Hay libros que funcionan como brújulas, GPS para momentos de desorientación existencial. Pienso en El cazador oculto, de J.D. Salinger. Otros, en cambio, ponen en palabras un intraducible disconfort social: Fight Club, de Chuck Palahniuk, o American Psycho, de Bret Easton Ellis. Pero los que más me atraen son aquellos libros que ofician de puertas: umbrales que al atravesarlos nos permiten internarnos en universos anteriormente desconocidos.
Como cuando Alicia ve a lo lejos un conejo blanco y, arrebatada por la curiosidad, lo persigue como una stalker hasta su madriguera y se hunde en un agujero que termina por dirigirla hacia nuevas aventuras. O como en la película "Contacto", cuando la astrónoma Eleanor "Ellie" Arroway viaja a través de un agujero de gusano para saludar a una civilización alienígena. Los libros de ciencia son por definición libros de viajes: exploraciones a lo desconocido, desplazamientos más mentales que físicos que dejan en nuestra memoria una huella emocional. Y como sucede cuando uno sale al mundo por primera vez, no se quiere ni puede parar.
Mi primer viaje en estos asuntos fue La termodinámica de la pizza, en el que Harold Morowitz hacía todo lo contrario a lo que nos habían enseñado en el colegio: este biofísico mostraba en 52 breves ensayos que la ciencia y la vida cotidiana no son realidades que corren en paralelo, distantes. Más bien, se tocan, se cruzan, se nutren mutuamente: en un partido de fútbol hay tanta ciencia como en el laboratorio más prestigioso del mundo.
Fue un hallazgo fortuito, como encontrar un tesoro en este caso enterrado no en una isla desierta sino en las entrañas de una librería que, hay que decirlo, no nos la hacen fácil. Los libros de ciencia en la Argentina ocupan menos espacio en las estanterías que los panfletos astrológicos y demás ficciones pseudocientíficas.
No importan los booms, tendencias, modas de libros que se hacen llamar de neurociencias —cuando en realidad son de autoayuda—, este género de non-fiction siempre será marginal —e ignorado por los suplementos literarios pese a que, por definición, la ciencia es cultura— pero con un público reducido pero fiel, cautivo.
En una especie de ejercicio cartográfico, se podría trazar un mapa. Están por un lado "los clásicos" como Cosmos (y todos los de Carl Sagan de lectura obligatoria: Sombras de antepasados olvidados, El mundo y sus demonios, Miles de millones, Un punto azul pálido, entre otros), El pulgar del panda y La vida maravillosa de Stephen Jay Gould, El gen egoísta del biólogo Richard Dawkins, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero de Oliver Sacks o Historia del tiempo de Stephen Hawking. Luego están los "libros monumentales" como Breve historia de casi todo de Bill Bryson, Genoma de Matt Ridley y El emperador de todos los males: Una biografía del cáncer de Siddhartha Mukherjee (autor del reciente El gen).
La lista de buenos libros de ciencia a recomendar podría ser infinita. Y se necesita. Pero para ser breve y que esto no se haga extenso, nadie debería perderse colecciones como Drakontos (Crítica), Metatemas (Tusquets), Noema (Turner) o los publicados por Debate. Y en especial, libros de mis autores favoritos: Philip Ball (Curiosidad, Contra natura, Al servicio del Reich), James Gleick (La información), Nicholas Carr (Superficiales), Sherry Turkle (Alone Together), Mary Roach (Glup: aventuras en el canal alimentario) y Bee Wilson (La importancia del tenedor y El primer bocado) que demuestran que los mejores libros de ciencia no son manuales ni esfuerzos pedagógicos.
Los buenos libros de ciencia son aquellos que generan asombro y nos mantienen en vilo con sus historias. En definitiva, son aquellos que nos contagian el virus de una curiosidad insaciable y que al cerrarlos no nos podemos contener de salir al mundo y recomendárselos al primero que se nos cruza en el camino porque en su lectura —aquel viaje interminable— nos volvieron un poco más sabios.
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