Fue la voz de la conciencia estadounidense, el dedo en la llaga, el discurso coherente en una época convulsionada como pocas. Lo amaron, lo combatieron, lo calumniaron, lo abrazaron con lágrimas en los ojos, sobre todo aquellos afroamericanos que se reconfortaban con sus palabras y acciones.
Martin Luther King Junior no sólo fue un hombre de oratoria contundente, brillante y sagaz; también puso el cuerpo en la calle, codo a codo con sus hermanos, hasta el límite de que su prédica por los derechos humanos le terminó costando la vida.
Ocurrió hace medio siglo, cuando la Guerra Fría había escalado en temperatura: en varios rincones del mundo, en nombre de una supuesta paz, estallaban bombas y ráfagas de ametralladora. Las amenazas entre Occidente y Oriente sobrevolaban la Cortina de Hierro.
Puertas adentro, las potencias de uno y otro margen ocultaban la basura bajo la alfombra. Estados Unidos imponía su doctrina con fuerza, pero los conflictos raciales –y las pobres condiciones de vida para muchos trabajadores– desestabilizaban la pureza del Sueño Americano.
La voz que los guiaba provenía de la imbatible verba de King, pastor de la iglesia baptista de Montgomery, Alabama. Sí, el profundo Sur esclavista, reaccionario por naturaleza y enemigo de cualquier movimiento que intentara modificar el statu quo: allí, los hombres y mujeres de raza negra eran ciudadanos de segunda. "Separate but equal" (iguales, pero segregados) fue la maliciosa doctrina que imperó durante décadas. King intentó cambiar esa mentalidad.
Nacido el 15 de enero de 1929 en Atlanta, Georgia (ciudad siempre señalada como profundamente racista), era hijo del reverendo Martin Luther Senior y Alberta Williams. De niño y adolescente brilló por su inteligencia en el colegio y logró impresionar a todos por su facilidad para la oratoria.
Convivió, por supuesto, con la despiadada intolerancia racial y los prejuicios, y llegó a sufrir episodios de fuerte depresión. Se graduó en Sociología y Teología y a los 18 años ingresó a la Iglesia. Pronto, ya instalado en Montgomery, comenzaría su activismo: en 1955, Rosa Parks, una costurera de 42 años, se subió a un colectivo y se negó a ocupar uno de los asientos reservados a los afroamericanos (así de insultantes eran los desprecios hacia los seres humanos).
La detención de Parks funcionó como detonante, ya que a las semanas se inició un boicot al sistema de segregación imperante. Un año después, la Suprema Corte lo declaró inconstitucional. Fue una de las primeras batallas ganadas por King, quien comenzó a erigirse en un carismático líder de los derechos humanos, sustentando su protesta en la "desobediencia civil no violenta".
Sin embargo, para los sectores más radicales (por caso, el que lideraba Malcolm X), esta práctica era vista como "blanda". Y King recibía ataques de ambos costados. En 1956 bombardearon su casa (su mujer y su hija resultaron milagrosamente ilesas) y en 1958 fue apuñalado mientras firmaba libros. Su fama creció. Su prestigio, también. El establishment lo acusaba de ser agente del comunismo y el FBI lo puso bajo la lupa.
La táctica de King desarticulaba a sus detractores: protestas pacíficas, meditadas, que interpelaban al estadounidense blanco de distintas clases sociales. La aparición de un nuevo medio masivo de comunicación –la televisión– operó a su favor.
King, sabio, supo utilizar esa herramienta a favor de la concientización. El 28 de agosto de 1963, su fama alcanzó el pináculo, durante la marcha hacia Washington (el símbolo del poder), cuando varios movimientos civiles pidieron igualdad de derechos y mejoras en las condiciones de trabajo. "Les digo a ustedes, mis amigos, que aunque nosotros enfrentemos las dificultades de hoy y de mañana, aún yo tengo un sueño. Es un sueño profundamente arraigado en el Sueño Americano: que un día esta nación surgirá y vivirá verdaderamente de su credo: 'Nosotros mantenemos… que todo hombre es creado igual'. Yo tengo un sueño: que ese día, en las tierras rojas de Georgia, hijos de esclavos anteriores e hijos de dueños de esclavos anteriores se podrán sentar juntos a la mesa de la hermandad", dijo King durante su parlamento de 17 minutos, ante más de 200 mil personas.
El 29 de marzo de 1968 fue a Memphis, para apoyar una protesta de recolectores de basura. El 3 de abril pronunció allí su último discurso, en el que profetizó su muerte. Y al día siguiente, a las seis de la tarde, recibió un balazo en la mandíbula, mientras se encontraba en el balcón de su habitación en el motel Lorraine. Tenía 38 años. Se condenó como asesino a James Earl Ray, un delincuente recurrente, pero siempre se sospechó de una conspiración a gran escala, como sucedió con el presidente John Fitzgerald Kennedy (su viuda, Jackie, participó del sepelio de King). A muchos, sus palabras les provocaban una incomodidad insoportable. Para otros siguen siendo una de las fuentes más inspiradoras que nos legó el siglo XX.
Por Eduardo Bejuk
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