Alguien tenía que decir que el peronismo es un plagio de Los siete locos, la obra insignia de Roberto Arlt. Alguien tenía que descubrir la verdad sobre la oscura muerte de El Procurador, el caso que tiene partido en dos al país desde hace tanto. Alguien tenía que animarse a escribir las 3.612 páginas de la "Primera enciclopedia del fracaso nacional" y creer que siempre faltan más.
Alguien tenía que revelar las alternativas secretas de la tensa pero tan conveniente relación de La Jefa con El Ingeniero y todo lo que ese vínculo influye en la vida cotidiana de los demás. Alguien tenía que representar la crisis de credibilidad y futuro que afecta al periodismo por más que, en su desesperado intento, exponga sus facetas más desencajadas, excesivas y hasta viciosas…
Pues bien, queridos amigos: ahí está Mito Valdivia, periodista respetable, cincuentón angustiado, galán insaciable, valiente a fuerza de inconfesables cobardías y dobleces.
Quienes hicimos periodismo escrito a lo largo de las dos últimas décadas y pico en esta democracia de intensidad bajísima y calidad más pobre aún, muchas veces tuvimos la sensación de estar escribiendo ficción. Este es el país de las manos robadas de Perón, del cráneo extraviado de Menem Junior, de Nisman asesinado-suicidado según más nos convenga, de los bolsos repletos de guita negra volando sobre los tapiales de inocentes conventos de monjitas nonagenarias… Este es el país que, ayer nomás, estuvo a punto de enfrentar en una campaña electoral a una ex presidenta con uno de los neurólogos del equipo médico que le operó la cabeza. Si es cierto que, en la Argentina, la realidad supera a la ficción, tal vez la ficción pueda darle una manito a la realidad.
Locos de amor, odio y fracaso nació en horas de insomnio. En reuniones con personas increíbles, algunas de ellas fuentes periodísticas y otras, gente nomás. Se amasó en cenas de contornos literalmente fantásticos. Uno se ha visto por cuestiones profesionales con políticos, jueces, fiscales, policías, espías, colegas, tránsfugas de distintos niveles, mozos, buenas mozas, taxistas y parientes y amigos tan afectados por lo que dimos en llamar "la grieta" como todos los otros.
Locos… se fue volviendo novela en evocaciones de Arlt, de Borges, de Chandler, de García Márquez. Y, seguro, en sueños. En los que a uno lo asaltan dormido, claro, pero también en esos sueños que a uno lo acompañan desde que se animó a pensar que un país mejor debería ser posible.
Quienes nos formamos en la admiración al "nuevo periodismo" de Wolfe y de Talese y de Capote y nos quisimos creer un poco Hemingway, aprendimos a usar técnicas y tretas de la ficción para contar la verdad. No la verdad filosófica en busca del sentido de la vida, sino la verdad de los hechos, del qué, del dónde, el cuándo, el cómo y el por qué… Hicimos del periodismo nuestro propio sentido de la vida. Contar. Destapar. Explicar las cosas con lujo de detalles. Tal vez de tanto editar episodios de vidas ajenas fuimos descubriendo que dentro de nosotros mismos debería haber por lo menos una novela.
Voy a tratar de ser sincero. Es posible que en la decisión de explorar el relato fantasioso como forma de comunicación haya operado cierta fatiga frente a la pelea cotidiana por ser creíble. Menem me llamó "delincuente periodístico" y debí pintarme los dedos incontables veces en los juzgados federales de los 90. Cavallo me llamo "idiota útil del narcotráfico". Yabrán me incluyó en "una mafia comandada por Duhalde y la Policía Bonaerense". Cristina me trató de "misógino" y "destituyente". Los macristas me dicen "kirchnerista" y me putean en las redes sociales como hasta ayer lo hacían los K. Si logro hacer entender que no estoy con el uno ni con el otro, seguro me "paga" Massa. O soy un "mercenario" y chau. Entonces me pregunto: si hasta yo he sido "novelado" por el poder y sus acólitos, ¿por qué no animarme a mi primera novela luego de tres libros de investigación periodística?
Tuvo sus traumas el cambio de género literario. Los periodistas somos esclavos de los expedientes, de las indagaciones, de las entrevistas en on y en off, de los archivos… Esos documentos son, a la vez, salvavidas: la vagancia de copiarlos y pegarlos puede llegar a rellenar cualquier bache de inspiración narrativa sin que nadie tenga derecho a cuestionar las formas, porque, al fin y al cabo, uno es periodista y debe, básicamente, informar. Si bien detrás de Locos… hay documentación sobre casos y circunstancias equis, manda la obligación de escribir bien, definir personajes como si estuvieran vivos de veras, ser verosímil. Por más que la realidad esté en la base de la narración, la irrealidad pelea por imponerse y, de a ratos, eso se parece demasiado a la locura. Jamás consumí drogas, como Mito Valdivia, pero construir personajes es un acto alucinógeno. Así fue que Valdivia y todos los demás me reclamaron atención por lo bajo mientras debía ocuparme de Cristina, de Macri, de la inflación y lo que sea en el trabajo y de mis afectos fuera de él, durante más de un año.
Escribir es un ejercicio apasionante. Incluso en el periodismo implica inventar, de alguna manera, porque las cosas pueden contarse de innumerables maneras. Dichas pasiones, a veces, son encontradas. Placer. Enojo. Goce y sufrimiento. Horas de diez mil caracteres entusiastas, fáciles. Días de apenas tres párrafos mal hechos. Desiertos asfixiantes.
Uno no escribe solo cuando está escribiendo. La "hoja de ruta" del libro la hice con birome negra en un mantel de papel de un bodegón de Barracas, además de llenar servilletas de otros bares con apuntes. Me mandé mails a mí mismo con ideas, escenas, datos, links de notas periodísticas de otros. Salté de la cama en medio de la noche a cambiar párrafos. Descubrí y definí personajes y circunstancias de ellos mismos en larguísimas charlas por chat. Recibí clases teóricas de tiro y aprendí los procesos hormonales por culpa de Valdivia, que se enreda con una tiradora y está obsesionado con descubrir el origen de su angustia existencial. Se me contracturaron las cervicales escribiendo. Fumé de más.
En cuanto al resultado, los lectores dirán. Solo les confieso que me divertí horrores, valga la contradicción.
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