte, creo que en su momento me equivoqué en la orientación. Hice Argentina y Latinoamericana, pero me di cuenta de que me interesaba más la literatura medieval y los clásicos, que en los años siguientes seguí leyendo por motu propio y que hoy sigo buscando. Así que me fui reconciliando con la carrera y me doy cuenta de que fue muy útil en muchos niveles: desde armar sistemas de lecturas y entender que los libros no son algo aislado sino que tienen vínculos de todo tipo, hasta el haber leído textos que de otra manera nunca hubiera leído. Estar cuatro meses leyendo el Quijote era increíble. Incluso las cátedras con un prestigio menor, como Literatura Francesa con Salerno, que por ahí desde el plano teórico no te aportaban mucho, eran maná en cuanto a los libros que te daban a leer: Rabelais, Racine, Molière, Stendhal, Boris Vian, Camus. ¡Qué mejor proyecto de lectura que ese, durante cuatro meses!
—Mencionás a Racine y pienso en 1982, que tiene su origen en Fedra.
—Claro, es que yo lo leí ahí. Por eso, con los años me dije que estaba buenísima la facultad. Lo que me molestaba era cierta pedantería que notaba en muchos de mis compañeros, cierto tono de superioridad moral. Prefiero un crítico periodístico que viene de otro lado a una persona que escribe de manera oscura e incomprensible pero que pasó por la carrera. En ese momento mi yo periodístico me hacía ver con desinterés ese ambiente. ¡Y, además, nadie hablaba de fútbol! Esto parece una pavada, porque hoy todo el mundo habla de fútbol, pero creo que, en 6 años de carrera, sólo tuve una compañera con la que hablé de fútbol. Después empezó el interés, pero en ese momento era estigmatizante.
—Pero, ya que lo mencioné antes, Kohan y vos deben tener más o menos la edad, y él es muy futbolero.
—Cursamos Literatura Inglesa con Martín. No hablábamos mucho en ese entonces; en los años siguientes nos cruzamos varias veces. Lo invité a escribir en "V de Vian" y, obviamente, nunca quiso porque no le gustaba la postura de la revista. Pero en esos años, nunca habló de Boca Juniors. Creo que ha tenido una especie de conversión. No digo que se haya convertido en hincha de Boca después, sino que se animó a decirlo en público. Me acuerdo de la famosa crítica de Charlie Feiling a Soriano en Babel: "No se puede escribir literatura con el escudo de San Lorenzo frente a la máquina de escribir". Y es verdad: ¡no se puede escribir nada con el escudo de San Lorenzo enfrente! Pero había una cosa como de estar fuera de la vida y que el único interés real en la facultad era la literatura. Pero fui modificando mi relación y, de hecho, Filo es un homenaje a los estudiantes de Letras, incluso a los más pedantes. Creo para el que ama la literatura, Letras es como Disneylandia. Te da la posibilidad de leer y leer y leer, que es lo que pretende alguien que ama los libros.
La carrera de Letras no te quita la pasión por leer; creo que, a veces, te corta o te arruina la posibilidad de escribir
—Yo siempre fui un apasionado de la lectura y pensaba que en Letras me iban a sacar esa pasión.
—No te quita la pasión por leer; creo que, a veces, te corta o te arruina la posibilidad de escribir. Me pasó, por ejemplo, con Literatura Alemana, que la profesora era mediocre y el programa era buenísimo, y no quise presentarme al final para seguir leyendo. Sabía que iba a aprobar pero después no iba a leer todo lo que había que leer. Entonces, con Pedro Rey decidimos no presentarnos. Me parece que ese es un poco el espíritu del estudiante de Letras: querer leer más.
—Tenías una revista que se llamaba "V de Vian" y Filo tiene, también, una impronta de Boris Vian: ¿cómo se escribe sabiendo que estás tan contaminado?
—Boris Vian fue una excusa importante para la revista porque nos daba la posibilidad de tomar a un escritor con múltiples aristas. Una revista que partía de Boris Vian podía tener no solo la literatura sino también música, cine, traducciones, sexo, política. Además era un escritor que, si bien había sido muy leído en los 60, se había dejado de leer y había mucho material inédito o mal traducido. Podíamos tener siempre algún texto para rescatar. Me parece que, si "V de Vian" tenía en mí un proyecto literario, ese era Filo. Quería escribir una literatura vinculada con lo erótico, con las amistades, con la aventura, volver lo sexual como algo político, trabajar desde el amor a ciertos libros y a la literatura, que aparezca ese mapa de lecturas de escritores que yo rescataba de la literatura argentina.
—En la novela, Santiago también habla de César Aira.
—Sí, como contrapartida, como el malo de la película.
—¿Siempre fue un escritor tan importante?
—Sí, claro. En el 92 sacamos en "V de Vian" un artículo de Karina Galperín que se llamaba "Ya no cautiva" [En referencia a la novela Ema, la cautiva]. Ya en ese momento había una importante acumulación de libros de Aira. En mi etapa de estudiante yo era muy lector de Aira. Después me empezó a aburrir la repetición y la falta de novedad. Nosotros sabíamos que había que pegarle porque eso era pegarle a sus lectores, que salían a poner a Aira en el lugar de Borges.
—El Santiago Pazos de la novela escribe para Cosmopolitan, donde, para no mezclar alta cultura con cultura popular, usa como seudónimo el apellido Rosenthal, al que después volviste en la saga de Verónica Rosenthal.
—Sí, yo sabía que había usado ese apellido, pero no recordaba dónde. Me pasa que repito los apellidos. Lo puse naturalmente. Después me di cuenta de que ese era el seudónimo de Santiago Pazos y me pareció muy loco que Santiago, que era una especie de alter ego mío, usara como seudónimo Rosenthal, que también es una especie de alter ego mío en versión femenina.
—¿Cambia tu forma de escribir a partir de la televisión o el cine?
—Me parece que influyó de entrada, desde los cuentos de Las griegas. Todas nuestras generaciones, la anterior a la mía, la mía y las siguientes, están influidas por la forma de contar del cine. Por eso nos resulta mucho más atractivo leer a un escritor contemporáneo que a uno de hace cien años, porque la forma de entender la suma de historias, el montaje, la edición de un texto es cercano a lo que se hace en el cine. No se puede narrar como si no existiera el cine. No se puede narrar como Dostoievski o Tolstoi. No podés perder cinco páginas en describir un amanecer porque el cine ya lo hizo mucho mejor que vos. Por otra parte, en el siglo XIX había que describir ciertas cosas que el lector no había visto. Por ahí había que explicar o describir lugares. Hoy ponés la palabra "casino" y a la gente se le aparecen películas y series.
Cuando mi novela se empieza a empastar, saco el personaje a la calle: sé que algo le va a pasar
—Hay ciertos componentes que aparecen en todas tus novelas. El primero: la ciudad de Buenos Aires, que es tan importante como cualquier personaje.
—Sí, re importante. Cuando publiqué Las griegas había algo que no me convencía y al principio pensé que era el uso de la primera persona, que me molesta porque suena un poco falso, pero después me di cuenta que no aparecía la ciudad. Justo yo, que siempre había reivindicado una literatura cercana a la calle, a lo barrial, no lo había puesto en el libro. Por eso Lanús es la exacerbación de eso. Pero Lanús es territorio de infancia; la ciudad tiene que ver con Buenos Aires, que es donde me moví desde la adolescencia. Me gusta mucho que aparezca la ciudad. Me gusta verla en el cine, leerla en la literatura. Cuando leo una novela donde aparece muy fuertemente una ciudad me da la sensación de que termino conociéndola. Y cuando mi novela se empieza a empastar, saco el personaje a la calle: sé que algo le va a pasar. Siempre hay un momento en que el personaje cierra la puerta y se va.
—Otro elemento siempre presente es la música. Hasta hacés playlists de las novelas. ¿Si no hubieras sido escritor habrías sido músico?
—No, nunca tuve oído. Me gusta la música y puedo escuchar cosas muy diversas, desde indie francés de los últimos años hasta tangos de los años 30. Si no hubiera sido escritor o periodista, que son mis dos oficios vitales, tal vez sería contador. O me hubiera gustado hacer algo vinculado con la gastronomía.
—Con tres novelas de la saga de Verónica Rosenthal, que se llevan a la tele y que, me imagino, te dan cierta seguridad al escribir, ¿cómo salís de la zona de confort?
—La primera vez que sentí eso fue cuando mi editora alemana me pidió la segunda parte de El equipo de los sueños. El libro fue muy exitoso; yo creo que les gusta porque hay villa, fútbol, policías corruptos, todo el pintoresquismo argentino. Entonces escribí Vivir en Springfield, que transcurre en Estados Unidos. Y mi editora me dijo que le parecía una novela poco argentina. Al contrario, le dije, no hay nada más argentino que la cultura norteamericana. Desde chico vemos las series y las películas, nos interesa su política exterior e interior, vivimos todo el tiempo pensando en Estados Unidos. En el caso de Verónica Rosenthal, tenía muchas ganas de continuar con el personaje y tengo ganas seguir. En las tres novelas intenté cambiar la estructura. Me interesa que el lector siga atraído por las historias de Verónica Rosenthal, pero también se sorprenda con algo que no le había dado en el libro anterior. Un escritor termina siempre repitiéndose, porque las obsesiones son pocas. Yo quiero escribir diez novelas de Verónica Rosenthal y eso me va a llevar a repetir de los personajes, cierta forma de encarar las historias o las formas de resolverlas, pero el desafío está en cómo utilizar esa estructura.
Las editoriales tendrían que entender al escritor como trabajador. Ahí la tensión ya no es entre el escritor y el mercado y si no entre el empleado y el empresario
—Un poco ya lo respondiste en la pregunta anterior, pero ¿cómo se vive la tensión que hay entre el escritor y el mercado?
—Para mí no hay tensión. Yo soy un tipo que vende sus libros al mercado editorial. A todos nos interesa discutir el adelanto, conseguir las mejores condiciones para el libro, tratar de que sea promocionado. ¿Por qué damos notas si no es para promocionar el libro? Nadie está afuera. Los que dicen que están afuera terminan siendo los que más se vinculan con el mercado editorial. Yo me siento un trabajador. Hay que empezar a entender a los escritores como trabajadores, no como gente que se inspira y escribe. Creo que hay que cambiar muchas cosas de los contratos. Por ejemplo, las editoriales tendrían que hacerse cargo de la obra social y del pago la jubilación de los escritores por el tiempo que dura el contrato, porque eso, además, les pondría un límite más natural a los contratos. Hoy vienen y te dicen "Diez años". Por qué diez años, por qué siete, por qué cinco. ¿Querés cinco o siete? Está bien, pero en ese tiempo pagame la obra social. No te pido mucho, pagame la miseria que se le paga a una empleada doméstica. ¿No me querés pagar mucho tiempo? Hagamos un contrato de dos años. O de uno. Las editoriales tendrían que entender al escritor como trabajador. Ahí la tensión ya no es entre el escritor y el mercado y si no entre el empleado y el empresario. La idea del escritor y el mercado es una excusa que ponen algunos para enojarse con el mundo editorial. Me parece que hay otras formas de manifestar cierto desdén por el mercado. A mí, la verdad, el mercado editorial me chupa un huevo. Por mí pueden cerrar todas las editoriales. Ahora bien, si se mantienen abiertas, quiero que me paguen.
—¿Cuando eras editor en Tusquets pensabas lo mismo?
—Siempre pensé lo mismo. Tusquets era un trabajo. Me gustaba hacerlo, pero me fui porque no me querían pagar lo que yo pretendía. Es más, me habían rebajado lo que cobraba por la crisis española. De nuevo: la tensión no es entre el mercado editorial y el artista, la tensión es entre la empresa y el trabajador. Si no quedara ninguna editorial y yo seguiría escribiendo. Obviamente me dedicaría a otra cosa para vivir, pero toda mi vida me dediqué a hacer otra cosa.
—¿Cómo fue la experiencia en la televisión?
—La tele es una experiencia muy linda. La versión televisiva de La fragilidad de los cuerpos me abrió a nuevos lectores.
—¿Filo se reedita por la tele?
—No, el contrato de Filo es de la época de Las extranjeras. Hicimos el contrato por Filo y Lanús pero hubo problemas en la editorial que no permitieron que salieran antes. La tele te abre el universo de los lectores, te pone en contacto con gente que quiere que le cuentes qué es ser escritor a pesar de no leerte. Pasan cosas raras. Vuelve popular a tus personajes. No quiero ser pedante, pero Verónica Rosenthal hoy suena como personaje. Es más, creo que es más conocida que yo. Y cuando un escritor consigue que su personaje sea más importante que él es porque, mal que mal, hizo las cosas bien. Me siento contento que sea más conocida yo. ¿Cuántos personajes hay de la literatura argentina que uno recuerda? Pongamos que veinte. Entre esos 20, está Verónica Rosenthal.
—Pero Verónica Rosenthal se hace famosa por la tele.
—Sí, pero, justamente, lo que te permite la tele es que ese personaje que trascienda el campo de lo literario y tenga una vida que va más allá de los libros. Incluso genera un universo paralelo de historias que son los guiones, en los que yo no participé. O Alejandro Soifer, que incluyó a Verónica Rosenthal en una de sus novelas. Fui jurado del concurso de cuentos que organiza La Bancaria y en uno de los cuentos, los personajes era Verónica Rosenthal y Federico. Verónica Rosenthal ha trascendido los propios libros y eso me gusta, por más que venga o no de la televisión.
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