Guiado por Virgilio, Dante llega al noveno círculo del infierno donde encuentra al conde Ugolino royendo el cráneo de su enemigo, el arzobispo Ruggieri. Aquel lo había encerrado en una torre junto con sus hijos, condenándolos a morir de hambre. Ugolino relata, entonces, esos días terribles. Habla de los padecimientos, de la inminencia de la muerte, de la entrega fatídica de sus hijos: "Menos sufriremos / si comes de nosotros, nos vestiste / estas míseras carnes, pues despójalas". Ugolino los ve morir uno a uno. "Después", dice agónico, "más que el dolor, pudo el ayuno". Los estudiosos de la Divina Comedia discuten desde hace siglos la ambigüedad de esta frase: ¿Ugolino murió de tristeza o se comió a los hijos?
La escultura de Jean-Baptiste Carpeaux (1827-1875) que está en el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York captura la desesperación de Ugolino: prefiere comerse los dedos antes que atacar el cuerpo de sus hijos.
Partida de nacimiento
Uno de los mitos fundacionales de Estados Unidos es que cualquiera, sin importar cuál sea el origen social, puede alcanzar el éxito por mérito propio. Cualquiera puede crearse a sí mismo: desde Jay Gatsby hasta Don Draper. Elizabeth Strout retoma el mito en Me llamo Lucy Barton (Duomo; por ahora está disponible sólo en formato digital), con una vuelta de tuerca poco frecuente.
La novela comienza con el perfil del edificio Chrysler que se ve desde la habitación del hospital donde la protagonista está internada. Lucy tuvo una complicación con una apendicitis y deberá quedarse varias semanas en observación. Ese comienzo es un listado de marcas de clase alta: el edificio Chrysler, una habitación privada, cinco semanas de internación en un exclusivo hospital de Nueva York que no cubre su seguro médico. Pero la vida de Lucy no siempre fue así.
El pasado
Con el marido a cargo de las hijas de cinco y seis años, Lucy está demasiado sola. Hasta que llega, entonces, la única persona que no espera: su madre. Madre e hija vivirán pocos días juntas, menos que el tiempo de la internación. Entre ellas no hay reproches ni ajustes de cuenta. Después de años de no verse, los diálogos son pequeños, aparentemente superficiales, cargados de silencios. Pero junto con la madre aparece el recuerdo de la pobreza extrema en la que vivían en un pueblito de Illinois: la familia ocupando un garage prestado, la desidia de la madre, la rusticidad del padre, la segregación en la escuela. Lucy no se rebela frente al recuerdo, tampoco lo niega ni se autocompadece. Cómo podría. Casi sobre final del libro dirá "Me llamo Lucy Barton", y su nombre sonará a declaración de principios: Soy mi presente y mi pasado.
Elizabeth Strout, que ganó el Pulitzer en 2009 con Olive Kitteridge (hace poco fue adaptada como miniserie por HBO), escribe una novela difícil. O, como diría su protagonista: implacable. Es una novela de amor y rechazo, es una novela que habla de todo aquello que el self made man debe dejar atrás.
Muchos años más tarde, Lucy pasea por el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York junto a sus hijas mientras piensa en su madre. Ve entonces la estatua de Jean-Baptiste Carpeaux: "Ese hombre sí que sabía", piensa, "me refiero a la escultura. Sí que sabía. Y el poeta que escribió lo que muestra la escultura. Él también sabía."
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