En el patio de la casa de Julia Pérez, una emprendedora artesana tzotzil de 39 años, el bullicio y las risas de sus compañeras tejedoras rompe el silencio vespertino de Zinacantán, Chiapas, donde por momentos solo se escucha el rumor del viento y de las hojas de los árboles.
Sentadas sobre mantas para amortiguar la dureza del piso, usan el tradicional telar de cintura para hilar lienzos con elegantes combinaciones cromáticas.
Sean colores tierra, rojo intenso o patrones de blanco y negro, una sobria belleza predomina.
Valorar adecuadamente su tiempo, su creatividad y los beneficios futuros han sido conceptos clave que estas artesanas han adquirido gracias al encuentro con otras dos mujeres, Dulce Martínez de la Rosa y Daniela Gremion, cosmopolitas y citadinas pero igualmente devotas del arte tradicional mexicano.
Gremion conoció a Pérez hace más de 10 años, constató la calidad de su trabajo y le propuso una colaboración que incluye asesoría para valorar sus creaciones, diseños conjuntos y la comercialización de finas prendas.
Desde entonces iniciaron un camino de aprendizajes mutuos, pero sobre todo de confianza y amistad.
- Apropiación cultural -
Bajo la marca Fábrica Social, el proyecto de De la Rosa y Gremion, las mujeres de Zinacantán y otras artesanas en seis estados mexicanos buscan mejorar las condiciones laborales y combatir desigualdades del negocio.
Tras detener su labor, las tejedoras colocan sillas y una mesa para trabajar en el patio. Gremion inicia entonces el repaso de conceptos básicos sobre costos, gastos y otros aspectos para alcanzar una meta crucial pero compleja: un comercio justo.
Con entusiasmo de colegialas, las artesanas escuchan y debaten con enjundia sobre sus tiempos y necesidades y la forma correcta de cotizarlas.
“Es una herramienta que nos ayuda mucho a llegar a un precio de un producto que muchas veces es casi invaluable”, explica Gremion, de 40 años, tras culminar el taller.
Más allá del valor económico, el arte textil de muchos pueblos indígenas mexicanos representa un patrimonio cultural e histórico sistemáticamente visto como usurpado por grandes casas mundiales de la moda.
Desde 2019, el gobierno del izquierdista Andrés Manuel López Obrador ha exigido explicaciones públicas a diseñadoras como la venezolana Carolina Herrera y la francesa Isabel Marant, y a marcas como Zara, Rapsodia o Anthropologie por la “apropiación cultural indebida” de elementos indígenas en sus colecciones.
“No es justo que nos hagan esto como indígenas (...) Que no somos famosas como ellas, pero no es justo que nos usen”, opina Pérez.
- “Con todo el corazón” -
Para De la Rosa, de 42 años, que grandes marcas se adueñen del patrimonio indígena “sin ningún costo ni responsabilidad” demuestra la asimetría de poder entre empresas trasnacionales y creadores mexicanos, herencia de antiguos “regímenes coloniales”.
“Las artesanas de este país y su trabajo, sus técnicas y sus procesos tendrían que ser igual de conocidos que Carolina Herrera, Isabel Marant, Zara o Mango y esa es la verdadera lucha”, añade desde su taller en Ciudad de México.
En medio de los festejos de la Independencia, De la Rosa reflexiona sobre el contexto global. “Vivimos en un sistema económico que es absolutamente colonial todavía (...), estamos hablando de los grandes capitales todo el tiempo”.
Fábrica Social es uno de varios proyectos convocados por el ministerio de Cultura mexicano para la plataforma “Original”, que busca rescatar sus experiencias para impulsar “colaboraciones éticas” entre grandes empresas y artesanos, respetando sus derechos colectivos y creativos.
En Zinacantán, Sara Pérez, de 31 años, prima de Julia y parte del proyecto, confirma el anhelo común de trascender defendiendo su talento e identidad.
“Nos gustaría que reconocieran nuestro trabajo porque está bien hecho, está bien elaborado, está hecho con todo el corazón y además estamos trabajando con materiales hechos en México”, subraya.
INFORMACIÓN Y FOTOS: AFP
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