Más de 30 niños están en las filas de la Policía Comunitaria de Ayahualtempa. Los adultos aseguran que los menores se unieron por voluntad propia. “No me queda de otra más que darles permiso a que se preparen”, cuenta Morales que dice no tener otra opción para enfrentar a la delincuencia.
Luis Morales Rojas, un campesino y policía comunitario de 40 años, reitera: “Es un riesgo ir a la escuela”. En 2018 fue comandante regional de la Policía Comunitaria donde recibió amenazas por parte del crimen organizado.
A unos 50 metros de la entrada a la comunidad hay un módulo de la Policía Municipal. Pero lejos de sentirse seguros, los pobladores de Ayahualtempa acusan que los elementos locales están al servicio de los Ardillos y desde esa posición les avisan cuando salen de sus límites.
Este 2021 fue la segunda vez que los presentaron a los menores ante la prensa, con armas al hombre. También lo hacen a manera de presión para el gobierno, que prácticamente los ha dejado olvidados con promesas incumplidas, relatan los pobladores. Sin embargo la trama es mucho más compleja e involucra la siembra de la amapola, promesas rotas del gobierno y disputas entre narcos.
Tavo, como le dicen, lleva un revólver encajado en el cinturón. Nunca le dio miedo. Le gusta ser policía. Aunque pase el peligro, afirma, lo seguirá haciendo. Eso sí, a él y a su hermano les advirtieron que las armas solo se usaban en caso de que la comunidad fuera atacada. No para jugar. No para intimidar. No para amenazar a sus amigos.
El pueblo está atrincherado, los niños de Ayahualtempa dejaron de ir a la escuela y el aprendizaje que ahora reciben es en armamento.
Hace dos años que ya no voy a la escuela”, dice el joven Gerardo con cierta resignación. Dentro de Ayahualtempa solo hay preescolar y primaria. Él sí terminó la secundaria, pero cuando iba a entrar al bachillerato los alcanzó la violencia. “Ya no entré en el colegio porque está fuera del territorio comunitario. Ahí está el grupo delictivo los Ardillos. Por miedo ya no quise ir”, explica.
Migue, como le dicen sus amigos, lleva más de un año sin ir a la escuela “porque allá se encuentran los malos”. Recuerda que el Gobierno estatal les prometió una secundaria en Ayahualtempa. Se va a esperar a que cumplan para volver a estudiar. Mientras, aprendió bastante sobre municiones. Saca algunas de un bolso que carga. Son calibre 22. Explica qué pasa con cada parte de la bala al disparar. “Los cocodrilos”, del Grupo Exterminador, ameniza el diálogo. Resulta irónico que la canción hable de un sicario, como esos de los se defienden ahí.
Los grandes enseñan a los niños mayores de 12 años a usar las armas: tirar, disparar, apuntar… todo lo que implica su manipulación. Luego estos aprendices se vuelven los maestros de los más chiquitos.
“Morros, reportense allá”, le dice Tavo a unos siete niños que lo van siguiendo hacia la cancha de la comunidad. Migue se forma junto con otros seis niños. Uno de ellos no suelta una paleta que trae ni para entrenar. Un par más se les une ya iniciados los ejercicios.
“Firmes… Ya”, ordena Luis Gustavo con tono militar. “Embrazar armas… Ya”, añade. Los niños le obedecen. Sostienen el arma al frente. Escuchan la orden de firmes. Con la misma dinámica la llevan al hombro. Los mayores de 12 usan armas reales. Los menores, de madera.
Con los ojos apenas visibles, José Miguel Toribio explica como disparar. “Primero le pones así (jala el seguro del arma), le pones el tiro, luego otra vez le jalas más (mueve el cerrojo), aplastas este (señala el gatillo) y ahí truena”. Aunque tiene 13 años, su estatura y complexión no denotan más de 10. Él no ha visto a los Ardillos, pero sabe que son “sicarios que matan y secuestran”.
Su única siembra, sostienen, es el frijol, la calabaza, el maíz y el jitomate. Nada más. Lo que reclaman los Ardillos, apuntan, es el derecho de piso, control que ya han adquirido en todos los alrededores de la comunidad.
“La idea de ellos”, cuenta Luis Morales, el padre del joven Gerardo, “es controlar la comunidad, ya no es por la droga”, trastabilla por un momento como quien dice algo que no debía.
Los pobladores aseguran que no defienden otros intereses que no sea la dignidad de su comunidad. Niegan estar coludidos con alguna autoridad o algún cártel. Las armas, insisten, las pagan ellos mismos. Los recursos provienen del trabajo de todo un año o de la venta de sus animales.
“Hace dos años que ya no voy a la escuela”, dice el joven Gerardo con cierta resignación. Dentro de Ayahualtempa solo hay preescolar y primaria. Él sí terminó la secundaria, pero cuando iba a entrar al bachillerato los alcanzó la violencia. “Ya no entré en el colegio porque está fuera del territorio comunitario. Ahí está el grupo delictivo los Ardillos. Por miedo ya no quise ir”, explica.
Por lo pronto, Gerardo ya no quiere ir a la escuela. “Ya no me interesa estudiar. Mejor cuidar a mi familia y a mi pueblo”. Dice, con resignación, que aunque tuviera la oportunidad, ya no intentaría ser maestro.