La conmovedora lucha de Diego Bustamante contra la desnutrición en Salta: "Necesitamos la decisión total del Estado y la sociedad"

Hace cinco años, este joven porteño decidió dar un vuelco en su vida y se mudó al Chaco salteño, para combatir la desnutrición de los niños de las comunidades guaraní, chané y wichi. “El 40 por ciento de los chicos de los pueblos originarios está desnutrido”, asegura Diego, que hoy dirige la Asociación Civil Franciscana Pata Pila. ¿Si puede hacer más? Bustamante decidió adoptar a siete hermanos para que no fueran separados y darles una familia.

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Diego Bustamante con una niña
Diego Bustamante con una niña de la comunidad originaria wichi La Corzuela, en Fortín Dragones.

"Uno cree que el cambio más radical tiene que ver con alejarse de las comodidades, el agua caliente, la luz, un trabajo que te permita una evolución acorde a lo que venís acostumbrado, la conectividad…", cuenta el muchacho que surca a bordo de una camioneta el Norte de Salta, casi en la frontera con Bolivia y Paraguay.

Y sigue: "Pero un momento te acostumbrás a vivir sin luz. Calentás el agua y la ponés en un balde alto para bañarte… Ahí ves que podés vivir sin Internet. Entonces te das cuenta que lo más duro es vivir lejos de tu gente". El que habla es Diego Bustamante (35), un joven que hace cinco años decidió darle un vuelco radical a su vida.

"Me cansé de criticar en la sobremesa del domingo y me di cuenta que de esa manera –sentado, criticando– no solucionaba nada", sigue. Y un día se animó a saltar ese cerco que separa el decir del hacer: "Empecé a buscar padrinos para armar una fundación y, cuando tuve una base, me mudé a Salta para vivir cerca de los pueblos originarios", cuenta Diego, quien hoy dirige la Asociación Civil Franciscana Pata Pila.

La nutricionista de Pata Pila,
La nutricionista de Pata Pila, Milagros Briones, practica el control médico a un niño en Dragones.

En 2014 se instaló en Santiago del Estero –"allí empecé el proceso de dar la vida para ayudar a la gente"– y en 2015 conoció una comunidad guaraní llamada Yacuy, a 30 kilómetros del límite con Bolivia: "Ahí arranca oficialmente Pata Pila".

La ONG atiende a 500 familias dispersas en el medio del Chaco salteño, una de las zonas más pobres del país, y cuenta con tres centros físicos: Tartagal, Santa Victoria Este y Fortín Dragones.
Además, Pata Pila recorre 1.200 kilómetros semanales en el centro móvil que busca asistir a comunidades originarias de las etnias guaraní, chané y wichi.

–¿Con qué te encontraste cuando llegaste al Norte salteño?

Están totalmente aislados. No tienen luz ni agua potable. Tampoco información. Tratamos de darles herramientas a las madres que no saben cómo ni cuándo tienen que ejercer la lactancia. Cuando llegamos a las comunidades nos instalamos en la casa de una familia o en el rancho de un cacique. Y después diagnosticamos a todos los niños de 0 a 5 años.

–¿Qué niveles de desnutrición encuentran?

De 10 niños, tres o cuatro sufren malnutrición. Nos pasa en todas las comunidades. A veces diagnosticamos cien casos y ese porcentaje se repite.

–Un dato muy poco federal: según el INDEC, para no ser pobre una familia necesita 19.601,79 pesos

–Eso es una fortuna. Acá viven con 7 mil pesos por mes y una familia tipo tiene entre siete y diez hijos. Algunos tienen menos. Muchas veces viven en un rancho de una pared de chapa, un plástico y una frazada. Los padres y sus hijos se reparten en dos camas. La situación habitacional es muy grave en algunas comunidades. Otras están un poco mejor y se han podido construir una casilla, o el Gobierno les ha dado algo. Hay muchísima gente que la pasa muy mal.

El centro móvil de la ONG
El centro móvil de la ONG diagnostica a todos los chicos entre 0 y 5 años.

Después de cuatro años con Pata Pila, Diego conoce de memoria los caminos perdidos que llevan a las comunidades originarias del Norte argentino. Y, a medida que continúa ampliando, aparecen más chicos y pueblos aborígenes que necesitan ayuda. Como él bien explica, están tan fuera del sistema que en muchos casos ya no influyen las estadísticas ni los vaivenes de la macroeconomía.

"Acá la realidad es muy diferente a las grandes ciudades; por eso había que entregar la vida por esta causa", explica Diego que, mientras recorría el Chaco salteño con la camioneta de Pata Pila, siempre tuvo tiempo para regresar a su punto de partida.

Es que en 2014 conoció a siete hermanos que vivían en Haciendo Camino, un hogar de Añatuya, Santiago del Estero. Diego creó un vínculo con los chicos (que iban desde un bebé de un año a uno de 12, y hoy tienen entre 6 y 17) , los vio crecer y siempre volvió a visitarlos.

Diego Bustamante junto con otros
Diego Bustamante junto con otros voluntarios de la ONG y los niños que muestran sus dibujos.

"Había muchas chances de que alguna familia los adoptara, pero era muy difícil que fueran todos juntos", explica Bustamante que, después de reflexionar y darle vueltas al asunto durante tres años tomó una decisión: "Voy a adoptarlos yo".

–Vas a tener que buscar un lugar más estable.

–En diciembre nos vamos a mudar a Gualeguay (Entre Ríos) para estar cerca de Buenos Aires. Además, los chicos son grandes y no quiero que estén de acá para allá. Yo tengo siete hermanos, muchos sobrinos y ellos se merecen disfrutar de sus tíos y primos.

Una de las claves en el trabajo de Pata Pila fue –primero– entender los usos y costumbres de las comunidades originarias, para después poder ayudarlas.

Vamos a un caso testigo. Lo cuenta Diego: "Llegamos a una comunidad de Fortín Dragones que se llama Chirola y conocimos a Marcela Freites, una mamá wichi que estaba embarazada y desnutrida. Llevaba 6 meses de gestación y ya tenía dos hijos. Uno de bajo peso y el otro desnutrido y deshidratado. Ellos hablan wichi, así que –traductor mediante– la convencimos de llevarla al hospital. Cuando fue la ambulancia a buscarla se había escapado por el monte con su hijo. La encontró la Policía después de unas cuantas horas y llegó al hospital con el niño. Pero se escapó otra vez. Finalmente, volvió a Dragones y se reencontró con su hijo cuando tuvo el alta del hospital. Hoy están todos bien, gracias a Dios, y siguen viviendo en su comunidad", recuerda Diego.

–¿Por qué se escapaba?

–No quería ir al hospital porque se siente destratada... No es que sea una mala madre. Muchas veces tiene que ver con la barrera cultural o el idioma. Entonces, no recibe la información y se aburre, porque la tienen en una silla un par de días. O, de repente, se encuentran a 500 kilómetros de su comunidad, porque los trasladaron a un hospital enorme, sin conocer a nadie. Otras veces es porque el marido se emborracha y les pega a su mamá y a sus chicos, entonces ella no quiere dejarlos. Esos son algunos motivos por los que una madre no querría atender la urgencia de uno de sus hijos.

–¿La cultura es una barrera?

–La cultura nunca es una barrera, sino el lugar de donde parte la forma que uno tiene para ayudar. Nosotros fuimos aprendiendo la manera de ir adaptando nuestros modos. La ciencia se va adaptando a cada familia. Lo difícil es tratar de ayudar a alguien que no entiende el problema que tiene. Muchas veces tenemos que insistir, porque trabajamos con madres que no se dejan ayudar. Por eso, uno de nuestros trabajos es recorrer la región en los móviles, para ver cómo están los chicos. Y ahí es que encontramos esa situación de extrema pobreza.

–¿Existe alguna posibilidad de cambiar esa realidad definitivamente?

–Siempre digo que este trabajo es full life. La única manera de cambiar es con una decisión de Nación, Provincia y Municipios; de la sociedad entera. Que vengan con toda la infraestructura del Estado y se instalen cloacas, luz, agua potable, escuelas, centros de salud. Se necesita un cambio total. Nosotros vinimos hace tres años, pero estas comunidades están postergadas desde hace décadas. Todo esto lo provocó el hombre occidental, cercando a los pueblos originarios. Ahora es él quien debe solucionarlo.

Por Julián Zocchi.
Fotos: Pata Pila.

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