El Teatro Colón es un símbolo, una postal porteña insoslayable, la nave insignia de las mayores aspiraciones culturales argentinas. Y la caja de resonancia donde habitan los ecos de Enrico Caruso y Luciano Pavarotti, las suaves notas de Daniel Barenboim y Martha Argerich, el júbilo de Mozart y el poder de Beethoven, el vuelo de Julio Bocca y la sutileza de Paloma Herrera, ante 2.700 personas en asombrado silencio.
Son 110 años de historia en ese lugar, frente a la Plaza Lavalle, testigo de esta ciudad insomne antes de que existieran el Obelisco, el Luna Park o el primer tango canción que Carlos Gardel entonaría a su tiempo, después de pasear su voz por la lírica.
El Teatro Colón es mucho más que la suma de sus partes, sus veladas inolvidables, los invitados célebres y las obras que lo prestigiaron. Es ese ícono que persiste –a veces intimidante, tan señorial– que exporta su leyenda a todo el mundo. Esa "belleza loca" que utilizó Argerich para definirlo, allí donde los adjetivos se quedan cortos, porque el gran teatro nacional representa como ninguno esos deseos de superación que trajeron nuestros inmigrantes.
Levantado a imagen y semejanza de la admirada Europa, terminó atrayendo a los propios europeos que lo visitan, día a día, para maravillarse con su arquitectura, acústica y, claro, una historia plena de riqueza.
Al momento de celebrar su 110º aniversario, el Coliseo porteño está vivo, remozado y ansioso por seguir transitando el camino de grandeza que le trazaron en su mismísimo nacimiento.
La Argentina de fines del siglo XIX, cuando empieza a construirse el actual edificio, es la que recibe a cientos de miles de inmigrantes; la que palpa el predominio de la llamada Generación del 80 (desde lo político, social y cultural); la que encumbra a las élites y expande su modelo agroexportador. En medio de esa dinámica, el Colón se va erigiendo poco a poco, desde la primera piedra, colocada el 25 de mayo de 1890. Se lo pensaba abrir en 1892, para conmemorar el 400º aniversario del Descubrimiento de América. Pero el proyecto original –del arquitecto italiano Francesco Tamburini, el mismo que finalizó las obras de la Casa Rosada– quedó trunco debido a su muerte, en 1891.
Lo continuó su socio, Víctor Meano (autor del palacio del Congreso Nacional). Con progresos medidos, la obra se mantuvo hasta el asesinato de Meano, en 1904. Fue ahí cuando se le encargó terminarla al belga Jules Dormal. Recibido en París, también diseñó nada menos que el Parque Tres de Febrero (los famosos bosques de Palermo) a pedido del mismísimo Sarmiento.
Dormal terminó de imponer el estilo francés del Colón, que finalmente pudo inaugurarse el 25 de mayo de 1908: en la sala principal, a cargo de la Gran Compañía Lírica Italiana, se presentó Aída. La célebre pieza de Giuseppe Verdi, estrenada 36 años atrás, es una especie de amuleto. Por eso, en el marco de los festejos, se decidió reponerla: hubo funciones el 27, 29 y 30 de mayo y continuarán el sábado 2, domingo 3 y martes 5 de junio. Imperdible propuesta, para disfrutar de la Orquesta, Coro y Ballet Estables del Colón, además del excelente reparto de cantantes.
LLUVIA DE ESTRELLAS. Por sus 8.200 metros cuadrados pasaron todos. Directores de orquesta como Arturo Toscanini, Zubin Mehta y el propio Barenboim; compositores como Igor Stravinsky y Richard Strauss; cantantes como María Callas, Plácido Domingo y Claudia Muzio (se dice que en 1928 Gardel la fue a escuchar); y bailarines como Rudolf Nureyev, Anna Pavlova, Mijail Barishnikov, Maya Plisetskaya y Vaslav Nijinsky.
Ni que hablar, claro, de los argentinos Julio Bocca, Maximiliano Guerra y Paloma Herrera, hoy directora del Ballet Estable. Las orquestas más prestigiosas disfrutaron de la acústica –la mejor del mundo, según los expertos más exigentes–, desde la Filarmónica de Viena hasta la Sinfónica de Nueva York. Y la lista se agranda cuando se suman los intérpretes de la más maravillosa música popular: Aníbal Troilo, Astor Piazzolla, Osvaldo Pugliese, Libertad Lamarque, Luis Alberto Spinetta y Charly García, entre otros.
La cúpula, de 318 metros cuadrados, permite apreciar otro arte: el visual, a cargo del excelso Raúl Soldi. Su obra, inaugurada en 1966, reemplazó las pinturas del francés Marcel Jambon, que se habían deteriorado en los años treinta por una imprudencia durante un festejo de Carnaval: alguien osó colocar barras de hielo en el techo para "refrigerar" la sala. Imperdonable error.
El Colón es también sus subsuelos, donde se ubican los talleres que fabrican los imponentes escenarios y donde funcionan las salas de ensayo. Allí se forjan valiosos artistas, que pronto brillarán en todo el mundo. Pero todos, en algún momento, querrán regresar aquí. Al Colón, el teatro de los sueños, donde cada noche es única, intransferible e inolvidable. Siempre así, desde hace 110 años.
Por Eduardo Bejuk
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