El bar de Valentín Alsina que aparece en la serie Sandro de América, donde Roberto Sánchez aprendió a tocar la guitarra, no queda en el sur del conurbano. Está en el barrio de Versalles, Capital Federal, y se llama Cafetería Buenos Aires.
Cerca de allí vive el uruguayo Israel Adrián Caetano (48), el director del éxito del año en la tevé (y que el año pasado triunfó con El Marginal), quien eligió ese lugar como escenografía para la juventud del Gitano.
El jueves 8, el envío marcó 16,4 puntos de rating de promedio: así se convirtió en lo más visto del 2018. Sin embargo, el hombre que condujo ese barco no ayudó a mejorar esa marca. Simple, que lo explique él: "No tengo tele, hace 23 años que llegué de Córdoba a Buenos Aires y no me puse cable. Bah, lo pongo para los mundiales y después lo saco. Lo cómico es que cuando empieza Sandro, mi suegra llama a casa y yo, que tengo los capítulos en la compu, pongo play, y me evito las pausas".
En una mesa vecina, el mediodía del viernes 9, tres parroquianos y Claudio, el encargado del bar, juegan al truco. Más tarde, contará que allí "filmaron El hijo de la novia, y algunos programas que no recuerdo…". Y mientras la mesa de billar está vacía y apuramos un cortado, se enhebra la charla.
"Nadie esperaba un éxito así –asegura Caetano–. Bah, yo sí lo esperaba, y es muy grato. Cada día de Sandro de América es una jugada. Ahora cambia el protagonista (N. del R.: el jueves 15 aparece Marco Antonio Caponi, el Sandro de fines del '70 y los '80). La serie es un viaje, ahora viene un Roberto Sánchez más desconocido, de puertas adentro, con su soledad, la relación con la madre y otra más conflictuada con las mujeres. Pero había cosas, reconozco, para ser escéptico".
–¿Cómo cuáles?
–La forma de ver tevé que tienen los espectadores hoy. Eso de emitir todos los capítulos de un saque, y que el televidente se siente a ver una serie en la tele abierta todos los días, marcará un antes y un después. Pero no sé si se replicará el éxito automáticamente.
–El rating indica que, en este caso, fue un acierto.
–Sí, pero yo sé que más allá de cualquier estrategia, el principal factor es Sandro. Estamos todos bajo la tutela de Roberto Sánchez, que cuida este éxito desde el cielo. Sandro merecía una producción así, que tirara la casa por la ventana. Un tipo que llenó estadios, que cambió la música de acá, nos obligaba a eso. El logro de la serie es haber estado a su altura.
–¿Tenían para 26 capítulos, como dijiste en una entrevista? ¿Sentís que se quedaron cortos?
–Es que la vida de este hombre es muy rica. Desde el guion dejamos cosas afuera, anécdotas.
–Por ejemplo, que él fue el dueño de La Cueva, el reducto rockero…
–Claro. Pero lo entendí: había un gran problema de derechos de nombres. Es una serie costosa. Mirá, Sandro grabó 433 canciones, y teníamos un real acceso a 30 o 35, nada más. Y si hablamos de rock, para mí, contar la vida de Sandro es contar la vida de un rockstar. Alguien como Bowie o Elvis… Sin embargo, él, que trajo el rock acá, cuando vino la guerra de Malvinas y empezaron a pasar esa música, quedó afuera de la playlist. No fue considerado como un rockero, porque para muchos era grasa. Después lo reivindicaron. Sí, se podrían haber hecho 26 capítulos (sonríe).
–¿Qué feedback tuviste en estos días?
–Pasan cosas raras. Los más pibes me han dicho "¿se fumaba tanto antes?". Sí, y en todos lados, hasta en los aviones. Llama la atención eso, mirá.
–¿Cómo hiciste el casting de "los Sandros"?
–Primero existió aquel papelón con (Pablo) Echarri.
–A quien vos le diste la derecha, contaste que lo eligieron y después lo sacaron.
–Fue así, y en el laburo repercute. Eran dos protagonistas, (Agustín) Sullivan y Echarri, y tuve que tener más Sandros. Terminaron siendo cuatro: en el primer capítulo apareció él de niño, hecho por un chico llamado Sandro. Fijate que quien cuenta la historia, el narrador, es (Antonio) Grimau, y él apareció después de ese sacudón. Pero no perdimos, cambiamos el rumbo nomás.
–¿Antes del proyecto, tenías al Gitano en el radar de tus gustos?
–No demasiado. Tenía un disco de Los de Fuego, conocía canciones, vi algunas películas y mis padres me hablaron de él. Sabía quién era… y que era como Maradona.
–Como le pasó a Alberto Olmedo, en una época se lo consideró grasa, y luego fue de culto. ¿Cómo te llevás con esa mirada?
–Conforme me pongo más grande, por ejemplo en la música, escucho menos en inglés y más en castellano. Me empiezo a interesar más por lo cercano, lo propio.
–Como nos decían los abuelos sobre nuestra música: el tango te espera.
–Exacto, y Sandro también te espera. Tiene que ver con lo popular, con el arraigo. Obvio, si uno se pone en intelectual y tiene la esperanza de haber nacido en Europa en vidas pasadas, y sí, te va a parecer grasa. Pero este no es un país que haya escupido filósofos, tiene 200 años, no dos mil. Creernos europeos me parece una estupidez. Sandro es nuestra identidad, negarlo es negar una parte muy grande de nuestra cultura. Lo popular es lo que tenemos. Vos podés enojarte con este país, pero es tu país. Si no nos hacemos cargo de nuestra cultura, somos unos idiotas.
–¿A la Argentina cuándo llegaste?
–A los 14. La democracia llegó a Uruguay dos años después que acá, en el '85. Había una crisis económica grande. Y nos vinimos en el '84. Mi viejo dijo: "este país está buenísimo", y nos quedamos. Fue un shock cultural gigante, que agradezco. Iba a recitales, al Parakultural. Era la época del destape. ¡En Lavalle había 40 cines! La pasaba bomba…
–Y además de la cadencia al hablar que conservás, ¿dónde te reconocés uruguayo?
–En el mate y en el fútbol.
–¿Pero no sos de Independiente?
–(Interrumpe) Y de Peñarol. Siempre fui y vine de Uruguay. Nunca lo abandoné. Montevideo me baja el tiempo, los decibeles.
–Entonces, en Rusia te ponés la celeste…
–Sí. Y si no seguimos, la de Argentina.
–¿Alguien te llama por tu primer nombre, Israel?
–Mi familia, mis padres. En Uruguay de a ratos la pasaba mal, por el antisemitismo. Cuando llegué a Buenos Aires, me empezaron a decir Adrián, porque pensaban que Israel era apellido. Y lo dejé fluir. Cuando me dicen Israel, sé que es alguien más cercano que si me dicen Adrián.
–¿Cómo te acercaste al cine?
–Mi viejo era proyectorista. Llegué como espectador. Recién tuve una cámara en mis manos y pude filmar a los 18 años. Pero me crié hablando de cine, analizándolo. Mi vieja también conoce mucho, le gusta, sabe ver una película. Entonces tuve una gran escuela. Como con el fútbol: forjé una manera de mirarlo por lo que me transmitió mi abuelo.
–¿Te sentís propietario de un lenguaje propio desde aquella Pizza, birra y faso de 1998?
–Sandro es diferente a lo que venía haciendo, pero igual tengo una manera de filmar. Lo que trato de no perder es la frescura en el set. Es como un campo de juego. Me da miedo llegar con todo planeado, me embola. Trato de que lo que estoy haciendo esté vivo, no sólo que esté bien técnicamente. Como Batistuta: empezó haciendo goles con la rodilla y después le pegaba con comba a la pelota. Pero en este trabajo, lo popular es Sandro, lo único que hice fue ponerme detrás de él.
Por Hugo Martin
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