Pocas películas de terror, por más sádicas que nos parecieran, fueron capaces de pergeñar semejante guión. Una pareja tiene trece hijos (diez mujeres y tres varones) y vive, en apariencia, una existencia común y corriente.
Ocupa un chalet de cuatro habitaciones en un pequeño pueblo en las afueras de Los Angeles y, más allá de algunos indicios que llaman la atención, guarda la precaución de pasar inadvertida.
Hay cuatro automóviles estacionados en la puerta, cierta dejadez en los alrededores, silencio, una impenetrable intimidad… El matrimonio es poco comunicativo con sus vecinos. No tiene amigos. No queda claro si los chicos van a la escuela.
Pero más allá de esas pistas, de las extravagancias que pueden llevar a cierta sospecha, nadie es capaz de imaginar el horror. ¿Cómo sería posible siquiera acercarse a la dimensión de este hallazgo que hoy ocupa las páginas de todos los diarios? ¿Quién sería capaz de elucubrar que detrás de esa puerta, donde convivían estas quince personas, se ocultaba un plan demencial?
Los hijos del matrimonio conformado por David Turpin y Louise Robinette, que iban desde los dos hasta los veintinueve años, eran torturados física y psicológicamente, abusados, maltratados hasta el punto más cruel y condenados a una vida miserable.
Quizás nadie se habría enterado de no ser por una de las chicas, quien logró escapar de la casa siniestra y dar parte a la Policía. Hoy, los Turpin se enfrentan a una posible condena a cadena perpetua y el mundo –azorado– empieza a conocer los escabrosos detalles de su accionar.
Durante décadas, los Turpin pudieron mantener bajo estricto secreto este sinfín de vejaciones a las que sometieron a sus hijos. ¿Cómo fue posible? ¿Nadie los ayudó a llevarlo a cabo?
Los chicos permanecían todo el tiempo en la casa, muchos de ellos encadenados. Los hacían quedarse despiertos por la noche y dormían de día. Casi no les daban de comer: salvo la más pequeña, de apenas dos años, todos presentaron cuadros de desnutrición severa. Según empieza a conocerse, a los chicos no se les permitía ducharse más que una vez al año, y a veces ni siquiera les dejaban pasar al baño para hacer sus necesidades.
No tenían vida social ni iban al colegio, salvo por un detalle: el mayor de los varones, hoy de veinte, cursó dos años (de 2014 a 2016) en una universidad comunitaria, único caso entre sus hermanos.
La sola actividad que llevaban a cabo era escribir una especie de diario íntimo, que ahora se convierte en la más contundente prueba del infierno que les tocó soportar. El sadismo de los Turpin llegó al punto de que se encargaban de comprarles juguetes y, lejos de entregárselos para que los usaran, las cajas quedaban sin abrir. Comían delante de ellos, regodeándose, mientras los muchachos pasaban hambre. ¿En qué cabeza cabe semejante locura?
UNIDOS PARA EL MAL. David (57) y Louise (49), oriundos de Princeton, Virginia Occidental, se casaron hace treinta y cuatro años. Poco a poco fueron distanciándose de sus respectivos familiares, al punto de perder casi todo contacto físico.
Gran parte de su matrimonio transcurrió en Fort Worth, en Texas, donde permanecieron durante diecisiete años. Allí fueron propietarios de al menos dos viviendas; en el año 2000 se vieron obligados a desprenderse de una. La persona que terminó comprándola la encontró en pésimas condiciones, mugrienta, rota y con manchas en todas las paredes, que parecían provenir de heces.
En 2010, los Turpin llegaron a California y, según se sabe, se aislaron más que nunca. Utilizaban la religión como fachada de una vida cerrada y austera, presuntamente estricta para educar a sus hijos, cuando en realidad llevaban adelante un plan de tortura y amenazas.
Uno de los niños, de doce años, tiene el peso y el cuerpo de uno de siete. La mayor, de 29, registró 37 kilos cuando fue pesada en el hospital, tras el rescate policial. Nunca en su vida tomó medicinas ni gozó de las más elementales atenciones médicas… ni que hablar de divertirse o jugar.
Pero los Turpin, en su extrema locura, fueron capaces de llevarlos a Disneyland (se observa una particular obsesión del matrimonio con el parque de diversiones) como si nada pasara. Y también viajaron con ellos a Las Vegas, donde recurrentemente renovaban sus votos matrimoniales delante de un imitador de Elvis Presley.
En esas pocas fotos que se tomaron juntos, y que subieron a una página de Facebook que ya no está disponible, aparentaban ser una familia normal. Los trece debían utilizar el mismo corte de pelo, con el flequillo sobre la mirada triste.
Los varones y las mujeres iban con idéntica vestimenta, como muñecos de ocasión. Sus nombres, todavía resguardados por las autoridades, tienen una particularidad: todos comienzan con la letra J. Todavía no queda claro de qué vivían los Turpin, aunque el padre gozaba de un salario por el que ingresaban unos 140 mil dólares al año.
"Todo lo que vamos descubriendo tiene que ver con un comportamiento totalmente depravado… Como fiscal, hay casos que te afectan y atormentan… y aquí está sucediendo eso", confesó el atribulado Mike Hestrin, fiscal del distrito de Riverside, quien tuvo que brindar una multitudinaria rueda de prensa por el obvio interés que fue despertando el hallazgo.
Los Turpin ahora enfrentarán cargos por abuso (uno de ellos de índole sexual), detención ilegal y torturas, mientras sus hijos se encuentran hospitalizados y a la espera de saber qué les deparará el futuro. Trascendió que al menos veinte familias ya manifestaron su deseo de hacerse cargo de ellos. Los dos acusados, por su parte, se declararon inocentes y el juez estableció una fianza de doce millones de dólares para cada uno. La suma de los cargos estima una condena de 94 años de cárcel, de cara a un juicio que se iniciará en un mes, el próximo 23 de febrero.
RESCATADOS DE LA PESADILLA. El velo se empezó a descorrer cuando el domingo 14 de enero, una de las niñas (de 17 años, aunque aparentaba no más de 10), puso en marcha el plan que elaboró durante meses. Acompañada por una hermanita menor, consiguió escabullirse a las seis de la mañana, ganar la calle y llamar al 911 desde un celular que tomó en la casa. La más pequeña, llena de miedo, decidió retornar.
Cuando la Policía finalmente llegó al chalet, ubicado en Muir Woods 160, en la ciudad californiana de Perris (50 mil habitantes, a cien kilómetros de Los Angeles), no podía creer lo que veía… y olía.
Los agentes descubrieron a tres chicos encadenados, todos sucios, pálidos, tristes, mientras David y Louise Turpin eran incapaces de explicar el panorama.
Con oscura ironía, se supo que el inmueble del horror estaba registrado como un colegio llamado Castillo de Arena, y que Turpin figuraba como propietario y director. Y que los únicos inscriptos eran los niños que todavía estaban en edad escolar.
Algunos familiares, todavía en shock por la terrible situación, recordaron conversaciones telefónicas con Louise. "¿No les parece que podríamos hacer un gran reality televisivo con los trece chicos? ¡Sería un gran éxito!", imaginaba la madre de las criaturas, en el máximo delirio de su obra macabra. El desesperado impulso de una niña, ansiosa por escapar del laberinto, le bajó el telón a su patética idea. El show del horror debía terminar para siempre.
Por Eduardo Bejuk
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