Mariana Enriquez: “La critica masculina del rock dejó afuera la relación de amor entre la fan y el ídolo"

Luego del éxito de Las cosas que perdimos en el fuego, Mariana Enriquez se aleja del género de terror, pero no del fantástico: Este es el mar cuenta el ascenso de un cantante de rock en clave mitológica.

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Mariana Enriquez en el auditorio de Grandes Libros junto a Patricio Zunini
Mariana Enriquez en el auditorio de Grandes Libros junto a Patricio Zunini

Elvis, Morrison, Lennon, Kurt Cobain. ¿Qué los hizo estrellas? O mejor: ¿quién? Con Este es el mar (Penguin) Mariana Enriquez se corre del género de terror que trabajó en sus libros anteriores —Los peligros de fumar en la cama, Chicos que vuelven, Alguien camina sobre tu tumbaLas cosas que perdimos en el fuego (traducido a 20 idiomas)— y cuenta la consagración de un rocker en clave mitológica. "Venía de hacer cuentos de terror muy oscuros", explica, "que disfruté mucho, pero esa no es mi única tecla como escritora".

Elvis, Morrison, Lennon, Kurt Cobain. ¿Qué los hizo estrellas? O mejor: ¿quién? Enriquez recupera a divinidades como Hécate y las furias, que los acompañan y los ayudan a alcanzar a la dimensión de íconos: a ser dioses. Ellas los llevan a la gloria y absorben su fuerza tras su muerte.

El protagonista de Este es el mar se llama James y es el frontman de la banda californiana Fallen. Su "hacedora" se llama Helena. En contraposición a los libros anteriores de Enriquez, este es más luminoso —justamente las mujeres se llaman a sí mismas Luminosas— y, pese a que tiene algunos momentos sombríos, es un libro delicado. "Estaba escribiendo cosas muy crueles", dice Enriquez, "y tenía ganas de escribir algo un poco más tierno. Y el escritor que más ternura tiene es Bradbury. El libro no se parece en nada a los de él, pero es alguien que leí para encontrar ciertos afectos, cierta cercanía con los personajes".

En “Este es el mar”, Enriquez le da vida al último rockstar de la historia
En “Este es el mar”, Enriquez le da vida al último rockstar de la historia

Mariana Enriquez habló con Grandes Libros sobre Este es el mar, que, al igual que hizo con Cómo desaparecer completamente (2005), tomó el título de una canción: "Es de una canción de una banda escocesa muy poco conocida que se llama The Waterboys, que tenía un cantante guapísimo".

¿Él hubiera sido James?

—De joven, sí. Si lo ves ahora, no. De lo que ellas también los salvan al hacerlos leyendas, lo que básicamente tiene que ver con la mitología de la muerte joven y del cadáver bello, es de la decadencia y de cierta parodia en la que se termina convirtiendo el rock con la edad. Sobre todo, en este momento. Hace 20 años, el rock todavía era la cultura juvenil más importante o, al menos, una de las más importantes. Ahora no. Sigue siendo una cultura juvenil, pero pequeña. Creo que casi todas las otras culturas juveniles —la digital, la del pop latino, la de las estrellas adolescentes, la del hip hop— son más importantes en números y en relevancia.

Hay una figura en la novela que tiene que vivir: David Bowie. En él no hay ninguna autoparodia.

—No, en él no. Y en los Rolling Stones tampoco. Tuvieron un momento, pero después se convirtieron en el hombre en la luna. Nadie hace rock a los setenta y pico. Deja de ser paródico porque es absolutamente fuera de este mundo lo que está pasando. Es el pionerismo al final de la vida. Y Bowie tampoco porque tenía eso de ser extraterrestre. Además, en el contexto de la novela, que es completamente arbitrario, tenía el destino de ser un artista influyente, que creara otras leyendas. Tenía una función más elevada, en todo caso.

Con “Las cosas que perdimos en el fuego”, Enriquez fue traducida a más de 20 idiomas
Con “Las cosas que perdimos en el fuego”, Enriquez fue traducida a más de 20 idiomas

¿Este es el mar es una suerte de despedida del rock?

—Para mí, sí. Es una especie de despedida de la juventud. Y de una forma de vivir el rock, que tenía un tipo de intensidad asociada con la juventud que me parece que ya pertenece a la historia.

¿El pop puede ser una usina de mitos como lo fue el rock?

—La mitología del pop tiene a Michael Jackson, a Madonna, a Whitney Houston. Tiene personalidades todavía más devocionales que el rock. Lo que pasa es que no eran mis devociones cuando era chica. Pero sí las tiene y las va a tener todavía más. Además, hay algo brutal en los ídolos pop que me parece sumamente literario. Es fascinante que una chica como Taylor Swift pueda tener cien millones de seguidores y mi mamá nunca haya escuchado su nombre. Eso nunca hubiera pasado con Elvis. Hay un cambio de paradigma tan potente que crea mitos que le pertenecen a poca gente y esa poca gente son cien millones de personas.

Taylor Swift, un mito para “apenas” cien millones de personas (Reuters)
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En tu novela, el sexo de "sexo, droga y rock and roll" cambia por amor.

—Sobre todo por amor. Se drogan un poco, pero eso también me parece un poco anacrónico. La estrella de sexo, drogas y rock and roll hace bastante que no aparece. Incluso Cobain era un drogadicto triste. Hace mucho que ese lugar común no sucede y yo no tenía ganas de volver ahí. Sí tenía ganas de hacer hincapié en la relación más intensa de amor entre la fan y el ídolo. Una chica que toca la guitarra en su habitación no sólo imita a Mick Jagger: quiere ser Mick Jagger. Eso es algo que a lo mejor se escapa esa ambigüedad esencial y que los músicos la tienen, aunque sea intuitivamente.

Siempre recuerdo la columna de AC/DC que publicaste en Radar. Es fabulosa cómo llevás el rol de fan al periodismo.

—Creo que la profesionalización masculina de los críticos de rock dejó afuera una parte muy constitutiva del rock, que es todo lo que no tiene que ver con las canciones y los solos y la buena voz. Me pasó infinidades de veces, sobre todo cuando era más chica, de ponerme totalmente histérica porque iba a venir a tocar The Cult y que algún colega crítico de rock me dijera "Ok, es un cantante genial, pero no te pongas histérica como una minita". Y la verdad es que el cantante de The Cult subía al escenario tratando de seducirme a mí y no a él. Los Beatles dejaron de tocar porque las chicas gritaban. Eso es central en la mitología de los Beatles. Tenían unas ménades desaforadas que podían destrozarlos como a Orfeo. Hay cierta narrativa sobre el rock a la que se le eliminó todo eso y me parece que es una pena, porque el rock es mucho más divertido con eso.

¿Por qué no hay rockstars mujeres en la novela?

—No quería que hubiese chicas matando chicas. Fue una decisión casi política. Además, en lo arbitrario de la novela, yo elegí poner la lupa en las chicas que se ocupan de estrellas de rock, pero se dice que hay otras que se ocupan de estrellas de cine, de pop. Y también se ocupan de crearles una historia, porque eso es lo que le faltaba a James. Él no tenía una narrativa, sencillamente era un chico carismático y con eso no es suficiente.

Leía y pensaba en el texto de Borges sobre el escritor argentino y la tradición. Uno habitualmente no se permite escribir una ficción situada en California. ¿Te preocupó?

—Sí, pero como decidí que no son seres humanos y en algún sentido casi no transcurre en este mundo, tomé la decisión de usar un lenguaje lo menos marcado en localismos. En Argentina, además, estamos muy acostumbrados a leer escritores extranjeros en traducción. La mayor parte de lo que leemos son traducciones. Esa costumbre hace que la operación no parezca una cosa tan injertada y tan artificial. Como yo he trabajado mucho con cosas muy locales, me costó hacerlo, pero, al mismo tiempo, fue un libro muy placentero. Digamos que ese era un riesgo menor.

La autora argentina Samanta Schweblin sigue sumando reconocimiento internacional
La autora argentina Samanta Schweblin sigue sumando reconocimiento internacional

Para sacarte del libro, quería preguntarte por una zona que desarrollás, con estilos diferentes pero reconociblemente común, con Samanta Schweblin, Federico Falco, Vera Giaconi. ¿Habla algo de la generación?

—Yo creo que sí. No podría nombrarlos precisamente pero hay ciertos rasgos en común. Cierta oscuridad. Samanta y Vera tienen una fascinación con lo vincular desde lo oscuro. Quizá Luciano Lamberti y yo una fascinación con los géneros y el trabajo con el terror o el fantástico bien pegado a la vida cotidiana. Como cuentista Luciano me parece importantísimo y en La maestra rural, un pueblito de Córdoba termina siendo una narración lovecraftiana. Los ambientes de Federico Falco son muy reconocibles y muy enrarecidos al mismo tiempo, es como una realidad distorsionada u opaca. Quizá se podría decir que todos tenemos una relación muy turbia con la realidad, una relación fantasmal con los vínculos y también con la palabra. Todos escribimos cuentos que, de alguna manera y en diferentes grados, son siniestros. Donde lo familiar se vuelve muy amenazante o muy borroso.

A riesgo de guiar la respuesta, ¿tiene que ver con que son escritores de la post dictadura, escritores de la desconfianza, del post 2001?

—Puede ser. Todos crecimos más o menos en dictadura, todos tenemos como primera memoria la memoria del terror o de la indiferencia o de un discurso absolutamente confuso sobre esos años. Y después vivimos dos crisis. O tres. Eso te provoca una resiliencia importante, una dureza importante y una desconfianza importante. Como una suerte de conocimiento de que hay una incertidumbre central en tu vida: "No confíes en nada porque nada va a salir como querés que salga".

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