Debió haberse llamado Gastón, pero su llegada al mundo se adelantó un día y terminó heredando el nombre del abuelo alemán. Lo anotaron Herman Cornejo (36), sin imaginar las múltiples correcciones que necesitaría su pasaporte, ni las veces que debería aclararle a la prensa que no es Hernán ni Germán. "Para los americanos sí es fácil pronunciarlo, y mi familia me dice Hemi", apunta mientras se le empieza a enfriar su capuchino en el mítico Petit Colón, a una cuadra del primer Coliseo porteño.
Porque, si bien nació en Villa Mercedes, San Luis, tres años después que Erica, su única hermana, también bailarina (hoy dedicada a la enseñanza), se crió entre José C. Paz y San Miguel, en la casa de un padre militar y una mamá que escuchaba música clásica, "pero que de ninguna manera imaginaba que viviríamos de esto".
A los seis años eligió el patín como deporte y "ahí surgió una primera sensación de querer mover el cuerpo". A los ocho se colgaba de la ventana, para ver las clases de ballet de su hermana, cuando el maestro Wasil Tupin lo invitó a sumarse. Y a los nueve, mientras audicionaba con doscientos chicos para entrar al Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, "supe que esto era lo mío". No sólo quedó: hoy es primera figura del American Ballet Theatre y el único hispano de la compañía neoyorquina.
–Parecés más joven que los 36 que figuran en tu DNI.
–A los veinte estaba más preocupado por el retiro y por envejecer que ahora. Me siento más fuerte y con más ganas.
–¿El retiro es un fantasma?
–Solía ser. Era una concepción preestablecida: "Hay que retirarse a los cuarenta". Pero las formas de cuidar el cuerpo avanzaron muchísimo en los últimos diez años. Es mucho más elitista. Antes se ensayaba hasta lastimarse, pero en la actualidad tenemos un terapista para prevenir lesiones cuando nos duele algo. Por eso se extendieron los años del bailarín. Además, nunca bebí ni fumé. Tomo algo en alguna recepción, pero jamás en exceso. Y la gran Alessandra Ferri, con su ejemplo, nos abrió la mente en relación al retiro. Claro que hay que ser inteligente y elegir roles que correspondan con la edad. No es una tragedia dejar de hacer El Quijote, sino simplemente el final de una etapa. Yo me enfoco en la interpretación, en roles que requieren actuación y no sólo baile. Como Romeo y Julieta.
–Para el imaginario popular, los bailarines son disciplinados, obsesivos y exigentes.
–Muy maquinitas…
–¿No es tan así?
–No creo en ser estricto ni en desvivirse por la danza. Nací para bailar: por eso, no es un sacrificio. Tal vez hay esfuerzo físico, pero como el de cualquier atleta.
–Para seguir desmitificando a los bailarines, quiero destacar que en tu Instagram hay una foto tuya con una camiseta de fútbol.
–Sí, ¡ja, ja, ja! Me encanta. Jugaba como delantero en la escuela. Me iba muy bien. Hasta que, con trece años, el Teatro Colón me hizo firmar que no jugaría más. Para la escuela fue trágico. Venían las eliminatorias. Iba a ver a mis amigos en los partidos y le rogaban al técnico: "¡Que entre Herman…!". Pero no podía meterme. Después de eso, cuando terminé la primaria, Julio (Bocca) me llamó para integrar su compañía. Dejé la escuela y empecé a hacer giras de tres meses por el mundo. Mi hermana estaba en la compañía, y ése era un enganche.
–¿Te imaginás logrando sin ella lo que conseguiste en tu carrera?
–No. Fue todo tan orgánico y tan "a raíz de ella"… Me tomó bajo su ala y me cuidó mucho. Me hizo llegar a los niveles de ahora.
–¿Cuánto de tu carrera le debés a ese talento que te vino dado?
–Conocí a muchos chicos que nacieron para bailar, pero sin la cabeza para darse cuenta de que no pasa sólo por el físico. Si no comprendés que no viniste al American Ballet para salir por las noches, Nueva York te pierde. Las oportunidades de cambiar el rumbo son muchas. A mí me llamaron para ser modelo y trabajar en Broadway, pero yo nací para la danza. Por suerte, la crianza de mis padres me ayudó a vivir en una ciudad tan complicada. Ahora mi mamá reside en Nueva York, mi hermana en Boston y mi padre en Buenos Aires. Y tenemos una casa en Belgrano para cuando regresamos.
–¿Te agrada vivir en la Gran Manzana?
–No por la ciudad en sí. Me gusta porque el American Ballet está en Nueva York. Cuando tengo una semana libre, viajo a algún lugar tranquilo. Hace algún tiempo que resido en el Harlem, lugar que en cierta manera me remontó a mi llegada a la ciudad. Pasé por Upper West Side, después por Brooklyn, más tarde me mudé al lado del MET, para ir caminando al teatro… Si bien NY es mi sede, vivo viajando. La magia del ABT, al no tener un teatro propio, es ser una compañía de giras. Por eso lo elegí. Estás en el American y estás en el mundo.
–¿En algún momento pensaste dejar todo?
–Con dieciséis años, a dos de estar en la compañía de Julio, empecé a sentir muchos dolores en las rodillas. Estaba creciendo. Hacía reemplazos de roles principales. Gané la Medalla de Oro de Moscú y fue un poco demasiado… Por eso, cuando llegamos a Estados Unidos, a mi hermana y a mí nos ofrecieron entrar al American Ballet, y ella lo tomó y yo lo rechacé. No suelo contar esto… Sentí que debía tomarme un tiempo de no estar en el escenario. Aunque jamás pensé en dejar la danza. Me convencieron cinco meses después, cuando me lo ofrecieron por segunda vez.
–¿Cómo definís tu relación con Julio Bocca?
–Interesante. Primero fue mi ídolo, después mi maestro y finalmente mi compañero. Hoy tenemos una amistad. Le estoy agradecido por haber creado una compañía de jóvenes bailarines y darles vuelo a muchos. Para la competición de Moscú, por ejemplo, había que tener entre 18 y 24. Yo sumaba 16, pero Julio me dijo: "Estás preparado. Si querés, puedo pegar un llamadito para pedir que te acepten en la competición". No sé si yo realmente pensaba que podía ganar: lo que sí sé es que fue mi gran trampolín.
–¿Qué podés contar de tu estado civil, aparte de que alguna vez fuiste pareja de la bailarina española Carmen Corella?
–Me casé y me separé muchas veces. Desde que tengo uso de razón estoy en pareja. Ahora mismo lo estoy, y muy feliz. No es bailarina… y no voy a decir más.
–¿Cómo imaginás tu futuro tras el retiro?
–Me encanta dirigir. Le encontré el gustito en Los Angeles. Me encantaría aplicar todo lo que aprendí: cómo tratar a un bailarín, conducirlo siendo uno más y sin apuntarlo. A veces el director se olvida de lo que es un bailarín… Y asegurarme de que no le falte, por ejemplo, un lugar para entrenar con piso flotante, que lo proteja de lesiones.
–¿Qué te motiva hoy?
–Estar en el escenario. Por más que lo haya hecho durante veinticinco años. Volver a hacer El corsario no me resulta antiguo. Cada función es única. No pienso: "¿Ahora qué más?". Lo mío es la próxima función. Ese es mi mundo.
–¿Tenés más hobbies?
–Además del fútbol, que sigo aunque no practico, dibujar con lápiz y papel. Empecé hace cinco años. Es mi momento de paz. Porque probé meditar, pero no pude. También me gusta salir a tomar mate con mi pareja al parque o frente al río Hudson. Hay doscientas cuadras de árboles y ciclovías.
–¿Te gustaría ser padre?
–Me encantaría. Como hablo con mi pareja, quiero que nuestro hijo sea fruto del amor que sentimos. Buscarlo es un poco egoísta: "Bueno, ahora quiero ser padre". Prefiero que sea resultado del amor que nos tenemos… Por el momento, en casa tenemos un gatito hermoso.
Por Ana van Gelderen
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