Había salido de Miami en compañía de su familia, para volver a Madrid —su primer hogar de exiliado de Cuba— y acogerse a la ley de eutanasia. Un vecino le había preguntado:
—Don Carlos, ¿así que se va a vivir a España?
—No, me voy allí para morir —le había respondido Carlos Alberto Montaner.
El disidente cubano, reconocido escritor y columnista político, llevaba varios años sufriendo un mal de Parkinson que avanzaba a una velocidad inusual y su único futuro posible era un deterioro indigno. Una vida que él no quería vivir.
“La parte intelectual, la parte cognitiva, verdaderamente le preocupaba”, recordó su hija, Gina Montaner, quien inauguró Miami Book Fair con la presentación de su nuevo libro, Deséenme un buen viaje, una crónica sobre la despedida de su padre. “Era un hombre bien informado, sabía en qué consiste una enfermedad neurodegenerativa. Él tenía una variante más severa de la enfermedad, que es la parálisis supranuclear progresiva. Sentía que su cuadro se aceleraba.
Y entonces, como cuenta la autora, se lo dijo sin ambages: “Te pido que me ayudes a morir”. Ella accedió a acompañarlo.
“Mi padre fue un hombre siempre muy racional, que defendió las libertades individuales, y una de ellas es el derecho a la eutanasia —siguió la periodista y escritora—. Para él fue muy fácil: nunca supuso un conflicto, ni siquiera una fuente de angustia. La angustia la sentimos nosotros”.
La sintió ella, que estuvo a cargo de meses de una larga travesía cuesta arriba, contra la burocracia médica, contra el tabú ante la muerte en la cultura occidental, incluso contra las contradicciones entre la razón y los sentimientos humanos, suyos y de su padre.
La sintió su madre, que no quería entender, y que aun así cada día se enfrentaba a la misma realidad, pues tercamente no se esfumaba e iba transformando a su compañero de más de seis décadas en un hombre menguante, atormentado. “Ellos se conocieron a los 14 años: su vida juntos era toda su vida”, dijo Montaner sobre sus padres. “Para ella, la idea de no estar con él era una mutilación”.
En todas las familias hay alguien que tiene el papel de cuidador, continuó, y en la suya le había tocado desde pequeña. En las vacaciones familiares, cuando iban de camping por los caminos de España en auto, ella se sentaba como acompañante y conversaba con su padre mientras la madre y el hermano dormían en el asiento de atrás. Compartían el carácter, la afición por el cine, la vocación. No la asombró escuchar su pedido.
Escribió en Deséenme un buen viaje: “Uno de los síntomas del Parkinson es la rigidez en la expresión facial. Mi padre había sido un hombre de sonrisa generosa y gestos afables. Esa tarde apenas pude reconocer su rostro de antes, con contornos más suaves. Tampoco su voz, que había adelgazado y ya no tenía la resonancia que exhibía cuando daba conferencias”.
Su ánimo oscilaba. Las palabras se deshacían en el aire antes de que pudiera escribirlas. Pedía el equilibrio. Le llevaba días completar las columnas que antes dejaba listas en dos horas.
“Yo lo entiendo”, dijo Gina Montaner, que dialogó con Gloria Ordaz el primer día de la Feria del Libro de Miami, el domingo 17 de noviembre. “Él hizo muy bien en tener muy claro lo que quería, y por tanto en decirme que lo tenía que ayudar, sin estar muy pendiente de todo lo que nos dolía. Al final él tenía que emprender un viaje del que no todo el mundo es capaz: poner hora día para su propia eutanasia”.
Se daban, entonces, todas las condiciones: un paciente con una enfermedad neurodegenerativa sin esperanza, un país con una ley de eutanasia que brinda compasión y recursos a las personas que quieran usarla, una familia amorosa dispuesta a respetar la voluntad de la persona.
Y, sin embargo, cuando se trata de la muerte de un individuo, incluso todas las condiciones son pocas.
Desafíos de la dignidad final
Carlos Alberto Montaner murió el 23 de junio de 2023 en Madrid, en su casa, como había querido, con el amor de su esposa, sus hijos y sus nietas, y la asistencia del estado español. Pero llegar a esa instancia fue muy difícil. Deséenme un buen viaje cuenta en detalle cómo sucedieron las cosas.
Su familia estuvo unida, y Gina Montaner supo valorar esa fortuna: “Hay familias que se dividen con algo tan delicado como esto; incluyo hay algunas que tienen que tomar decisiones cuando alguien agoniza y tienen discusiones muy fuertes, discrepancias que pueden quebrarlas”. Ellos respetaron el deseo de su padre: todos estuvieron de acuerdo en que la eutanasia es un derecho y en que —como escribió Henry Marsh, citado en el libro— “ayudar a una persona a tener una muerte serena y digna que ella misma ha elegido es un acto de consideración y de amor”.
Desde luego, hubo cortocircuitos con “la parte sentimental, la parte emotiva”. Raptos de pensamiento mágico, cuando se pide que el otro siga dando una pelea fútil, chantajes emocionales porque uno no quiere siquiera imaginarse que no volverá a verlo. “Se lo decía a mi madre: no podemos anteponer nuestros sentimientos al deseo de mi padre. Fue duro. Pero ella lo comprendió”.
—¿Estaba usted preparada para cumplir con el papel de acompañante de su padre en esta travesía final?
—Pues, a ver... Creo que por mucho que que te lo imagines...
Ha pasado más de un año, pero el duelo necesita tiempo. La periodista se emociona, la congoja la silencia.
—...no, no lo estás. Una de las personas a la que tú más quieres está a tu lado y tú tienes que luchar con ella ¿para que se vaya de este mundo? Es una contradicción. Es una de las personas a la que tú más quieres y tienes que levantarte cada mañana para que consiga lo que quiere, que es irse.
Hay obstáculos menos comprensibles. El funcionamiento del sistema de salud: los quichicientos papeles que hay que conseguir, firmar, guardar, llevar, presentar; la indiferencia, la escucha a medias y la falta de tiempo de los médicos, por ejemplo. La falta de experiencia con una legislación que sólo existe en siete países del mundo.
“En los casos de enfermedades neurodegenerativas no hay una persona en una situación terminal, sino una enfermedad gradual”, explicó la autora. “Él tenía que agarrarse a nosotros para caminar, pero no estaba postrado en una cama. Alguien podría haberle dicho: “Estás para vivir un mes más, dos meses más”. Pero él decidió que se tenía que ir. Lo que se llama el ‘contexto eutanásico’ es la gran discusión filosófica que tuvimos con el neurólogo, que es una persona encantadora pero no le dio la razón a mi padre”.
Eutanasia denegada
Porque, como cuenta Deséenme un buen viaje, la primera vez que Carlos Alberto Montaner solicitó la eutanasia, el médico opinó que era prematuro. Que no estaba en el “contexto eutanásico”:
—Es que tú no tienes —y el médico dio el nombre de otra enfermedad neurodegenerativa muy grave.
—No, ya tengo bastante con lo que tengo —le contestó él—. No me hace falta más.
La ley española establece que las condiciones en que alguien se puede acoger a la eutanasia son las enfermedades terminales, como un cáncer sin tratamiento, y en el de enfermedades crónicas, imposibilitantes e incurables. “Y ahí entran todas las neurodegenerativas”, distinguió Gina Montaner. “La ley no dice ‘estado avanzado’ en ningún momento. Se está en el contexto eutanásico porque se cumple con una de esas dos formas de enfermedades. Muchos médicos se equivocan al pensar que el contexto eutanásico significa estar en cuidados paliativos, en la agonía. Mi padre no quería esperar a ese momento, que iba a llegar, en que en que estaría postrado y con demencia”.
—Por eso apeló la decisión del neurólogo.
—Al final estamos sujetos a la valoración de un ser humano, de carne y hueso como nosotros, con fobias y con filias. Estoy eternamente agradecida a Derecho a Morir Dignamente (DMD), la organización que desde el principio nos orientó, que nos ayudaron a hacer una apelación potente.
Empezaba así:
Hoy cumplo 80 años y, de una forma consciente, capaz e informada, presento esta reclamación para solicitar la prestación de ayuda para morir, porque sufro un padecimiento grave, crónico e imposibilitante, tal y como lo define la ley, en un contexto eutanásico que, de acuerdo con mis valores y mis convicciones morales, considero incompatible con mi dignidad personal.
Los 25 expertos de la comisión votaron a favor del recurso.
Para el paciente volvió todo al punto de partida —nuevo equipo médico, todos los exámenes y papeles otra vez— pero la incomodidad fue compensada por una certeza de “mundo del revés”, como escribió su hjia: “La luz verde que estábamos esperando, pero que temíamos como quien ya no puede evitar la colisión que haría saltar por los aires la vida que hasta entonces conocíamos junto a él”.
Su padre puso el punto final a su última columna, que se publicaría de manera póstuma. Compartieron los últimos días con pequeños paseos, conversaciones y lágrimas, una última cena con pizza y cineclub en familia. Ahora todos parecían navegar con menos incomodidad la inversión de papeles que se da en la vejez de los padres, y en también en la enfermedad, cuando los hijos y los nietos son quienes los cuidan.
“Mi padre era un intelectual pero también alguien muy cercano a sus hijos. Un buen padre y un buen abuelo, un guía generoso que se cuidó de apabullarnos”, lo recordó la periodista. “Cuando entra en esta fase de su vida, cuando incluso buscar información para sus artículos le costaba, lo ayudábamos y él lo agradecía. Él entendió muy bien que que cuando la persona se hace mayor también tiene que escuchar, porque con la edad hay algo que se cierra un poco. Él estuvo abierto a escuchar a mi hijas y mi sobrina, dos millennials y una de la generación Z, y eso fue bonito”.
La muerte asistida, un tema del siglo XXI
Antes de viajar a la Feria del Libro de Miami, la ex directora editorial de los informativos de Telemundo, actualmente columnista de El Mundo y El Nuevo Herald, vio dos películas: La habitación de al lado, por la que Pedro Almodóvar recibió el León de Oro en el Festival de Venecia, y El último suspiro, de Costa-Gavras, que se vio en el Festival de San Sebastián. Ambas se tratan sobre la muerte asistida.
“Es un tema del siglo XXI”, comentó Gina Montaner. “Costa-Gavras, que tiene 91 años, lo ha dicho así: la cuestión de la muerte es un tema del siglo 21 porque cada vez vivimos más, hay gente que aspira a los 100 años, y eso trae a colación muchas cosas. No todo es bótox. Algo que he aprendido en este proceso es que nos gusta exigir que se nos dé la posibilidad de decidir nuestro destino, y cuando la tenemos no la ejercemos porque no queremos responsabilizarnos, aunque a este tramo final vamos a llegar todos. Mi padre lo tuvo muy claro y lo estableció todo”.
—Usted menciona el esfuerzo emocional y físico de la persona que cuida, un tema del que no se habla mucho. ¿Cómo mira hacia su experiencia?
—Durante esos meses que estuve con mi padre viviendo este proceso yo entré con él en ese en ese “contexto eutanásico”. Vivía en ese mundo. La muerte se me hizo algo muy... —busca la palabra, se le atraganta cuando la encuentra— natural.
Le queda un hilo de voz para decir lo que sigue, pero como cualquiera que ha acompañado a alguien en su final sabe que hay otros a los que les puede venir bien escucharlo:
—Además, porque estuvimos a su lado, pude ver que el tránsito de la vida a la muerte puede ser algo muy sereno.
Deséenme buen viaje —el título toma las últimas palabras de Carlos Alberto Montaner— está lleno de pequeños desvíos que el lector agradece: una biografía personal y política del disidente cubano, un álbum familiar con canciones populares españolas de los setenta, muchas historias del cine de oro de Hollywood, un contrapunto al paso entre Emmanuel Carrère y Haruki Murakami. “Me senté a escribir y así fue saliendo”, dijo la autora. “El libro es, por supuesto, sobre mi padre, pero también sobre cómo viví yo ese proceso, y trae a la historia mi universo, mis referentes”.
—Sólo al final deja de ser una crónica para convertirse en un mensaje: ¿por qué eligió dirigirse a su padre?
—Me senté a escribir no mucho después de su muerte, muy inmersa en todo lo que habíamos vivido. Quizá si hubiera dejado pasar el tiempo habría salido un libro más meditado, pero hay algo ahí del momento mismo en que lo escribí. Y cuando hice ese final, él estaba muy vivo para mí. Ya no es igual.
—¿Es erróneo pensar que la impresión que deja el libro es que el saldo fue positivo para usted, que volvería a atravesar por todo?
—No es erróneo. Aprendí sobre la importancia enorme de respetar al otro de verdad. Y para hacerlo hay que sobreponerse a los convencionalismos. ¿Qué se espera del entorno familiar? “No te vayas. Te vamos a cuidar hasta el final. Te queremos mucho. ¿Cuánto nos quieres tú si nos haces pasar por esto?” Aprendí que hay que sobreponerse a eso, ser adultos y respetar al otro. Parte de que podamos disfrutar de la libertad es respetar al otro, y muchas veces lo perdemos de vista. Adorábamos a mi padre y él nos amaba mucho, pero se quería ir.