Carlos María Domínguez: “Sólo en el espacio de la ficción se puede decir la verdad”

Carlos María Domínguez, autor de clásicos modernos como La casa de papel, habla de su nueva novela, El idioma de la fragilidad (Tusquets) en la que retrata a una generación de intelectuales comprometidos con la causa aliada durante la Segunda Guerra.

Carlos María Domínguez. El autor de “La casa de papel” habla de su nueva novela

Durante la segunda Guerra Mundial —como antes en la guerra de España—, muchos argentinos y uruguayos sintieron con urgencia el llamado de sumarse al ejército aliado. Los números son asombrosos: más de 600 "anglófilos" viajaron a Londres para sumarse a la Real Fuerza Aérea. Dicen que Churchill se pasaba noches sin dormir porque sus vecinos ponían a todo volumen un tango tras otro.

Estos datos aparecen en una novela autobiográfica del crítico uruguayo Arturo Despouey —por entonces, corresponsal de la BBC— que nunca llegó a publicar. El manuscrito le fue entregado hace poco a Carlos María Domínguez (autor de La casa de papel y La costa ciega, entre otros títulos) quien, a partir de ese texto, escribió la novela El idioma de la fragilidad (Tusquets) donde reconstruye la vida de Despouey y del grupo de intelectuales de fuerte compromiso político que en los años 40 se nuclearon alrededor de la revista Marcha: Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, Carlos María Gutiérrez, tantos otros.

"Marcha se inicia en diciembre del 39 y va hasta el 74, después del golpe", dice Domínguez en diálogo con Grandes Libros. El autor, que vive en Montevideo desde 1989, visitó Buenos Aires para presentar su novela. "Marcha nutrió y juntó a la que se llamó 'Generación Crítica': una generación decisiva en la cultura uruguaya, con muchos aportes a la cultura continental. Esa generación dio grandes críticos pero también grandes creadores."

La novela de Domínguez sigue el viaje —"la huida"— en barco de Despouey hacia Europa, rodeado de jóvenes voluntarios ansiosos por participar en la causa aliada. El escenario del barco refiere casi directamente a Conrad, pero también se podría pensar una conexión con Trasfondo, la novela de Patricia Ratto que cuenta la guerra de Malvinas desde un submarino: en ambas el conflicto es un eco lejano.

En la novela de Domínguez las horas se llenan con discusiones sobre arte, cine y literatura. "Esas generaciones", dice, "estaban más atravesadas por la literatura, el cine y la ficción que las generaciones actuales. Vivían la cultura de una manera más involucrada. El cine particularmente funcionaba como la novela de caballerías de Alonso Quijano. Entraban como personas y salían convertidos en personajes".

Construida como un juego de cajas chinas, un lector cuenta una historia que cuenta la vida de otros

El narrador de El idioma de la fragilidad vuelve a ser Carlos Brauer, personaje que apareció por primera vez en La casa de papel y que siguió en varios libros. ¿Cómo es tu vida con Brauer?

—Surgió como un alter ego mío. Era el bibliófilo de La casa de papel, que después de vivir el periplo de aquella novela y de fundir su biblioteca en el mar, se transforma en narrador de historias de otros. Es una voz que se me fue imponiendo. No siempre va a ser mi narrador, pero en este caso se impuso una vez más. Como pasó en La breve muerte de Waldemar Hansen y un poco en La costa ciega, donde no está denunciado pero tiene un el tono de su voz. Me interesa un personaje al que, a lo largo de las novelas, se le van conociendo pequeñas cosas de su vida.

¿Notaste que en tus novelas siempre están el mar y el río?

—El agua, sí. Será que me críe muy cerca del río, en Olivos. A 12 o 15 cuadras. Todos los veranos nos íbamos a bañar, volvíamos de los bailes a las dos o tres de la mañana y nos tirábamos a fumar en la playa. Era un espacio de expansión maravilloso. Me acuerdo que en la playa entrenaban los luchadores de Karadajian, porque tenían el gimnasio por ahí, y entonces iban a lucir sus músculos frente a las mujeres. Era como una kermese, había casillas para que la gente se cambiara de ropa, tiro al blanco, había una cantidad de servicios. Yo me rateaba de la escuela primaria para ir a caminar por las vías muertas del Mitre hasta La Lucila, San Fernando, Tigre. Eran lugares llenos de linyeras que te contaban historias. Era muy disfrutable para la niñez y la aventura. Todo eso murió con la dictadura. Sufrí mucho cuando cerraron las playas y las llenaron de escombros y cascotes, y uno ya no se podía bañar en las aguas, porque estaban infectadas. Recuperé toda esa vida del otro lado, en Montevideo.

Si bien en la novela se sigue el manuscrito y la vida de Arturo Despouey, ¿El idioma de la fragilidad surge como homenaje a María Esther Gilio?

—La incluye. No surge, pero la incluye. Mi querida amiga. Yo la admiraba ya de muchacho, cuando leía sus reportajes en la revista Crisis. La conocí cuando estaba a punto de irse al exilio a Brasil, aterrada por la situación política. Y mucho después, cuando me fui a vivir al Uruguay, se convirtió en una especie de madre. Fuimos muy amigos e inmediatamente encaramos la biografía de Onetti. Me dio un dolor tremendo despedirla. Tuve que decir unas palabras en el cementerio. Fue muy fuerte porque la quise mucho, la disfruté mucho y la extraño mucho. Fui muy amigo también de Darío, su ex marido, otro personaje que murió a los noventa y pico de años. Tenían muy buena relación entre ellos y vivían en la misma manzana.

Juan Carlos Onetti, una de las grandes influencias de Carlos María Domínguez

¿Cuánto de Conrad y Onetti hay en El idioma de la fragilidad?

—Son mundos conectados: Onetti, Conrad, Celine y toda esa generación "existencialista", como podríamos llamarla. Vivieron el existencialismo y las relaciones personales con una dramática y una erótica fuerte. Nuestra generación, la de los 60, fue más permisiva. La de ellos, en cambio, era una generación más contenida y toda la erótica estaba sobreexitada por esas limitaciones. Se vivía de una manera muy tensa, como puede haber sido el amor de Idea Vilariño y Onetti. También era una generación de grandes seductores. Ejercían la seducción como un arte. Eso se ha ido diluyendo en el marco cultural. Para ellos, el arte de la seducción era la seducción por la palabra, por la gestualidad.

Curioso: Despouey era tartamudo.

—Claro. Y al mismo tiempo un gran seductor. Pero vivía en una contradicción loca de manejar como los dioses el arte de seducir hasta el momento de la conquista. Cuando la mujer se desnudaba empezaban los problemas. Arturo era consciente de que eso lo convertía en un personaje y, al final, terminó viviendo como si fuera un actor. Todo lo que él le adjudica al personaje Guy Delatour en el manuscrito es su vida. Encontró en el espacio de la ficción la posibilidad de decir la verdad. En el espacio de la realidad la intimidad es opaca, borrosa, pero se nos revela, transparente, en la literatura. En el espacio de la ficción podés decir la verdad.

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