Cuando Jack Kerouac publicó En el camino fue una revolución. De repente, todos los adolescentes soñaban con imitar a ese rebelde contracultural que atravesaba las rutas de los Estados Unidos buscando la Iluminación. En el camino apareció en 1957. Un año después llegó Los subterráneos, una tórrida historia de amor cruzada por el alcohol, las drogas, la filosofía y el jazz.
En el prólogo de Big Sur (1962), Kerouac decía que sus libros planteaban una suerte de obra monumental como En busca del tiempo perdido, pero, en lugar de escribir desde el recuerdo de la vejez como Proust, él escribía sus vivencias sobre la marcha. En el mismo prólogo contaba que después de En el camino, vivió "enloquecido durante tres años" con infinitos telegramas, llamadas telefónicas, pedidos, correo, visitas, periodistas, curiosos, y, sobre todo, con chicos que saltaban "la valla de casi dos metros que había levantado alrededor de mi patio como modo de preservar la privacidad".
Lois Sorrells tenía 23 años —ya no era una adolescente— cuando leyó Los subterráneos, se enamoró de Kerouac y allá fue también ella a saltar la valla: se lo encontró meditando bajo un árbol. Como en la novela, vivieron un amor tórrido. "Tomábamos muchísimo vino y bailábamos y hacíamos el amor y él me leía", le contó Lois muchos años después a la periodista norteamericana María Popova. Pero también discutían y se peleaban y eran muy agresivos. Parecían ser los personajes del propio Kerouac, mezclando intensidad y sintaxis sincopada. Nunca se casaron: él iba por su segundo divorcio; ella no creía en la monogamia. Y cuando la pareja se terminó, siguieron siendo amigos acompañándose hasta el final.
Poco antes de morir Kerouac, en 1969, la que murió fue la mamá de Lois. Ella dejó la ciudad y cruzó el país para volver a la casa de su infancia y acompañar el duelo del padre. Sus cartas de entonces son oscuras, abrumadoramente tristes. Ella se había hundido en una profundísima depresión. Una noche, sin previo aviso, Kerouac se presentó en la puerta de su casa: había volado a verla por miedo a que se suicidara. Llegaba con un grabador enorme en la espalda, uno de esos aparatos con dos platos de cinta. Pensó en llevarle música para levantarle el espíritu.
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