En cada libro de Martín Caparrós hay una pregunta imperiosa sobre el presente. Desde la identidad argentina que se oculta en los pueblos de El interior hasta el mapa de El hambre en el mundo; desde el origen de la militancia revolucionaria en La voluntad (escrito en colaboración con Eduardo Anguita) hasta los dilemas frente a la política de la memoria en A quien corresponda. Ninguno de sus libros permite una lectura tranquila o neutral.
Echeverría (Anagrama, 2016) no es la excepción. La novela —con más de una treintena de libros esta es su undécima novela— cuenta la vida del primer poeta argentino, aquel que creyó que para que el país fuera una nación necesitaba una identidad y para tener una identidad había que fundar una literatura. Esteban Echeverría es el autor de textos clásicos como La cautiva y El matadero, un intelectual que junto a Alberdi, Sarmiento y Gutiérrez perteneció a la Generación del 37, movimiento opositor a Juan Manuel de Rosas, y que, por esa razón, debió exiliarse en Montevideo, donde murió a los 45 años.
Ya en Argentinismos, Caparrós había planteado la discusión sobre los efectos culturales del kirchnerismo, pero, por paradójico que suene, en este libro parece hacerlo aún más profundamente. Se corre 200 años en el pasado para indagar el rol de los intelectuales en la actualidad, los precursores del peronismo, las contradicciones de lo nacional y popular, el "maradonismo", la idea de que la política argentina está encerrada en un laberinto de repeticiones. "No me interesa usar el pasado para pensar el pasado como un presente", dice promediando el libro, "sino el presente como un pasado: ponerlo en perspectiva histórica y desarmar —un poco— la mayor trampa que tienen todas las culturas: que esa cultura va a durar siempre".
Cuenta Caparrós que llegó a Esteban Echeverría casi por casualidad. Influenciado por algunas novelas de Emanuelle Carrère, Patrick Deville, Jean Echenoz, se había entusiasmado con la idea de escribir una vida. Por aquel entonces —2014— Argentina era el país invitado de honor en la Feria del Libro de Guadalajara, pero a él no lo habían convocado para formar parte de la comitiva oficial. Dice que, entonces, "unos amigos decidieron hacernos una especie de desagravio a Rodrigo Fresán y a mí": Caparrós viajó para presentar la colección de clásicos que la editorial de la Secretaría de Cultura de México estaba relanzando. En esa colección, entre otros títulos, estaba El matadero. Hojeando el libro se le impusieron dos comprobaciones: "Echeverría era el primer cronista argentino, el primero que intentó hacer relato de sus zonas más turbias, y era, también, el primer antiperonista, uno que no necesitó a Juan Domingo Perón para empezar a serlo".
—En el comienzo del libro dice que "toda historia es la historia de un fracaso". Recuerdo que en El interior, al hablar del avión Pulqui, decía que la Argentina es el museo de lo que no fue. ¿Qué es lo que le convoca esta idea del fracaso?
—El fracaso me reaparece mucho. El acápite de El hambre es la frase de Becket, que dice: "Intenta de nuevo, fracasa de nuevo, fracasa mejor". Supongo que podría retomar el fracaso desde muchos lugares y puntos distintos, pero sin duda, cada vez que vengo a la Argentina —Caparrós vive en España— se me aviva. Hay pocas historias de fracaso tan estrepitosas como la de los últimos 50 o 60 años de la Argentina. No conozco países que hayan fracasado así.
—¿En términos políticos?
—Fracaso político, social, económico. Fracaso como país. Argentina era un país mucho mejor de lo que es ahora. Cuando, en general, los países del área son un poco mejores de lo que eran hace 50 años, aquí es al contrario.
—¿Cuáles son las razones?
—No sé qué fue lo que hicimos para conseguir esto; ya no para merecerlo. A veces pienso que debería dedicar un par de años a tratar de entenderlo, porque es un proceso repulsivamente fascinante. Este país dejó de lado a la mayoría de sus expectativas y ambiciones, se resignó a algo que cada vez es un poco peor. Nos resignamos a vivir con un 20 o 30% de excluidos, con escuelas que no educan y universidades sobrepobladas e inútiles, con hospitales que no funcionan, nos resignamos a vivir con miedo.
"Así empieza, después se pone mejor", dice @martin_caparros al terminar de leer una página de su novela "Echeverría" pic.twitter.com/ywJaHqpifX
— Lorena Pérez (@blocdemoda) October 21, 2016
—Si hoy ningún libro genera debates como pasaba, por ejemplo, en tiempos de Turgueniev con Padres e hijos, ¿cuál es el papel de los intelectuales?
—Es un viejo e intenso debate que seguramente no vamos a solucionar en esta mesa, pero lo que está claro es que ese papel clásico ya no existe. Hace 20 o 25 años escribí a propósito de un recital de Fito Páez diciendo que el papel del intelectual ya no lo teníamos quienes trabajábamos con la letra impresa si no un cantante pop o, si acaso, un actor. Lo que nos queda es tratar de producir ciertas formas de comprensión que permitan que el discurso crítico se vaya articulando y vaya creciendo. La función básica es mantener la mirada crítica. Era lindo cuando Voltaire, además de tratar de pensar los problemas de la religión, los escribía y todo el mundo pensante le prestaba atención. Ahora no es así, pero aún quedan cosas para pensar.
—Al cierre de cada capítulo, cuando usted analiza lo que va sucediendo con Echeverría a la luz del presente, Maradona aparece como metáfora de la Argentina. ¿Que representa Maradona para usted?
—Supongo que es una de las últimas encarnaciones, probablemente la más canalla, de la patria. Se constituyó en la efigie patria con una trampita y una genialidad, los dos goles frente a los ingleses, y tal como el resto de la patria, se fue degradando y degradando hasta que se hizo inaudible o inescuchable.
—A lo largo del libro hay un montón de referencias literarias: Juan José Saer, la conferencia "El escritor argentino y la tradición" de Borges, también la frase "Preferiría no hacerlo" del Bartleby de Melville. ¿Cuánto de Bartleby tiene Echeverría?
—No, yo creo que él querría hacerlo. De hecho, pone todo su esfuerzo en esa cosa ridícula de crear una literatura nacional. Es difícil que un escritor se proponga algo más ambicioso que eso. Tal vez podría ser en la etapa de Montevideo, pero aún así no lo es por la línea existencial de Bartleby, si no por la derrota, por la sensación de que de todas maneras nadie lo escucha.
—¿Con Echeverría tiene la intención de intervenir políticamente?
—Si hay en este libro rasgos políticos, no están porque tenga la intención de que modifiquen la realidad. Están porque yo estoy atravesado por ellos. No los incluyo para producir un efecto sobre lo real argentino. Los incluyo, insisto, porque no podría excluirlos.
—Durante su adolescencia y primera juventud usted estuvo vinculado al peronismo. Ahora, con Echeverría, escribe, como dice en el libro, sobre aquel que podría considerarse como el primer antiperonista. ¿Cuál es hoy su relación con el peronismo?
—Pese a lo que decís y pese a la apariencia, la misma de siempre: soy antiperonista.
—Pero estuvo en Montoneros.
—Sí, pero me costó muchísimo aceptar la parte peronista de ese movimiento. Nunca pude cantar la marcha peronista con gusto y con brío. Me molestaba la sumisión a un individuo: "Perón Perón que grande sos" siempre me pareció imposible de decir. Si me metí en esas cosas era porque estaba en contra de cualquier sumisión a un individuo, no para fomentarla. Además, una parte significativa del fracaso argentino tiene que ver con la pervivencia del peronismo. Es la existencia de un monstruo proteico que va cambiando de cara según la necesidad del momento, que se disfraza de lo que sea necesario — demócrata nacionalista de derecha, neoliberal, izquierdista falso, etc.— con tal de conservar el poder. Si alguna vez conseguimos dejar el peronismo atrás, la Argentina va a poder empezar a buscar un camino mejor.
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