"El 9 de diciembre de 1983 tenía 19 años. A las doce menos cuarto de la noche, en el andén 4 de la estación de Lomas de Zamora, aguardábamos junto a un amigo un tren que jamás llegaría. Lo que arribó no fue una formación del Roca, sino un ómnibus naranja, un micro escolar destartalado, que por fortuna se detuvo unos segundos a un costado de la boletería. "¡Vamos! ¡Vamos a la plaza!", llamaron desde adentro.
Con dos o tres que también esperaban, trepamos de un salto. En la oscuridad de los asientos, seis o siete chicos y chicas con aspecto de estudiantes de abogacía de Adrogué. El resto, unos diez, en cueros, con rotunda pinta de barrabravas de un club del ascenso de Burzaco. Me senté en el fondo. El viaje, normalmente de media hora, se extendió a dos. Casi al dejar Lanús, en un restaurante, un grupito se bajó y regresó con un cajón de sidra, que desapareció en minutos.
En Gerli, el chofer se desvió hacia las zonas más sombrías de Avellaneda y Dock Sud. En la Isla Maciel hasta se sumaron al pasaje un par de prostitutas. Éramos, a bordo, una suerte de pequeña Argentina con motor gasolero. Y así, por la Boca y luego por Paseo Colón, cantando y golpeando la carrocería, llegamos, junto a unos ya treinta desconocidos, a Plaza de Mayo.
Había, a las dos de la madrugada, miles que se desparramaban entre los canteros. La mayor parte, recuerdo, de mi edad o poco más. Teníamos ilusión. La inocencia, en cambio, la habíamos perdido un año y medio atrás, cuando terminó la guerra. Muchos, como yo, aún sin sentir ni siquiera el frío patagónico, habíamos pasado el conflicto bajo bandera, cumpliendo el servicio militar. Ahí, esa noche de fiesta, estaba la generación de Malvinas. Los que habíamos llegado a la mayoría de edad justo para votar. Los que hoy andamos por las cuatro décadas, igual que GENTE, fíjese qué coincidencia (Nota: la entrevista fue hecha en el año 2005).
Después, al despuntar el sol, llegaron otros, más grandes, seguramente dispuestos a cerrar otras heridas que traían a cuestas. Todos, con la esperanza puesta en un sistema. Y en un hombre. En usted, doctor. No se haga el modesto: lo sabe. Cuando el sol comenzó a dar de lleno y el calor a sofocar, la plaza estallaba de gente. Había boinas blancas (¿se acuerda de las boinas blancas?), banderas rojas y blancas, banderas argentinas. Coreaban su apellido como un estribillo con acento agudo: "¡Al-fon-sín! ¡Al-fon-sín!".
Me ubiqué bajo un árbol, frente al Cabildo. Justo donde alrededor de las 8.00 un grupo de la JR acampó con bombos y damajuanas. Después, sólo tengo grabados los diez minutos que apareció usted, pasado el mediodía, en el balcón del Cabildo. Estaba a no más de veinte pasos de nosotros. Y habló. Nos habló.
Ayer volví a leer sus palabras: "Compatriotas, iniciamos una etapa que sin duda será difícil, porque tenemos todos la enorme responsabilidad de asegurar hoy, y para los tiempos futuros, la democracia y el respeto por la dignidad del hombre en la tierra argentina".
No sé si entendíamos, quienes esperamos toda la noche allí, la importancia de aquella jornada. Hoy sé que fue histórica. Fundacional. El 10 de diciembre de 1983 es una fecha patria. La más importante que la política nos dio en los últimos 40 años. Como el 25 de mayo, como el 9 de julio, debería tener un lugar de privilegio en el calendario escolar. Ya pasaron más de dos décadas, y ese es mi recuerdo de ese sábado.
Como yo a los 19 años aquella noche del 9 de diciembre, este país nunca llegó a tomar el tren. Pase por la misma plaza una noche cualquiera: todavía, a casi cuatro años del desastre del 2001, un ejército de cartoneros da testimonio de ello (Nota: y hoy, 2018, todas las noches hay largas filas para comer lo que la Red Solidaria les provee; la historia circular de la Argentina). Pero todos, si bien no a vivir mejor, aprendimos a defender nuestra Democracia. Porque es –tan simple, tan profundo- nuestra forma de vida. La que nunca más vamos a perder, por más espejos de colores que nos muestre algún autoritario. Y todavía, mire mis ojos sino, me emociona recordar que fui testigo directo de aquella plaza."
"Fue muy lindo aquel día, sí… Se reinstauró la Democracia"– dice con su sonrisa de abuelo Raúl Alfonsín, mientras sus manos aprietan fuerte un ejemplar de la Constitución. En esas páginas está el credo laico del preámbulo que recitó en cada acto cuando el Ahora, Alfonsín de los afiches se hizo banda, bastón y juramento. "No hubo reuniones ni publicistas para incluir el preámbulo en los discursos. Simplemente se me ocurrió…", revela con pocas palabras.
Afuera, el sol cae tímido sobre el balcón de la avenida Santa Fe al 1600, casa y la oficina de Raúl Alfonsín. También lo era el 31 de octubre de 1983, cuando ganó la elección con 7.659.530 votos, el 52 por ciento.
–Como le dije, había mucha esperanza depositada en usted: ¿fue demasiada carga para un solo hombre?
–Bueno, sí, es evidente eso. Veníamos de ser elegidos a través de una alianza implícita, en la que mucha gente confió en que yo podía llevar al país a la Democracia. Pero esa alianza se fue rompiendo a medida que fuimos tomando medidas de carácter económico y social, porque me votaron muchos que no coincidían entre sí en esas materias. Simplemente, todos coincidían en cómo conducir el proceso de transición democrática, y se fueron sintiendo desilusionados en otros aspectos.
–¿Qué recuerda de aquel 10 de diciembre?
–Ya no muchos detalles, para ser sincero. Sí que la noche anterior había dormido bien. Estaba en el Hotel Panamericano. Ese día me levanté temprano. Y desayuné muy poco, un café apenas… o quizás fue un té. Pero estaba muy sensible, muy emocionado. ¡Los políticos no somos de piedra, tampoco! Y era muy optimista, pero la situación me demostró que era muy difícil.
–¿Qué lo emocionó exactamente?
–La asunción, toda, desde el principio hasta el final. Primero, el juramento ante la Asamblea del Congreso. Recuerdo mucho también el paseo por la avenida de Mayo, impresionante ver las caras de los que se agolpaban en la calle. Pero sin dudas, lo más maravilloso fue el acto del Cabildo, porque pusimos al revés la plaza. Había un colorido extraordinario. Estaba el pueblo…
–¿En qué pensaba mientras saludaba desde el Cadillac descapotable?
–En no fallarle a toda esa gente. Hice todo lo que pude, pero la crisis me dijo que no a las soluciones que pensé para el pueblo argentino.
–¿Con qué se daba por hecho íntimamente, cuando imaginó su gobierno?
–Usted se acuerda, yo decía que se acababa el hambre. Quería mejorar la situación económica y social. No olvide –y es algo que muchos olvidan-, que recibimos a un país en default, en cesación de pagos. Había que empujar mucho para resolverlo. Tuvimos que luchar durante casi seis años contra el Fondo Monetario.
–¿Cómo compararía a ese default con el que soportó este gobierno?
-Bueno, la situación internacional, hoy, es extraordinaria para el país. Con nosotros fue al revés: los precios de nuestros productos estaban por el suelo, la tasa de interés de los Estados Unidos estaba altísima, al doble que la de hoy. El campo internacional no jugó a favor…Y siguiendo con su pregunta anterior, tenía mi política de Derechos Humanos como algo fundamental también. Fuimos el único país de Latinoamérica, entonces, que no tuvimos que conversar con los dictadores para ver de qué manera se tomaba el poder. A los pocos días enviamos a la Junta Militar a juicio.
–¿Vislumbraba los problemas que le traería esa medida: Semana Santa, Monte Caseros…?
–Sí, con esas medidas que tomamos en el campo de los Derechos Humanos, nos enfrentábamos a sectores muy importantes y sin tener una pistola, sólo con las leyes. Ahora se dice fácil, pero entonces…
–La gente siempre respondió: llenó la plaza para defender la Democracia, y eso era inédito.
–Claro, y yo tampoco quería volver atrás. Con la Ley de Obediencia Debida tuve una gran lucha conmigo mismo. Me sentía dividido en dos partes. Tuve que elegir entre tener una estatua en cada plaza, o recibir críticas y salvar la Democracia, porque la cosa no daba para más. Y en la campaña yo me comprometí a juzgar a quienes habían dado las órdenes y a quienes se habían excedido. Pero bueno, no fui comprendido con esa medida, y hoy tampoco lo soy. Pero seguimos viviendo en Democracia…
–La gente se hubiera jugado el pellejo en ese momento, no era retórica nomás…
–Si, claro… Y por eso yo dije aquello de Felices Pascuas en Campo de Mayo. No quería un enfrentamiento trágico.
–Al dejar el gobierno anticipadamente, usted dijo que no pudo, no supo, no quiso… ¿Hoy tiene resuelto qué no quiso, no supo y no pudo?
–Durante toda la campaña dije que con la Democracia se come, se educa y se cura. Y lo cierto es que la crisis no me dejó hacerlo del todo, aunque pusimos en marcha el PAN, que dio alimentación complementaria a cinco millones de personas, el plan ABC para dar por millones útiles a los niños, y bajamos la deserción escolar con los comedores, y un plan de alfabetización premiado por las Naciones Unidas. Y en salud, quisimos poner en marcha un seguro, pero me lo detuvieron en el Senado.
–¿Debió haber apelado a más decretos, quiere decir?
–¡No, por favor! Nunca fui partidario de los decretos de necesidad y urgencia. Utilicé menos de diez. Todos en casos imprescindibles, como el plan Austral. Yo he pasado por muchas vicisitudes por respetar al Congreso, pero no me arrepiento. El Congreso no debe ser un convidado de piedra. Hoy se lo soslaya, se lo deja de lado. Los decretos de necesidad y urgencia de Kirchner ya baten el récord que tenía Menem, algo por lo que yo lo criticaba mucho. Pero no fue sólo eso…
–¿Qué más?
–Yo no quise transar con el FMI en todas sus políticas. Y se vengaron. Ese fue el "no pude", sí: no pude realizar todo lo que soñaba. Y no supe realizar algunas cosas, como irme al sur, al mar y al frío con la Capital, una idea muy buena. Me tendría que haber ido aunque sea en carpa, pero no supuse que el Justicialismo votaría en contra.
–Le insisto: ¿Un gobierno no necesita, a veces, un Presidente que haga valer todas las posibilidades que le otorgan las leyes para llevar adelante sus ideas con más firmeza, más allá de las formas?
–No. Mire, en la Argentina, para crecer definitivamente, se precisan instituciones fuertes más que presidentes fuertes. Es elemental para la República, que exige la división de poderes para evitar que un gobierno arbitrario haga lo que quiera. Es sobre esos derechos fundamentales se construye la verdadera Democracia.
por Hugo Martin
fotos: Leandro Montini, Christian Beliera y Archivo Atlántida
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