"La trama empieza", como se iba a llamar el libro en un principio, empezó hace muchos años, cuando de un viejo libro de mi abuelo paterno, a quien solo conocí a través de su biblioteca, cayó el prospecto de un medicamento. Se llamaba Cenestal, una droga psicotrópica, de las primeras que hubo en el país, que al parecer dejó de fabricarse a fines de los años sesenta.
El tema me interesó de inmediato porque en la familia nunca se había comentado que el abuelo fuera depresivo. Hablando del tema en una reunión de pesaj, me enteré de que ese defecto incluso había quedado plasmado en un diario íntimo, del que tampoco sabía nada. Cuando me lo pasaron, comprobé por qué no podía no ser depresivo: arrancaba en 1935 en Hamburgo y cubría todo su exilio a la Argentina en 1937, y más. Mucho más, según pude comprobar en una segunda etapa, cuando mi padre se acordó de que en el altillo estaban las bolsas de consorcio con los papeles que habían sacado del departamento de mi abuela.
En esas bolsas negras encontré más cuadernos del abuelo, con la continuación durante décadas de su diario, que incluía recortes de la prensa y largos ensayos sobre los temas filosóficos que estudiaba en sus tiempos libres. Esos papeles, entre los que también había poemas de juventud y fichas de lectura, contenían una revelación y un misterio. La revelación era que mi abuelo siempre había querido ser escritor, pero primero el nazismo y luego la necesidad de ganarse la vida en un nuevo país se lo habían impedido; el misterio era un certificado oficial, expendido por un reconocido cura, en el que se aseguraba que Enrique Magnus era católico apostólico romano.
Si para un escritor todo hecho que camina va a parar al asador de un libro, este se metió corriendo por sí solo. Como el material casi que me superaba, me decidí por la no ficción. Así como había escrito un libro sobre mi abuela campesina sobreviviente de Auschwitz, ahora le tocaba al abuelo intelectual que se había escapado antes. Traduje íntegra la primera parte del diario y le agregué uno propio de la investigación sobre el origen del medicamento (que probablemente lo mató, porque tenía un componente, hoy prohibido, que era muy malo para el corazón, su punto débil) y algo que nació durante la escritura como por generación espontánea: pequeños diálogos ficticios con ese ancestro que estaba en el origen de "El defecto Magnus", como finalmente se llamó el asunto.
Se lo mostré a una editora de crónicas, que me propuso publicarlo pero sacándole precisamente esos diálogos de fantasía. También lo leyó mi agente, que me hizo la crítica contraria, sugiriéndome que lo convirtiera en novela. Mientras, la editorial para la que trabajaba aquella editora no le hizo caso, y ahí quedó el pobre manuscrito, entre otros tantos.
Me olvidé de ese libro escribiendo otros, en los que empecé a mezclar personajes reales con ficticios. Entremedio, me tocó editar uno de Ezequiel Martínez Estrada, y leyendo para ese trabajo me topé en La cabeza de Goliat con la noticia de que en 1939 había tenido lugar en Buenos Aires el campeonato mundial de ajedrez. Mi editor me había sugerido alguna vez que debía escribir algo sobre ajedrez, un tema que no por manido me dejó de parecer interesante, y ese escenario histórico revivió la idea. Sin embargo, lo que hizo cuajar todo fue darme cuenta de que a ese torneo viaja el personaje principal de La novela de ajedrez de Stefan Zweig, que empieza precisamente con el barco zarpando hacia Buenos Aires. La Buenos Aires que ya habitaba mi abuelo, cuyo autor preferido era Stefan Zweig.
A la espina novelística que me había quedado clavada con "La abuela", mi único libro de no ficción, me la saqué reescribiendo este otro, que finalmente se llamaría "El que mueve las piezas". En vez de elidir la parte de fantasía, la extendí, convirtiendo a mi abuelo en un personaje literario que se mezcla con el de la novela de Zweig, con Martínez Estrada y con los ajedrecistas (sobre todo con la inigualable Sonja Graf) que disputaron aquel mundial, durante el cual estalló la Segunda Guerra generando todo tipo de problemas y maquinaciones. Leer los diarios de la época fue la parte más placentera del trabajo. Combinar esos diarios públicos con los íntimos de mi abuelo, el mayor desafío.
Me gusta pensar que la novela fue escrita por encargo, pero no de la editorial que la rechazó como no ficción y la terminó publicando como novela, ni tampoco de mi agente o del editor con sus buenas sugerencias, sino por encargo de mi abuelo. Ese que se murió cuando yo no era ni un proyecto, aunque dejándome en la sangre el impulso de escribir; ese que se pasó su corta y accidentada vida llenando a mano cuadernos escolares mientras soñaba (¡no en vano, abuelo!) con verse publicado alguna vez en letras de molde.
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