"… Y la música, el gran bálsamo de la humanidad", exclama a sus 74 años el legendario cantautor y compositor español, Joan Manuel Serrat, de paso por nuestro país.
Un mano a mano en el que recorre su historia desde niño, y nos habla de su mujer, sus hijos y sus nietos, la tecnología, Sabina, Argentina, Messi y también sobre su próxima visita –en octubre–, cuando encabece la gira Mediterráneo da capo, inspirada en el disco que lo consagrara hace casi medio siglo.
–¿Cómo le gusta que lo llamen?
–Me han llamado Juanito, que deriva de mi nombre Joan, responsabilidad de mi padre. Me han apodado Cani, un apodo espontáneo de la calle. Y me han llamado Tordo, no por "doctor" (en esa época no hablábamos al vesre), sino por mi afición a comer aceitunas, como el pájaro. Hasta que un representante, Horacio de la Vega, me puso Nano, símil en catalán del porteño pibe, que Argentina adoptó apenas arribé en 1969. Lo que sí, nunca me cambié de nombre, como mi hermano Eudaldo, que al odiar el suyo de telenovela, se hacía llamar Carlos… ¿Cómo me gusta a mí que me llamen? Me da igual, mientras lo hagan con cariño (risas).
–Menciona su llegada a nuestro país, que antecedió al lanzamiento de Mediterráneo –en el '71–, joya de la historia de la música que revisitará por el planeta desde el 22 de abril, a través del tour Mediterráneo da capo, expresión italiana que significa "volver al principio"… Apodos al margen, ¿se anima a volver a otros de sus principios? Por ejemplo: ¿cuál fue la primera canción que escuchó?
–Uy, no tengo la menor idea. Me resulta imposible zambullirme tan profundo en el túnel de la infancia. La primera canción que escuché fue como la primera palabra que lancé o entendí: no la recuerdo. Tampoco recuerdo el primer ritmo. No sabía discernirlos. Para mi niñez todos los ritmos eran un mismo ritmo. Somos de la generación posfonógrafo, posdiscos de piedra, previa a los vinilos. Sí recuerdo que más o menos a los siete años escuchaba las canciones por radio. La radio fue nuestro principal disparador.
–¿Sus padres cantaban?
–Síííí. Mi madre, bastante bien, era muy alegre. Cantaba mientras cocinaba, tendía las camas, se embarcaba en los quehaceres domésticos. Mi padre también era cantarín, aunque sin tanta fortuna en el resultado. Pero le ponía corazón. El a mis 16 años me obsequió la primera guitarra. Fue un regalo maravilloso, insospechado y generoso. Se había dado cuenta de que lo mío era similar al tango Aquel tapado de armiño: "… mangué a amigos y usureros y estuve un mes sin fumar". Vio que yo tenía una gran afición y que venía aprendiendo a tocar acordes en guitarras prestadas de amigos. Guardo mi vieja guitarra. Sufrió un tremendo proceso de deterioro. En un momento hasta la convertí en eléctrica, añadiéndole una pastilla. Tiempo atrás se la acerqué a un luthier para que la restaurara. Cambió la tapa, el puente, el mástil, y dejó las piezas que no habían sucumbido ante mi brutalidad e ignorancia. Hoy la conservo impoluta. Como conservo los viejos discos en estanterías, porque los escucho, y las cosas que quiero. No hablaría de un museo, suena fúnebre. Pon que las atesoro ordenadamente en un lugar donde guardo los recuerdos. Muchos de tantos viajes y momentos de mi carrera. Para mí los objetos tienen alma y transmiten el tiempo que los compartiste, el cariño con los que te llegaron. Soy muy conservador. Soy (risas) un Diógenes ordenado.
–A la familia de su madre, Angeles Teresa (ama de casa), la asesinaron en la guerra; su padre Josep (lampista y anarquista) escapó de los campos de concentración de Orduña, en el País Vasco. Pese a la dura herencia que transitaba en sus genes, usted suele describir su niñez como "fantástica". ¿Qué le sobraba por dentro a aquel niño que por fuera de ninguna manera lo tenía todo?
–Amor. De parte de ellos y del resto de la familia. Me crié en un ambiente donde no había hambre, frío, escasez de cosas fundamentales, y menos aún de cariño. El resto era soportable. La niñez es un periodo rico cuando se discurre con amor. Es la época del discernimiento y el asombro, y yo la transité entre el barrio, la montaña, los campos y la ciudad, rodeado de gente de desigual nivel económico y de diversa inmigración. Los tiempos de posguerra son duros, pero en ellos surge lo mejor de las personas: la solidaridad, la complicidad; cuestiones que en épocas de bonanza son desplazadas por egoísmos y otras circunstancias menos amables.
–Con tres años entró al Colegio de los Escolapios y a los 12 dejó el Instituto Milá y Fontanals, para terminar recibiéndose de bachiller en la Universidad Laboral de Tarragona. ¿En qué materias sobresalía y en cuáles era un desastre?
–No sobresalía absolutamente en nada. En el bachillerato llegué a tener un récord difícil de definir, que consistió en lograr aprobar los cuatro cursos con una media de 5 sobre 10, lo cual significa que era un 5 en todo. Luego, ante la necesidad de sacar ciertas notas para poder acceder a becas y seguir estudiando, ya tuve que esforzarme y mejorar.
–Así, en 1960 ingresó a la Escuela de Peritos Agrónomos de Barcelona que, tras cumplir las milicias obligatorias, finalizó en el '66, recibiendo un premio por rendimiento y matriculándose pronto en la Facultad de Ciencias Biológicas, donde llegó al tercer curso. ¿Por qué abandonó?
–Yo trabajaba en el Centro Pirenaico de Biología Experimental de Jaca, a 350 kilómetros por carretera de la universidad. Hasta que un día el Dr. Gadea, un excelente profesor de Zoología, me exigió bajar a Barcelona por unos prácticos. Ante la imposibilidad de convencerlo de lo contrario, me vi en la obligación de decidir entre la carrera y la música. Años después me lo crucé en una fiesta de disfraces del jardín de infantes de mis hijas. Lo abordé: "Le agradezco. De no haber sido por usted, hoy sería profesor en un instituto de enseñanza media". Bueno, o monja (risas), porque en mi curso había ocho mujeres y cinco monjas, aparte de seis varones… Cuidado, tampoco sé si hubiese sido docente. Además de un camino profesional, siempre pretendí encontrar un camino profesional satisfactorio para mi alma.
–Del derrotero de ese crío y joven debieron surgir experiencias que movilizaran al futuro compositor. Para el caso, con el tema El meu carrer (Mi calle) homenajeó a su casa de Poeta Manuel Cabanyes Nº 95, entresuelo, Pueblo Seco, distrito barcelonés de Sants-Montjuïc, donde nació y creció… ¿La inspiración tomó pecho de aquellas vivencias?
–Seguro, aunque la cosa no queda ahí: la inspiración es el trabajo destilado. No conozco a ningún artista que escriba cosas maravillosas por inspiración. Las escribe por trabajo. Trabajo que luego destila y exprime, clavando los codos y peleándose con las palabras. Yo no sé cuántas canciones he escrito desde que me editaron Ella em deixa, que elaboré en catalán allá por 1964 o el '65, pero lo que sí sé es que siempre me costó mucho escribirlas. Unas salen más rodadas y a otras hay que meterles fórceps, pero así son las cosas. Quizá lo único que ahora me facilita en algo la cuestión es la computadora, porque en ocasiones ni yo llego a entender mi propia letra. A mano redacto cartas personales y poco más.
–¿Y cuál fue el primer tema que escribió y lo emocionó?
–De cartón piedra, que compuse en 1970, me conmovió. El cierre fue una aparición imprevista. Venía desarrollando la canción, se me ocurrió que el protagonista hablara, y surgió el desenlace abrupto del manicomio… ¡Me había puesto en la piel de aquel personaje! Es lo magnífico de armar canciones: te introduce en la piel de personajes que no has sido, no eres, no serás y sin embargo podrías ser.
–¿Qué es para usted una canción?
–La canción es un ejercicio conmigo mismo de exprimirme, expresarme y comunicarme. Y la música, el gran bálsamo de la humanidad; el modo en que diferentes modos, maneras y culturas son capaces de ritualizar sus comportamientos como individuos y como parte de una tribu.
–Habla de diversidades… ¿Qué imágenes lo abordan de su desembarco, a fines de los Sesenta, en nuestro país?
–La de una Buenos Aires exuberante en primavera. La de un país con gran excitación social… No necesitan que les resuma su historia nacional, aunque se trataba de una situación estimulante para mí, que venía de un sitio reprimido, oscuro, por el franquismo. Aquí conocí un mundo muy vivo de televisión, que me abrió sus puertas y contribuyó a consolidar mi oficio. Debuté en Canal 9 con Sábados de la bondad, de la mano de Samuel Yankelevich y Alejandro Romay. Al tiempo me presenté en el 13, con Pipo Mancera, y en el 11, con Héctor Ricardo García. Descubrí a artistas maravillosos con los que incluso cultivé relaciones de afecto. Me ayudó bastante mi compatriota Miguel Gila, que aquí gozaba de un enorme éxito. Al poco tiempo de que yo llegara, él debía irse, y me dejó su Torino, el cual me ayudó a conocer la Capital. "En este país te van a querer mucho. Ten paciencia. Lo único es que deberás aprender a comer los turrones con melón", me anticipó. Y aprendí, igual que a comer pato en verano, con 40 grados de temperatura… Pronto quedé prendado de la Argentina. Nació una relación para toda la vida. Como el matrimonio: para el bien, para el mal, en la salud y en la enfermedad.
–Ese '69 nació su hijo Manuel (49, de la relación con Mercedes Doménech) y entrados los Setenta se casó con Candela (en rigor, María Luz, alias Yuta) Tiffón, modelo publicitaria quince años menor que usted y mamá de María (38) y Candela (31). La mujer que quiere, ¿qué "no necesita", aparte de "bañarse cada noche en agua bendita"?
–Ella se encuentra por encima de cualquier esquema que una canción pueda plantear. Es la persona con la que llevo cuarenta años, tengo hijos y nietos y comparto un perro. Y es una mujer a la que jamás se le ocurrió contarme qué opina sobre mis letras, lo que me parece maravilloso… Y no lo menciono porque vaya a leer esta entrevista: no suele hacerlo.
–¿Sus hijos las han tarareado, le han pedido a usted que las cante en el seno familiar?
–Yo soy su padre, no el artista de la casa. No se ha establecido mi trabajo como algo a discutir, ni siquiera a comentar. Ahora, si en algún momento requieren que les cante, es porque saben que una acción mía de tal tipo puede dar alegría entre sus afectos, y entonces lo haré. Pero he tenido suerte: mis hijos me han dado mucho más de lo que me han pedido. ¿Sabes que la mayor, que dejó su actividad de farmacéutica para dedicarse al periodismo deportivo, y éste para ser madre, siempre vio conmigo los partidos del Barcelona?
–¿Candela, su señora, no?
–… Hasta que descubrió a Ronaldinho en el blaugrana. Lo que también fue maravilloso. Antes, cuando nos sentábamos a ver partidos frente a la tele de casa, mi mujer era una sombra que caminaba detrás nuestro, emitiendo sonidos y frases de desaprobación. Hasta que cierto día vio a un dentón haciendo malabares con el balón, paró, se sentó en el apoyabrazos y manifestó: "¡Lindo lo que hace el negrito, eh!". Y si bien todavía le cuesta comprender el fuera de juego, nunca más se levantó, y sigue al Barça y a Messi incluso cuando yo voy a la cancha, porque tengo una platea que no es buena ni mala –aceptaría feliz una más abajo, aclaro– en la tercera gradería del Camp Nou.
–¿Lionel es el mejor futbolista que vio en su vida?
–Creo que sí, creo que sí, sí, pese a que la comparación Messi-Maradona que surge automáticamente me parece injusta, tratándose de dos jugadores extraordinarios que funcionan de diferente manera: uno se echa el equipo a su espalda y el otro, el partido. Al margen de las preferencias, dentro del campo ambos siempre resultaron un placer para mis ojos.
–¿Imagina qué hubiese sido del Seleccionado español de contar con Messi?
–Ni idea. Podría haber sucedido, puesto que llegó siendo un pequeño. Le pasa lo que a Di Stéfano: por más años que viva en España, nunca perderá el acento rosarino, de la misma manera que Alfredo hablaba como alguien que acababa de dejar Barracas, cuando habían transcurrido décadas (risas).
–¿Y si Leo hubiera nacido en su pueblo y formara parte de su querida Unión Sportiva de Pueblo Seco?
–Barça lo hubiese ido a buscar, como buscó a amigos míos.
–Al menos tendría un autor que le dedicara algún tema… ¿Cuál de los suyos elegiría para acompañar un montaje con las mejores jugadas de Messi? ¿Esos locos bajitos?
–Preferiría la Novena sinfonía de Beethoven.
–¿Existe algún poeta o escritor al que usted haya querido musicalizar y no ha podido?
–Uno le puede poner música a la guía telefónica, a las indicaciones de consumo de un barbitúrico, a las instrucciones de manejo de una lavadora, al volar de las moscas (pregúntale a Antonio Machado); a lo que desees le puedes poner música. De hecho, se ha musicalizado más de lo necesario. Algunos poetas han sufrido graves agravios, maltratos que no merecían. Yo musicalicé versos ajenos sólo tras descubrir algo que me hubiese gustado escribir de aquella manera o porque intuí que escondían una canción que me representaba. He tratado de hacer las cosas de la mejor forma, aunque no estoy seguro de que a Machado le hubiera gustado lo que yo he hecho con sus letras. A Miguel Hernández es probable que sí, porque había una relación más de hombres primitivos que nos acercaba, pero con Machado guardo mis dudas. No sé, hay cosas de Jorge Luis Borges que me emocionan. Sin embargo, su forma de expresión, de contar, a mi modo de ver no se ajusta a la letra de una canción. A la letra de una canción le va mejor la sencillez… Los poemas de Machado son muy musicales y los de Hernández parecen como cancioncillas invitando a ponerles música.
–¿Lecturas que le interesan por estos días?
–Soy uno de los escasos lectores de poesía que existen. Y la leo de manera indiscriminada: puedo leer una página, diez, llegar al final. La calidad de la poesía se denuncia enseguida. La novela, que también me interesa, por su parte exige una profundidad. De allí que intento llegar a la novela con información previa. Y después, releo mucho, mucho, mucho. A los buenos escritores siempre les redescubres cosas.
–¿Qué música escucha y desde qué plataforma?
–Lo que me apetece y cuando me apetece. En el avión o, por lo general, en casa. Apunto a lo que me emociona y a lo que la curiosidad me lanza a buscar. Si de mi costado profesional hablamos, prefiero dedicar tiempo a trabajar la música, que ya bastante difícil es. Spotify e iTunes poseen interesantes bibliotecas, si bien normalmente uso el aparato de CD a bafle abierto, o el computador, con cascos. A veces acudo a algún vinilo, a mi entender, el mejor soporte.
–¿Cómo se lleva con la tecnología? ¿Usa celular, WhatsApp?
–Uso. No envío mensajes de voz, sí escritos. Es fantástico: el receptor puede decidir recibirlo o no, contestarlo o no, y en especial no molestas. Además, utilizo programas como Word, Excel y varios musicales, que aceleran mis labores. De la misma forma que la tecnología bien desarrollada colabora, es un desastre cuando se convierte en un vehículo para esclavizarnos y hacernos dependientes de historias poco creativas y de dudoso valor. El día que se caigan las redes aumentará brutalmente el índice de suicidios. No bromeo. Se producirán situaciones desesperantes, como si nos quedáramos sin agua.
–¿Hay alguna música nueva que le atraiga?
–No hay nada nuevo bajo el sol. "Nuevo" significa otra cosa.
–¿Tiene una opinión formada sobre sus compatriotas Julio y Enrique Iglesias y sobre Raphael, por ejemplo?
–Formada, no lo sé. Razonable, tampoco lo sé. Pero tengo una opinión de cuanto ocurre. En el caso de estos tres que planteas, no entraría jamás en un juicio de qué hacen y cómo. Son colegas y en algún caso, compañeros. Podría comentar que hay varios artistas españoles que me atraen, pero lamento decepcionar a quien espera de mí una lista. No he tenido la costumbre de elaborarlas. Como señala un refrán: "Más vale que se muera un músico, que perder una buena costumbre".
–A propósito de buenas costumbres: ¿qué dueto le restaría concretar al artista que todos homenajean, léase usted?
–Vengo de un tiempo en el que compartir canciones de a dos era distante y extraño, y no se ejercitaba. Hasta que llegaron los brasileños y empezaron a cantar todos con todos. Y me parece genial. En tu país, por mencionar uno, he podido hacerlo con Astor Piazzolla, Aníbal Troilo, Osvaldo Pugliese, Rubén Juárez y varios otros admirables artistas. Imposible pedir más.
–¿Y una tercera y vencida última vuelta con Sabina?
–Si él quisiera, yo me lo plantearía. Sucede que no creo que él quiera. El deber de Joaquín ("deber" en el sentido de lo que tiene que presentar un niño en la escuela, es decir que no hablo de grandes deberes –risas–), es subirse mañana al escenario y hacer lo que sabe. No necesita plantearse otras cosas… Yo, encantado, pero a mí en principio me alcanza con verlo cuando pueda, tomarme una botella de vino donde quiera, estar un ratito con él y ver que se encuentra bien.
–Hablamos de vueltas. El próximo 19 de octubre regresará con la intención de presentarse en el teatro Gran Rex y salir de gira. ¿Qué le representa cada retorno a la Argentina?
–Es un retorno físico a algo que no te abandonó nunca. Es llevar el pensamiento a la realidad, actualizar la memoria. Según las épocas y las circunstancias, en la Argentina la he pasado bien y la he pasado mal. La vida es todo: uno no puede aspirar a valorar la risa sin beber el llanto. Lo cierto es que en un compilado de imágenes de mi carrera no podría faltar la Argentina.
–¿Y en la de su vida, cuáles deberían aparecer?
–Mis padres, mi mujer, mis hijos, y ahora también mis tres nietos, a los que se sumará un cuarto en mayo.
–No mencionó a la música…
–La música está ahí, sí, pero yo no cambio el dedo chiquito de uno de mis hijos por toda la música que he escrito en mi vida.
–Para cerrar como iniciamos, pero refiriéndonos puntualmente al tema Mediterráneo, que encabeza aquel indispensable disco: "el día que para" su "mal vaya a" buscarlo "la parca", ¿qué le dirá?… ¿Le tiene miedo a la muerte?
–Jodido, eh. "¡¿Pa' qué vienes?!", le preguntaría. Digamos que no le temo, pero tampoco soy partidario de ella (risas). n
Por Leonardo Ibáñez.
Fotos: Christian Beliera, miarroba.es y Archivo Editorial Atlántida.
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