Lleva preso 16.993 días. Cuarenta y seis años y medio. Ya no tiene los rulos frescos acumulándose en su frente, ni la sempiterna cara de nene. Está pelado a cero y es un anciano con ojos impúdicos, inquietos, sin aquella pasión juvenil. Quizás mida un poco menos que aquel metro sesenta de sus 20 años. Desde que entró en una celda, en aquel verano cruento de 1972, la Argentina vio pasar a 17 presidentes. Supo declararse nazi y admirador de Galtieri y Massera, sin que eso le impidiera visitar a menudo la capilla de la cárcel y tener a La Biblia como libro de cabecera.
En este encierro de casi medio siglo, el país lo perdió de vista muchas veces. Se sucedieron hechos de todo tipo –catástrofes, gestas y crisis–, pero a Carlos Eduardo Robledo Puch nadie le arrebató su nefasto sitial: es el asesino argentino más famoso de todos los tiempos. Se le adjudican 11 crímenes que, todavía hoy, niega enfáticamente.
En el tribunal de San Isidro que finalmente lo condenó, el 27 de noviembre de 1980, se presentaron 36 cargos en su contra: 10 homicidios calificados, un homicidio simple, 16 robos calificados, dos raptos, dos violaciones y cinco hurtos menores.
Técnicamente, admiten los letrados, ya podría estar libre. Y él lo solicita religiosamente, con cartas de su puño y letra dirigidas a los gobernadores de turno, desde Alejandro Armendáriz (1983-1987) hasta María Eugenia Vidal.
Nadie le lleva el apunte. Ni parece dispuesto a estampar una firma que lo saque del penal de Sierra Chica, donde pasa sus días en una celda de seis metros cuadrados, haciendo crucigramas, leyendo novelas y jugando al ajedrez.
Las décadas transcurridas no fueron capaces de borrar su infame leyenda. Y la película de Luis Ortega (El Ángel, recientemente estrenada con gran éxito) lo devolvió a la opinión pública. Para aquellos que vivieron la época, el look setentista de Lorenzo Ferro (de impecable interpretación) disparó el gatillo de los recuerdos: allí estaba el rostro angelical y a la vez siniestro de Robledo Puch, su camiseta a rayas, el pelo revuelto, las manos esposadas. La crónica policial más comentada de la Argentina, regada de pólvora y sangre como preludio de su época más oscura.
VIVIR Y DEJAR MORIR. Lo apodaron El Ángel de la Muerte. Tenía 20 años recién cumplidos (hoy anda por los 66), un pasar de clase media en Olivos (al Norte de la Capital Federal) y la apariencia de un pibe común y corriente, fachero, delicado, enteramente fascinado por las motos, el incipiente rock nacional y los jeans de marca. No era, ni por asomo, el más piola de la barra. Directamente, no pertenecía a ninguna. Solitario, poco sociable, apenas se relacionaba con los jóvenes del barrio y la escuela. Desde chico había sufrido bullying por su profusa cabellera rojiza y lo tildaban de "afeminado".
Tuvo una novia, Mónica, la única que se le recuerda, cuyo nombre ahora es un tatuaje que le decora el pecho lampiño, a la altura del corazón. Hijo de una alemana (Aída Josefa Hadebank, fallecida en 1993 en un manicomio, tras dos intentos de suicidio) y el salteño Víctor Elías Robledo Puch (inspector de la General Motors, descendiente de Güemes –nada menos– y muerto en 2005), no tuvo hermanos. Su rebeldía adolescente, paulatinamente, desbordó los límites de lo esperable.
A los 16 años inauguró un profuso prontuario al robar una moto. Ya lo habían expulsado del Instituto Cervantes de Vicente López por mala conducta reiterada. Allí conoció a Jorge Ibáñez, dos años menor, lo más parecido que tuvo a un amigo. Pero no. Fue apenas el compinche de fechorías (¿y un amor reprimido?). El mismo Ibáñez que terminó muerto en un accidente automovilístico el 5 de agosto de 1971, en Cabildo y Quesada, cuando el conductor del vehículo era el propio Robledo Puch. La familia de Ibáñez, con antecedentes delictivos, apadrinó la incipiente carrera delictiva de "Carlitos". Y siempre sospechó de aquel "accidente" que terminó con la vida de su hijo.
Con la compañía de Ibáñez y luego con otro aliado (Héctor Somoza), Robledo Puch robó y mató a destajo, imperturbable, con una sangre fría que asombró a policías, jueces y peritos. Ágil para escabullirse y saltar, mostraba una llamativa resolución para delinquir. En el otoño de 1971 cometió la primera de sus tropelías, empleando su sello distintivo: el asesinato a traición. Tras robar un negocio de repuestos para autos, mató al sereno y disparó sobre su mujer y la cuna donde dormía el bebé de ambos (ellos dos sobrevivieron). Una semana después liquidó al gerente y a un empleado del boliche Enamour, de Olivos, y se llevó 350.000 pesos. Y acribilló al sereno del supermercado Tanti, también en su Olivos natal, para llevarse cinco millones de pesos (uno de sus mayores botines).
Entre sus víctimas se contaron mujeres: la primera fue una adolescente de 16 años, Virginia Rodríguez, a quien le asestó cinco tiros por la espalda (el cadáver apareció en Pilar). Una semana más tarde hizo lo mismo con la modelo Ana María Dinardo, de 23 años. Ambas, además, fueron violadas en el auto. Supo asaltar, además, un par de agencias de autos, otro supermercado y una ferretería de Carupá, siempre en la zona Norte.
Allí, el 3 de febrero de 1972, no sólo descargó su revólver contra los dos serenos: además, asesinó a Somoza, su cómplice, y le desfiguró el rostro con un soplete. El mismo que había utilizado para vulnerar la caja fuerte. El Angel de la Muerte se había cuidado de borrar rastros y pistas de todos sus crímenes. Pero en éste, un descuido lo condenó inexorablemente: en las ropas del cuerpo de Somoza, la Policía halló el documento de Robledo Puch.
Lo detuvieron el 4 de febrero, todavía manchado por el uso del soplete, sin bañarse, y fue llevado a la Comisaría Primera de Tigre. Vestía una camisa a cuadros y, debajo, una remera a rayas, prendas que quedaron asociadas para siempre a su imagen. En el piano de su casa, donde aprendió a tocar a Mozart y a Bach, había escondido media docena de revólveres y cantidad de billetes. A su madre –que lo quiso y defendió hasta el último día de su vida– le decía que ganaba buen dinero como mecánico automotriz.
Trasladado a la cárcel de La Plata a la espera del juicio, adujo que la Policía falseó su declaración. Que robó, pero que nunca mató. Que todo eso había sido obra de sus cómplices. Cuarenta y seis años después, Robledo Puch insiste con su inocencia de los cargos más graves. En 1973 logró fugarse de la cárcel y deambuló durante 68 horas por Buenos Aires y el Conurbano. Lo recapturaron dos agentes, no muy lejos de su casa, sin siquiera tener que perseguirlo.
"Sí, soy yo", les dijo. Se entregó y jamás volvió a caminar las calles. En 1980, cuando finalmente lo condenaron a cadena perpetua, el país siguió los alegatos con enorme expectativa.
"Esto es un circo romano", desafió con su archiconocida media sonrisa, socarrona y maliciosa. Y prometió regresar a la sociedad, para manejar un camión por todas las rutas argentinas. Hasta ahora, su sueño sigue trunco.
El talento de Luis Ortega –y un verdadero elenco de lujo– reinstaló la efigie de Robledo Puch en carteles, posters y artículos. Y en sólo cuatro días llevó 385.693 espectadores a las salas de cine. "No quiero que se haga una película de mi vida", supo protestar en un viejo reportaje. Pero dejó una salvedad: "Si alguien tuviera que interpretarme, que sea Leonardo DiCaprio", dijo, cediendo a su consabido narcisismo.
Toto Ferro, sin nada que envidiarle al ganador del Oscar, entregó un debut consagratorio. Pensar que cuando él nació, en 1998, Robledo Puch ya llevaba preso un cuarto de siglo. La semana que viene llegará a los 17.000 días tras las rejas. Toda una vida… por tanta muerte.
Por Eduardo Bejuk.
Fotos: Archivo Atlántida, Diego Soldini, 20th Century Fox Argentina, Raquel Flotta Prensa & Comunicaciones y gentileza Rodolfo Palacios.
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