La vida papaya en Nueva York, libro que el escritor peruano radicado en Estados Unidos Ulises Gonzales trae a Miami Book Fair, abre con un epígrafe de Martha Hildebrandt sobre el uso de la palabra papaya en América Latina, pues designa mucho más que la fruta: “En la lengua vulgar peruana y de otros países americanos, papaya tiene, además, el sentido de ‘vulva’. Como adjetivo, en el Perú, Ecuador y Chile, significa también ‘fácil’”.
La ironía del título es el tono que recorre estos ensayos personales, mitad crónica y mitad recuerdos, anécdotas, pensamientos y hasta documentos de la vida en la ciudad de Nueva York, que es fácil para pocos pero tan atractiva para tantísimos otros, de los más diversos rincones del planeta. Con una perspectiva latinoamericana —se destaca el texto sobre la Inca Kola y la cerveza Cusqueña, debidamente ambientado en Brooklyn—, la colección de textos va de Lima al Bronx y arma un rompecabezas a la vez personal y reconocible porque Nueva York es una de las ciudades más importantes del mundo y más incorporada a la cultura popular. ¿Quién no ha visto I❤️NY, el logotipo de Milton Glaser?
Luego de terminar sus estudios en Comunicación en la Universidad de Lima, Gonzáles emigró para módico escándalo de su madre, cuya voy le llegaba desde Perú, en el teléfono, con la pregunta “¿Para qué te tienes que mudar tan lejos de tu familia? ¿Para qué?”. En Lehman College terminó su especialización en Periodismo Multilingüe —allí enseña hoy, todavía— y en CUNY, su doctorado en literatura latinoamericana.
Gonzáles es también editor de la revista Los Bárbaros, que publica crónica, ensayo y ficción en castellano en Nueva York, y es cofundador de la pequeña editorial Chatos Inhumanos. Ha publicado una novela, País de hartos, y este texto de su nuevo libro se llama “Una historia en el Village”:
Era casi la medianoche, era invierno, y mi sobretodo había perdido dos botones. Tuvo que suceder en alguna calle entre Broadway y Washington Square. Mis manos sostenían la solapa y así intentaba protegerme del frío: el aire cortaba. Aquella noche había terminado un curso de ética periodística en NYU; y el profesor nos invitó a celebrarlo en una esquina de comida japonesa donde preparaban sake.
Era mi primera vez sosteniendo una copa de licor de arroz. El profesor estuvo contando un viaje a la China, una visita guiada entre las matas del mejor té del mundo. Con nosotros estaba una chica venezolana que moría por ser reportera. Era delgada y llevaba un moño, que se veía bien con sus ojos muy negros. Tenía buen sentido del humor. Me contó un par de chistes con doble sentido. Se despidió alegando que su esposo la esperaba en el Upper East Side y me dejó viajando con el profesor y mis compañeros, entre matas de té, con dos jarras repletas de sake.
Uno a uno se fueron los estudiantes y me quedé con el profesor y un coreano de lentes, muy bien peinado, que confesó que había dejado a su esposa y sus hijos en Seúl para tentar la suerte en Nueva York. Mucho después de la medianoche empezaron a cerrar el restaurante y nos alcanzaron la cuenta. El profesor sacó la billetera –nadie lo detuvo– y pagó los sakes. Se iban en la misma dirección que yo, pero me excusé para no acompañarlos en el tren. Y así me quedé solo, en una esquina de Washington Square, en una madrugada fría, con dos botones menos en un sobretodo Banana Republic que me había costado una pequeña fortuna.
Metí el libro que estaba leyendo en el bolsillo de mi sobretodo. Apreté un brazo contra el cuerpo y crucé la plaza. Había guirnaldas de colores rojos y verdes y lámparas de papel entre los cables eléctricos y sobre los postes. El frío me recordaba que iba a pasar una Navidad más lejos de mi familia. Tarareé la primera canción navideña que se me vino a la mente: Esta Navidad me voy a regalar un cariño nuevo. Cantar hizo que volviera el hambre: había tomado demasiado y comido muy poco. Me fui hacia la calle 8, recordando un restaurante que abría las 24 horas.
Era medianoche cuando entré al Waverly Restaurant, empujando las puertas, tal como yo creía que se entraba a las cantinas del Viejo Oeste. Estaba listo para ser rudo y masticar mi inglés con los meseros mexicanos para pedirme el último de mis descubrimientos gastronómicos: “A very hot bowl of matzo ball soup”.
Y allí hubo alguien. En una mesa de aquella cantina-restaurante con barra de madera rebarnizada, con paredes que hacían pensar en los 1900, estaba sentada, sola, una muchacha con el cabello rojo intenso, leyendo el Giovanni’s Room de James Baldwin. La muchacha hojeaba la novela con una mano mientras con la otra se metía en la boca, en cámara lenta, las cucharadas de un caldo de verduras.
Pedí la cuenta, pagué mis tres monedas, y desde la esquina de mi mesa caminé hasta la suya para soltarle un valiente: “No podía irme de este lugar sin decírtelo: se te ve bellísima”. Me dedicó una sonrisa detrás del “libro de Baldwin. Examinó mi libro, medio metido en el bolsillo del sobretodo. Soltó un “Faulkner es mi escritor favorito” en perfecto español con acento argentino. Me invitó a sentarme.
Era estudiante de NYU. El español lo había aprendido en una larga estadía en la Argentina. Cuando supo que yo era peruano me dijo todo lo que sabía sobre Guamán Poma de Ayala y el Inca Garcilaso. Durante sus clases de bachillerato había estudiado los pelos y las señales de La Florida del Inca.
Un par de noches después fuimos al cine. Una lluvia que parecía garúa limeña nos acompañó las tres cuadras que había entre el cine y el pequeño restaurante italiano de la Avenida Primera donde la llevé. La besé después de unos panes al ajo remojados con aceite de olivo, unas berenjenas al horno y unas copas de vino; y ella me contó la historia de las luchas sindicales en Nueva York y su experiencia vital conversando con los obreros de una fábrica en Buenos Aires.
Ella y sus amigos en NYU estaban organizando marchas. Yo le hablé de mi pasión por la ciudad, de mis estudios de periodismo, de mis libros. La invité a una cena en Nochebuena. “No celebro la Navidad pero celebro la amistad” dijo ella; y luego de darme un beso entre dos faroles, bajo las guirnaldas de Washington Square, prometió ir.
La Nochebuena fue bulliciosa, en el departamento de una amiga cubana en Manhattan, cerca del edificio de las Naciones Unidas. Sobró el vino. Recuerdo haber hecho un brindis a la medianoche, por el sake que me dio el valor para acercarme a ella. Ya de madrugada, viajamos apachurrados, compartiendo el taxi hacia Brooklyn con una peruana y su madre, que me guiñaron el ojo frente a mi edificio.
Mi chica pelirroja y yo llegamos juntos a mi cuarto, antes del amanecer del 25 de diciembre. Un amigo peruano, enamorado del cine, me preguntó si mi chica se parecía a la estudiante judía que intenta enamorar a Isaac Davis en una escena de Manhattan. Sí y no, le dije. Su piel era muy blanca, su cabello era muy rojo, y dejó en mi cuarto un par de medias negras que se desvanecieron en alguna mudanza.
Una noche, algunos meses después, nos encontramos en un pequeño restaurante de la calle MacDougal. Ella venía del gimnasio y vestía unos pantalones azules.
Me dijo cómo estaba ayudando a movilizar a los universitarios contra el imperialismo yanqui. Creo que no me emocioné suficiente. Seguramente traté de cambiar la conversación. Suelo hacerlo cuando me conversan del imperialismo yanqui.
No prometí acompañarla en una marcha en Union Square. Yo quería hablar un poco más de sus pantalones de gimnasio y de la fortuna que teníamos viviendo tan cerca en Nueva York. Además, cometí el error de regalarle un muñeco que le había comprado en un viaje con mis primos a Orlando. Era un E.T. con el dedo apuntándola, que ella no aceptó, que estuvo dando vueltas en mi habitación –apuntándome a mí, desde mis libreros– y que también se perdió en alguna mudanza.
Esa noche, la muchacha del cabello rojo me dijo que teníamos que dejar de vernos y me dio un beso intenso y triste, de película, en la plataforma de la estación West 4, antes de abordar el tren que la llevaba a su casa en Washington Heights. Para entonces la Navidad había pasado y el invierno casi se había terminado.
Presentación de “La vida papaya en Nueva York” en la Feria del Libro de Miami
Sábado 23, 1:30 pm, en la sala 8525 del Edificio 8
Mesa “Historias de vida y resiliencia”: Ulises Gonzáles, Nelson Hincapié y Maricarmen Villanueva conversan con Sarah Moreno.
Campus Wolfson del Miami-Dade College (MDC)
300 NE Second Ave, Miami, FL 33132