"Uuuyyy, parece que Conchita hoy se levantó temprano y se puso a trabajar". Esta fue la frase que –a decir de él en el juicio– detonó en el cerebro de Ricardo Barreda (por entonces de 61 años), el hoy archifamoso odontólogo que ese día pasó de sumiso a homicida a punta de trabuco.
Eran las once de la mañana del domingo 15 de noviembre de 1992 cuando comenzó a recorrer los pasillos de su casona de la calle 48, en La Plata, y se cruzó con su hija Cecilia, autora –según su padre– de las palabras que dan inicio a esta nota.
El hombre no contestó la burla, pero se quedó rumiando la afrenta recibida de alguien que era sangre de su sangre. Seguramente fue la famosa gota que rebasó el vaso, y entonces tomó la decisión más trágica de su vida. Iba camino a podar la parra, tijeras en mano, y pudo utilizarlas en ese momento para atacar a Cecilia, pero prefirió subir las escaleras rumbo a su cuarto, para cargar la escopeta española marca Víctor Sarrasqueta.
Blandiéndola, bajó hacia el lavadero y se encontró con su esposa, Gladys MacDonald (57), con tanta mala suerte para ella que recordó las palabras que, según relató en su confesión, le había dirigido minutos antes: "Si querés podá la parra. Hacé lo que quieras, viejo de mierda, pero no te mandés ninguna cagada".
Entonces la miró fijo y le apuntó: dos disparos fueron suficientes. Luego recargó tranquilo el arma y arremetió con cuatro balazos contra su hija Cecilia (24, abogada), "la que más me irritaba", y le produjo tres orificios en el cuerpo. Su mente dictaminó que ese día sólo quedaría con vida su perro Nahuel.
De inmediato advirtió que Adriana, su otra hija (26, dentista), "mi preferida" –reconocería después ante la Justicia–, gritaba desesperada, y la remató de dos balazos.
No fue todo: llegó el turno de su suegra, Elena Arreche (86), que apareció en escena en camisón, aturdida, y recibió dos tiros más de esa vieja escopeta que ella misma le había traído como regalo desde Europa en 1966. Con los cuatro cuerpos yaciendo en el piso, Barreda salió sigiloso de la vivienda y se reunió con su ¿amiga o amante?, la vidente Mercedes "Pirucha" Gustavino.
Le comentó lo que acaba de hacer, pero ella no quiso ayudarlo. Entonces recurrió a Nilda Bono, otra de sus pretendientes. Fueron a un hotel alojamiento –así se llamaba entonces a los albergues transitorios, también denominados "telos"–, más tarde a comer pizza, y a la noche regresó a su vivienda. Ante la Policía simuló que había encontrado muerta a su familia. Pero a las 48 horas se quebró y confesó su culpabilidad. En el juicio fue condenado a reclusión perpetua.
TRAS LAS REJAS. Fue a parar a la Unidad Penitenciaria Nº 9 de La Plata, hasta que a principios de 2008 recibió el beneficio del arresto domiciliario por buena conducta y por ser mayor de 70 años. Por entonces se había enamorado de Berta André, una docente jubilada que visitaba ocasionalmente a un pariente, y que el odontólogo logró conquistar. Esa mujer fue su salvoconducto para salir de la prisión, ya que era dueña de un departamento en la calle Vidal, en el porteño barrio de Belgrano, donde terminaron conviviendo. Todo iba bien hasta que en 2014 el juez Dalto calificó la relación entre ambos como de "peligro inminente", a causa de que ella comenzó a padecer cierta debilidad mental –murió en julio de 2015–, lo que podría provocar una reacción por parte de él. A Barreda le revocaron la prisión domiciliaria y fue alojado en la cárcel de Olmos.
En diciembre de 2015 salió en libertad condicional y vivió en Tigre gracias a la ayuda de un amigo, que le alquiló una modesta vivienda. Seis meses más tarde, la Justicia dictaminó que su condena se había extinguido. En esa época deambulaba como podía por la vida: tan es así que a mediados de 2016 se presentó con otra identidad –"Alberto Navarro"– en el hospital de Pacheco, y allí estuvo hasta que logró afincarse en un hotel de San Martín gracias a la jubilación que percibe.
LA CASONA DEL HOMICIDA. Hace muy pocos días, el periodista Mauro Szeta, experto en casos policiales, presentó una sección especial en el noticiero de Telefe llamada Escenarios. Y recorrió como nadie la vivienda –hoy abandonada– donde Barreda masacró a su familia. "Al entrar, tuve la sensación de haber viajado veintiséis años hacia atrás", le cuenta a GENTE.
"Fue impresionante, porque todo estaba como entonces, pero con el deterioro del paso del tiempo: la mesa tendida para el almuerzo del domingo, los saleros sobre ella, la ropa colgada en los placares, el consultorio intacto con sus respectivos líquidos en su lugar, moldes para dentaduras, el diploma de odontólogo, cepillos de dientes de los habitantes en el baño, la heladera con algún producto, la cocina con el purificador caído, los autos, un DKW y el Falcón donde Barreda intentó descargar las municiones con las que había matado, el pasillo donde su suegra cayó muerta… Sentí que tenía todo planificado: iba como cazando conejos en su propia casa, cargando de a dos cartuchos, que había comprado un día antes, el sábado previo al crimen".
ALMORZANDO CON RICARDO. Desde hace meses, Ricardo Barreda vive en un hotel céntrico cercano a la calle Belgrano, la peatonal de San Martín. No quiere hablar. A lo sumo, cuando se le pregunta si se arrepintió, comenta parco: "Hace rato que lo dije. Y ya pagué por lo que hice".
A sus 82 años sale poco, principalmente para almorzar puntual a las 12.30 como todos los mediodías, en el bar de uno de los pocos amigos que fue haciendo en su nuevo lugar de residencia.
En su recorrida aprovecha para saludar a otros comerciantes, que a esta altura ya lo reconocen y cruzan con él alguna que otra charla. La gente común todavía no lo identifica. Alguno que otro se entera quién es, pero como ya es un anciano, se apiada de él y no lo señala como asesino. Para los vecinos es "el dentista de La Plata, el viejo de la escopeta que mató a toda la familia".
Por Miguel Braillard.
Fotos: Fran Trombetta, Enrique García Medina y gentileza Prensa Telefe.
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