Kryptonita marca un antes y un después en la carrera de Leonardo Oyola. Con esa novela, en la que lleva al conurbano una aventura de superhéroes, logró entrar primero en el cine (con la adaptación dirigida por Nicanor Loreti) y, al año siguiente en la televisión, con la serie "Nafta Súper". En realidad, la vida literaria de Oyola tiene varios momentos clave. Por ejemplo, cuando con su opera prima, Siete y el tigre harapiento, recibió la tercera mención del premio Clarín en 2004. O cuando Hacé que la noche venga resultó elegida como la novela revelación del 2008. O cuando Chamamé obtuvo el Premio Dashiell Hammett al mejor policial en la Semana Negra de Gijón.
Pero Chamamé tiene un peso mayor: "Fue un salto en mi vida", dice Oyola en diálogo con Grandes Libros [ver la entrevista completa por Facebook], "porque en el momento en que me puse a escribirla decidí de lleno dedicarme a la escritura".
Me daba vergüenza que mi hijo leyera los mundos oscuros de Siete y el tigre harapiento y Hacé que la noche venga
Por aquel entonces, Oyola trabajaba en una oficina y ensayaba sin éxito una novela juvenil que iba en la línea de Liliana Bodoc. "Se iba a llamar Canciones de fe y devoción e iba a ser una tetralogía que contara las luchas de los pueblos originarios", explica. Y dice que, aunque no le gusta hablar de valores en la literatura, aquella novela se la estaba escribiendo a su hijo, que tenía un año, porque "me daba vergüenza que leyera los mundos de Siete y el tigre harapiento y Hacé que la noche venga; quería para él algo más luminoso de mi parte. Quería contarle sobre la amistad, la familia, sobre el orgullo de raza".
Pero entonces, perdió el trabajo. Un manejo oscuro de ciertos compañeros que buscaban un puesto directivo y meter a sus parientes en la empresa, lo dejó en la calle. "Todo esa cuestión miserable me quitó la parte luminosa que me había traído el nacimiento de Ramón y que había sido motor para Canciones de fe y devoción", dice. "Y hablando en terapia, la psicóloga me dijo que lo que me estaba jorobando no era haberme quedado sin trabajo, sino la traición. 'Tenés que escribir sobre la traición', me dijo. Ahí fue donde empezó a germinar Chamamé".
La novela tuvo un recorrido singular, porque se publicó en España por Salto de Página (en 2007) y recién este año llegó a la Argentina por Penguin. Es —como escribe Walter Lezcano en la contratapa de edición actual— mitad western, mitad road movie. Protagonizada por el Perro y el Pastor, dos criminales feroces que chocan en un duelo de traiciones, Oyola comenzó a escribir la historia por la dedicatoria: "Me alegro que al final no haya quedado", dice, "porque yo se la ponía a tres personas que habían sido muy queridas por mí en el laburo. Le ponía los apodos de ellos tres, y les decía que ojalá les duren más que a Judas las 30 monedas de plata por las que se vendieron".
—¿Qué te decidió a cambiarlo?
—Me gustó más escribir la novela. Me gustó la vida que se me estaba dando, que, si bien todavía no tenía la certeza de publicar, me acercó a muchos escritores, me terminó dando hasta una pareja e insertándome en este mundo que es el que elijo y que ojalá pueda continuar: el de la escritura y cerca de los colegas.
Laiseca me terminó dando esta vida. Con él escribí las tres primeras novelas, Chamamé incluida.
—Querer ser escritor implica un gran sacrificio. ¿Cómo es ese sacrificio?
—Cuando arranqué no pensaba en ser escritor, solo quería saber si tenía algo para dar. Tengo un amigo que quería ir a un taller literario, pero no se animaba a ir solo y me empezó a comer el coco para que lo acompañe. De hecho, vimos una película, "Storytelling", que tiene una parte sobre un taller literario y era horrible lo que pasaba, así que le dije que ni en pedo iba a ir. Pero me alegro que la hayamos visto, porque después terminamos yendo a lo de Laiseca.
—Esa era mi siguiente pregunta: Laiseca. Contamos un poquito de Laiseca.
—Él me terminó dando esta vida. Con él escribí las tres primeras novelas, Chamamé incluida, y varios relatos. Fue muy importante su aliento. Siempre destaco una anécdota de cuando yo estaba escribiendo Siete y el tigre harapiento: un día me llamó al trabajo y me dijo "Estuve pensando en lo que leyó el jueves, el caballito del inspector no va a aguantar desde la Boca hasta Mataderos. Se muere por cómo lo lleva galopando. Tiene que parar antes. Usted tiene que darle una circunstancia o algo para que cambie de caballo. Es una pena que se le rompa el verosímil ahí, tan bien que viene la novela. Lo veo el jueves". Me quería morir, porque era lunes al mediodía y yo sólo podía escribir los domingos y los miércoles a la tarde, que trabajaba sólo por la mañana. Pensaba, primero, que tenía que esperar hasta el miércoles, y después, que él, que tenía tantos talleres, se quedaba craneando la cosa. Fue conmovedor.
—En Argentina, todos los lectores queremos escribir. ¿Es muy difícil ser escritor en este país?
—Una vez alguien me dijo que escribir es como hacer un asado: cada uno tiene su técnica para encender el fuego. La historia te termina ganando. A Chamamé prácticamente la escribí en un cíber. La terminé de escribir en la casa de Selva Almada. Ella se iba con el marido y me dijo que les cuide las plantas, pero en realidad me estaba habilitando la casa para que pudiera terminar la novela como había que terminarla. Fue re lindo terminar la novela ahí, en la casa de gente que siempre me soldadeó, que me tiraba la mejor. No me quejo, porque el muchacho del locutorio era macanudo, pero las madrugadas con los chicos jugando al Counter Strike… Bueno, algo de eso me parece que salió en los tiroteos.
—Chamamé es la historia de una traición, pero también es una historia de amistad, de amor, de desesperación y, a la vez, de esperanza. ¿Cómo es posible que en un ambiente tan adverso, el clima, de todos modos, sea esperanzador?
—Son sobrevivientes y me parece que eso es lo que hace que ni siquiera lo pienses. Tenés una memoria muscular, tenés un corazón que te hace levantarte e ir hacia adelante. En el caso del Pastor y del Perro, me parece que enajenado y todo, el Pastor tiene la idea de una oportunidad al construir una Iglesia y el Perro, que no se anima a dejar del todo la vida delictiva, está enojado por la traición, pero también le tiene celos de que se anime a jugarse a un cambio.
—A un cambio que él no puede hacer, a pesar del amor. Pensaba en Julia: qué personaje más Lolita de Nabokov.
—Sí, pero cuando la escribí me servía como elipsis para el tiempo en que él está guardado.
—¿Con las cartas de ella que él recibe en prisión? Son la muestra del paso del tiempo y cómo crece Julia.
—Él entonces no la había visto con otros ojos. Se enamora por otros motivos. Sobre todo porque ella no le soltó la mano mientras estuvo guardado. Ahí crece una relación híper amorosa y después hay una tensión obviamente sexual entre los dos.
Las canciones son las formas más acabadas de contar historias porque uno las canta tal cual las compuso el autor
—La novela tiene un ritmo adictivo, es una montaña rusa, y además está atravesada por la música. ¿Qué es la música para vos?
—Son las primeras historias que uno incorpora sin darse cuenta de que las está incorporando. Mirá: cuando de chico te contaban que el payaso Plin Plin se pinchó la nariz, vos escuchabas una historia y la estabas cantando. Creo que las canciones son las formas más acabadas de contar historias porque uno las canta tal cual las compuso el autor. Te acordás palabra por palabra; en una novela es imposible. Yo me considero más novelista que autor de relatos, necesito de la extensión para transmitir algo. La canción es como un poema. Siempre me gustó de la película "El cartero" la línea que dice "La poesía no es del autor sino de quien la necesita". Me gusta que uno pueda adueñarse de una canción y dedicársela a otra persona. Y, si bien la música está presente en todo lo que escribo, no es casual que esté tan presente en Chamamé porque en esa época en el locutorio había descubierto YouTube y entonces iba una y otra vez a las canciones que yo escuchaba, que ponía en la rockola o que estaba esperando que pasara la radio.
—La novela es deliciosa porque además recupera un localismo. Me imagino que hay mucho de autobiográfico, también.
—Hay mucho, pero lo hay en todo lo que uno escribe. Pablo Ramos dice que los escritores nos dividimos en dos: los que tienen una imaginación desbordante y los que apelamos al prontuario. [Se ríe]
—En una entrevista dijiste que tuviste que alejarte del lugar que habías habitado para poder escribir sobre él.
—Ahora me hago el lindo al declarar eso, pero en el momento no lo podía ver. Es como tener el diario del lunes. Pero mientras estuve allá, en el Oeste, escribí Siete y el tigre harapiento y Hacé que la noche venga, que son policiales de época que transcurren en Capital, y cuando empecé a abandonar el barrio, me fui metiendo en lo que había sido crecer ahí. Chamamé es una novela en el tránsito. Gólgota ya la escribí viviendo en la casa de Pablo Ramos. Y Santería, Sacrificio y Kryptonita, viviendo con Ale [Alejandra Zina, su pareja].
—Me hubiese encantado ver cómo era la casa donde vivían con Pablo Ramos. Hubiera sido una gran película.
—No creas. No es muy glamorosa la vida del escritor.
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