Café, humo y letras: los bares donde se reunían los intelectuales porteños

Un breve recorrido por algunas de las confiterías porteñas que fueron puntos de encuentro de escritores y hasta el escenario ideal para el surgimiento de parejas literarias. 

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El “36 billares”, uno de
El “36 billares”, uno de los bares que frecuentaba Federico García Lorca

Federico García Lorca llegó a Buenos Aires en 1933, tras el éxito de su obra Bodas de sangre. Fascinado con el clima bohemio que encontró en la ciudad participó de todas las tertulias, actividades teatrales y sobremesas a las que fue invitado. El Hotel Castelar en el que pasó su estadía –que en un principio sería de tres meses y finalmente fue de seis- quedaba en la españolísima Avenida de Mayo.

"Lo único que me interesa es divertirme, salir, pasear, vivir", había declarado cuando bajó del barco, y parte de ese precepto lo cumplió en algunos de los clásicos bares ubicados en la zona: el 36 billares, al que iba a desayunar y reunirse con amigos del ambiente teatral; el Café Tortoni, donde participaba de las célebres peñas literarias y el Bar Iberia, que elegía con frecuencia a la hora de almorzar y juntarse con otros intelectuales de la época. Durante la Guerra Civil Española el Iberia pasaría a ser reducto de los partidarios de la República. El bar del Hotel Español, ubicado enfrente, sería el búnker de los simpatizantes del franquismo, régimen que, en agosto de 1936, fusilaría a García Lorca.

Por las peñas del Café Tortoni, que organizó entre 1926 y 1943 Benito Quinquela Martín en la bodega, pasaron a leer poemas o interpretar canciones artistas y escritores como Carlos Gardel, Alfonsina Storni, José Ortega y Gasset y Leopoldo Marechal, entre muchos otros. El 27 de enero de 1938, Quinquela y sus compañeros de La Peña recibieron la noticia del suicidio de Alfonsina, una de las pocas mujeres, si no la única, capaces de sentarse a charlar en un café repleto de hombres con, por ejemplo, Jorge Luis Borges o Adolfo Bioy Casares. Impulsados por Quinquela, los amigos de La Peña del Tortoni vendieron el piano de la bodega, junto al que ella tantas veces había leído sus versos, y con el dinero erigieron un mausoleo en su homenaje en el cementerio de la Chacarita.

El bar “La Paz” fue
El bar “La Paz” fue el reducto de intelectuales entre los 60 y los 80

David Viñas y sus célebres bigotes fueron habitués del bar La Paz, de Corrientes y Montevideo, hasta poco antes de la muerte del crítico y autor, en 2011. Viñas ocupaba una mesa del sector de fumadores y en color rojo marcaba con fervor las páginas de un matutino que le provocaba indignación. Allí se había encontrado años antes con su nieta, hija de uno de sus dos hijos desaparecidos; allí también regresó después de su exilio durante la dictadura. Y en esos tiempos de ebullición democrática encontró cambiado al bar; más incorporado a la vida diurna, distinto al lugar en el que había mantenido largas y habituales charlas con Ricardo Piglia, cuando los dos eran vecinos de la zona y La Paz era un punto de reunión para la bohemia de la calle Corrientes.

En los 60 era común que allí se dieran cita distintos escritores, artistas, periodistas y estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras, que en esa época funcionaba sobre Viamonte. Una noche de 1967 una chica de Letras, Lilia Ferreyra, llegó al bar con el libro de cuentos Un kilo de oro, comprado en una librería cercana, abierta como tantas en aquellos años hasta la madrugada. El amigo que la acompañaba le señaló en una mesa cercana al autor del libro, Rodolfo Walsh, a quien se acercó a pedirle una dedicatoria para ella. Walsh a la distancia miró a Lilia, le sonrió, y desde ese día no se separaron más. Fueron pareja hasta el 25 de marzo de 1977, cuando él fue secuestrado y desaparecido por un grupo de tareas de la dictadura.

El café Tortoni sigue siendo
El café Tortoni sigue siendo uno de los espacios para la intelectualidad argentina

Los escritores reunidos en torno a la revista Martín Fierro, fundada en 1924, se juntaban todos los días a las 19 en la Confitería Richmond de Florida y Lavalle, a una cuadra de la redacción. Allí el grupo de jóvenes que integraban Borges, Ricardo Güiraldes, Oliverio Girondo y Leopoldo Marechal, entre otros, mantenía largas tertulias literarias que iniciaba cada día con un infaltable rito: de pie, alrededor de una mesa, los convocados entonaban La donna è móbile, de Giuseppe Verdi, pero reemplazaban la letra: "Un automóvile, dos automóviles, tres automóviles…" y así hasta siete, antes de rematar con la frase "y un autobús". Después, sí, podían arrancar con las temáticas de la jornada.

La tradicional confitería también fue elegida por Julio Cortázar para situar una escena de Historia de cronopios y de famas: "Mientras toma café en el Richmond de Florida, moja el cronopio una tostada con sus lágrimas  naturales", escribió. Fue en ese entorno de sillones Chesterfield, arañas holandesas en el techo y señoras elegantes bebiendo el five o'clock tea de la Richmond donde Cortázar conoció a Aurora Bernárdez en 1948, a través de una persona en común: "Parecía que tenía cuatro rodillas, y que más que levantarse se desplegaba", dijo la traductora sobre la primera impresión que le causó el autor. Se casaron cinco años después y vivieron juntos en París. Aunque luego dejaron de ser pareja, Bernárdez fue su albacea universal hasta que murió, en 2014.

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