A finales de 2021, Abraham Jiménez Enoa, periodista cubano debió elegir entre la cárcel o el exilio. Desde su llegada a España, publicó La isla oculta, una colección de crónicas. Ahora presenta en Miami Book Fair su segundo libro, Aterrizar en el mundo: nuevas crónicas en las que cuenta cómo fue empezar de nuevo, en circunstancias tan distintas que parecían un viaje interestelar, en Barcelona.
Su historia está marcada por un fuerte legado familiar vinculado a la revolución cubana: “Mi abuelo fue escolta personal de Fidel [Castro] y de Che Guevara”, contó. “Yo no tenía cuentos de niños clásicos. Mis cuentos eran las anécdotas que mi abuelo me contaba de Fidel y el Che”.
Pero durante su paso por la Universidad de La Habana, donde estudió periodismo, Jiménez empezó a ver el mundo de manera diferente. Este despertar fue un proceso doloroso para él y para su familia: “Una de las estrategias del régimen para impedir que yo siguiera escribiendo fue atacar a mi familia. Los llevaron al calabozo y les presionaron en sus trabajos”.
Convencido de que el periodismo es “un servicio público, y es fundamental para la democracia”, Jiménez Enoa, ganador de la beca Michael Jacobs de crónica viajera de la Fundación Gabo y cofundador de la revista El Estornudo de periodismo narrativo con Carlos Manuel Álvarez, también presenta en el Festival de Documentales de Nueva York Isla Familia, un registro de la travesía desde Cuba hasta su presente español tras años de hostigamiento y represión, una película realizada con su esposa, Claudia Calviño, durante más de cuatro años con dos teléfonos celulares.
Aterrizar en el mundo da detalles de su exilio en España —que le trajo otro tipo de retos, como el racismo— y este fragmento, el capítulo III, cuenta el shock de la llegada:
Abro los ojos y la cabeza me quiere explotar, me levanto de la cama, mis piernas son un flan acabado de terminar, camino hacia el baño con dificultad apoyando mis manos en la pared, orino, quiero lavarme los dientes pero estoy demasiado incómodo con la estrechez del baño, tomo el cepillo, la pasta dental y doy dos pasos hacia la cocina, abro el grifo, comienzo a lavarme la boca sobre el fregadero y veo por la ventana a la mujer del edificio de enfrente fumando un cigarrillo en su balcón.
Me pregunto si a ella también le dolerá la cabeza.
Inexplicablemente el hambre desaparece. Quizás, porque todo mi cuerpo está procesando la idea de estar por primera vez en un lugar que no es Cuba. Llevo años preguntándome cómo sería este aterrizaje y ahora lo estoy viviendo: sentirme extranjero, no saber absolutamente nada, ni dónde comprar pan ni dónde sacar una línea telefónica para contarle a mi familia que llegué bien.
Me duele la cabeza. Necesito café.
Afuera todo está gris. Llovizna. Poca gente camina. Miro el termómetro digital que está colgado en la pared: tres grados. Me visto como un globo aerostático con toda la ropa que me consiguieron varios familiares antes de partir de Cuba.
Casi todo el efectivo que traje se lo entregué al argentino a cambio de su cuartico minúsculo. Con muy poco dinero en los bolsillos, sin tener ni idea de cuánto puede costar una taza de café expreso o un paquete de café, salgo a la calle.
«Por eso después son los líos», escucho a mi espalda cuando cruzo una calle con el semáforo en rojo.
Llego a una avenida populosa. Pensaba que era una invención del cine la posibilidad de que tantas personas se amontonaran en una acera para ir a otra. Parecen dos ejércitos que se enfrentan en un campo de batalla. La luz verde del semáforo es una orden de combate que reciben las personas de ambos lados de la calle. En ese instante en el que los dos grupos contrarios se entrecruzan, quiero entrar. Penetro en esa marejada y me arrepiento al momento. No sé cómo reaccionar dentro de la explosión que se produce cuando las dos masas compactas chocan. Es como estar dentro de una mancha de peces y no saber nadar. Las personas me vienen de frente, parece que vamos a estrellarnos. Cada cual sigue su paso firme hacia adelante sin importar que haya alguien en su camino. Me obligan a esquivarlos con un brinquito hacia el costado. Pero en mi costado viene otra persona. Y al lado de esa, otra. Estoy enredado en una masa de gente desconocida que me mira con cara de asombro y fastidio.
Llego agitado a la acera contraria, camino sin rumbo para que el pecho se me calme, tengo náuseas, tengo ganas de gritar en medio de la calle, y las ganas de gritar me alivian la sensación de aturdimiento, me traen de vuelta a la realidad.
La gente camina por la calle como si estuviesen en una pasarela. Abrigos tan largos que llegan a los tobillos, abrigos felpudos, chaquetas de cuero, cuellos de tortuga, gafas enormes de sol pese a que el día es gris, gafas de sol tan pequeñas que no alcanzan ni a tapar los ojos, sombreros, gorras, pelos larguísimos sueltos, pelos cortos, morados, rosados, azules, ropa ancha, ropa ajustada, ropa de dormir, ropa de deporte como si fueran atletas profesionales, medias pantis de colores por debajo de las faldillas, zapatillas a ras de suelo, zapatillas robóticas que parecen plataformas. Caminan con perros amarrados a sus correas. No había visto tantas razas distintas. Perros tan grandes, con tanto pelo, tan chiquitos. Estoy en un zoológico. Sin moverme de la misma baldosa, admiro a todas esas criaturas exóticas.
Entro en una tienda sin nadie dentro. No puede ser posible, no puedo creer que en este lugar, el mercado más humilde que he encontrado, haya todo lo que en Cuba no hay: cepillos de dientes, desodorantes, papel sanitario, huevos, yogurt, queso, café. Camino el mercado, que tiene el mismo tamaño que el cuartico del argentino, como si estuviese en una galería de arte contemporáneo. Observo cada uno de los estantes, cada uno de los productos, como si estuviese ante piezas sublimes de una exposición que se inaugura en este momento.
*
En Cuba, tener un huevo o un paquete de salchichas en el refrigerador o un rollo de papel sanitario o un champú en el baño es ser un privilegiado. Para comprar lo poco que hay, los cubanos se ven obligados a salir de sus casas de madrugada y dormir a las puertas de las tiendas y los mercados. Si madrugas, con suerte, una vez que sale el sol y la tienda abre sus puertas y llega tu turno y hay papel sanitario y aceite y pasta dental, solo puedes comprar por ley, como mucho, dos cantidades de un mismo producto, para que «la oferta llegue a alcanzar a la mayor cantidad de personas posibles». Por eso durante la pandemia, para evadir el toque de queda que había instaurado de nueve de la noche a cinco de la madrugada, mucha gente se escondía en las alcantarillas, en las ramas de los árboles o alquilaba pasillos o balcones a los vecinos que tienen el privilegio de vivir cerca de las tiendas y mercados. Pasaban toda la noche en esos escondites para evadir a las patrullas policiales que merodeaban las ciudades. Los policías pensaban que las ciudades estaban vacías, pero las ciudades estaban repletas de gente escondida. Los cubanos no pueden dormir. No se duerme porque si lo haces, no sobrevives. En Cuba hay que dejar de dormir para comer, para bañarse, para asearse, para tomarse una cerveza o un trago de ron.
Una vez que las luces azules y rojas de las patrullas de policía se alejaban, la gente en las ramas de los árboles podía acomodarse un poco, podían destapar las alcantarillas para respirar aire fresco y dejar escapar el tufo subterráneo, podían asomar las cabezas en los pasillos, en los balcones. Cuando el reloj marcaba las cinco de la madrugada, la isla se volvía un hormiguero de gente que salía de sus guaridas provisionales para correr hacia las filas en busca de lo que hubiese en las tiendas y los mercados.
*
Mi cabeza está en Cuba. Una tristeza brutal me carcome. No puedo creer que existan tantos tipos de quesos, tantos tipos de yogures, de jamones, de cuchillas de afeitar, de detergentes, tantos tipos de todo. En Cuba uno come lo que aparece, no lo que uno decide que quiere. Miro los estantes y la vista se me nubla. Demasiados colores, demasiadas marcas desconocidas, demasiadas cosas que no sé lo que son. Tengo miedo a seguir aquí, me aterra toda esta cantidad de productos, me tambaleo.
Me apoyo en un estante. Respiro hondo. Tomo con mi mano derecha un paquete de café sin mirar su marca. Voy a la caja a pagar como si fuera un forajido, como si me hubiese robado lo que acabo de tomar con mi mano. Estoy huyendo de este sitio. Saco mi billetera. Lo único que tengo son montones de monedas en euros cuyo valor aún no distingo. En la caja hay un árabe con un rostro surreal, hermosísimo. El hombre me ve contando las monedas y me mira con extrañeza. Salgo del mercado corriendo. Quiero regresar lo antes posible al cuartico del argentino. Llueve, la calle está resbaladiza. Unas gotas gordas y frías caen sobre mi espalda como proyectiles. Abro la puerta temblando de frío. Tengo la ropa mojada y a la vez siento que mi cuerpo arde. Me coloco un termómetro de mercurio, que he traído de Cuba, debajo de una de mis axilas y, en efecto, me faltan dos rayitas para llegar a cuarenta grados.
El cuerpo me pide a gritos que duerma un rato. Antes de hacerlo, necesito tomar café. Abro la bolsa y me percato que no podré: he comprado un paquete de café en granos, no molido. Me acuesto en la cama sin quitarme las tres capas de ropa.
Presentación de “Aterrizar en el mundo” en la Feria del Libro de Miami
Domingo 24, 12.30 pm, en la Sala 8503 del Edificio 8
Poder, política y pueblo en Cuba: mesa de Abraham Jiménez Enoa y María Cristina Fernández, moderada por Alejandro Ríos.
Campus Wolfson del Miami-Dade College (MDC)
300 NE Second Ave, Miami, FL 33132