Recuerdo que ante cualquier problema mi padre soltaba con tono humorístico (arqueo de cejas, ojos elevados al cielo) la frase: "¡Qué triste es nuestra Rusia!". Recién ahora me entero que es la frase que se le escuchó decir a Alexander Pushkin tras leer el primer capítulo de Almas muertas, la novela de Gógol, precedida de un "¡Ay Dios mío!". Pero no hace falta Dios para entender que la literatura rusa es divina y que lo ruso en Argentina es una manera de apodar a la diferencia religiosa. En la escuela primaria me apodaban "el ruso" (así me siguen llamando algunos amigos de infancia) porque decirlo es suave y más delicado que lanzar algo parecido a una acusación hiriente (la "í" aguda de judío).
Leí con fervor a Dostoievski de adolescente y consumí el mito soviético hasta el hartazgo. El "mundo ruso" siempre me acompañó, la idea de su tristeza cómica y la tragedia del socialismo. En todo caso, me fascinaban los héroes de Stalingrado y la demencia de los social-revolucionarios y la voluntad de tomar el cielo por asalto de los bolcheviques y los déspotas como Pedro El Grande y la imaginería icónica de su fe ortodoxa. Eso fue en la adolescencia y el cuadro se completó con la mística y la música: fue cuando escuché por primera vez al extraordinario compositor Alexander Scriabin: alguien que aspiraba a transformar el Universo con su música.
El asunto fue así: vino a mi casa un amigo guitarrista, el Negro Miñones (un saludo a sus acordes desde el más allá) y me trajo un disco y me dijo: "Cuchá (escuchá), ¡cuchá esto, Ruso!". Era un disco de vinilo, con una foto de tapa de un señor de principios de siglo XX y bigotes retorcidos hacia arriba, con aspecto presuntuoso y fatuo. Sobre la foto y el resto de la tapa había una intervención de colores estilo pop, una combinación de lo viejo y lo moderno. Me llamó la atención y escuché. De las suavidades postchopinianas a un magma de energía sonora que prefigura la explosión atómica, la música de Scriabin fue para mí una revolución que sigue viva, y la pregunta de Stravinski que ilustraba la contraportada del disco: "¿Quién es Scriabin, quiénes son sus antepasados?", fue el primer envión, hace ya cuarenta años, que me impulsó a escribir mi novela El absoluto.
Ahora bien, para contestarle a Stravinski (que estaba muy enojado con don Alexander porque su madre prefería la música de éste antes que La consagración de la primavera de su nene), yo tuve que armarle a Scriabin una familia imaginaria, ya que como novelista no sentía la menor necesidad de escribir una biografía. Y cuando uno se sienta a escribir una novela puede armar un plan, y después decidirse a seguirlo o cambiarlo por el camino, pero lo que no conoce nunca de antemano, salvo a medida que va escribiendo, son los detalles, la vida misma de la novela, que van apareciendo a medida que se escribe ("Dios está en los detalles", Gustave Flaubert; "Acariciad los detalles, los divinos detalles", Vladimir Nabokov), y los detalles funcionan como una ampliación del campo que vuelven finalmente al libro algo distinto de lo que se imaginó, por suerte para el lector y para el escritor, que ya no es un copista de su invención originaria.
El absoluto me ocurrió así: hace trece años fui de vacaciones en familia a un viejo hotel de Córdoba, de esos que tienen salón de reuniones y conservan un piano. Una tarde de lluvia y tedio cae por allí un pianista. Era un hombre no muy bien vestido, que caminaba lento, algo torcido, como si tuviera alguna clase de problema neurológico. Se sentó al piano, y tocó con destreza inusual una serie de temas que combinaban la belleza y el comercio. Al terminar su pequeño recital, sacó unos CDs que pasó a vender entre los pasajeros. Cuando el pianista se fue, me contaron que pertenecía a lo que se llamaba "selectas familias" de la zona, y que había sido un concertista bastante conocido y que en algún momento tuvo un ACV. Subsistía, con mengua de sus facultades. Tocaba, pero ya no como antes. Al rato, con mi pequeña hija en brazos, salí a caminar por el jardín del hotel. No pensaba en nada en particular, y de golpe lo vi todo, pero no en un instante, sino en un despliegue en el tiempo que fue una serie de instantes sucesivos y coligados: vi a un personaje (en El absoluto es el primero de la cronología, se llama Frantisek) y le imaginé tantas peripecias que de inmediato me di cuenta de que a ese hombre no le podía pasar en una sola vida todo aquello que estaba imaginando, así que le pensé un hijo y continuador, y en ese vértigo de los pensamientos inesperados me di cuenta de que tampoco a Andrei le alcanzaba un vida para cumplirlos, así que tuve que inventar a un tercero (Esau). De esa manera estaba imaginando mi respuesta a Stravinski, treinta años después de conocer su pregunta. Por supuesto, la historia de esa familia tenía que contarla alguien, así que tuvo que ser una sobrina (imaginaria) del propio Alexander Scriabin…
Daniel Guebel inventa en "El absoluto" la biografía del músico Alexander Scriabin. Aquí su concierto para piano. https://t.co/umSLAErXwd
— Grandes Libros (@GrandesLibrosOK) October 2, 2016
Es un poco complicado dar cuenta de una novela que tardé siete años en escribir, y para la que tuve que leer decenas de ensayos acerca de música, biografías, textos de historia, teosofía, matemática, geografía, ciencia… y centenares o miles de páginas de internet. Viajé a lo largo del espacio y el tiempo, desde el siglo XVIII hasta finales del XX, desde Rusia hasta la Argentina. El Ruso, finalmente, llegó a su nueva patria, y quedó dichoso, exhausto y agradecido.
Nunca supe nada más de aquel pianista de Córdoba.
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